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Trilogía conjetural del amor

Como dijo la Celestina en el siglo XVI: “Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte”.

José Luis Garcés González*, Especial para El Espectador
03 de abril de 2016 - 01:18 a. m.

Introito

En la página 199 de El libro de las pasiones indescifrables, legendario volumen hindú que sólo fue impreso en Occidente después de 1800 por insistencia de Víctor Hugo, gran señor del romanticismo francés, se dice que el amor, a lo máximo, puede llegar tres veces a nuestro corazón: la primera vez toca con el filo de las uñas, la segunda con la yema de los dedos y la tercera con los nudillos de las manos. Si en ninguna de las tres ocasiones lo escuchaste, debes ser castigado por tu sordera y encaminar tus pasos a la cima de la montaña más próxima y dedicarte seis horas a mirar hacia el horizonte: verás el vacío, porque ya, a esas instancias, vacío tienes el corazón y en vacío te convertirás.

1. Los del pretil

Sentados en un pretil de un color que simpatiza más con la arena que con el cemento, están los dos enamorados. Ella, clara, pelo mono y recortado, con pecas en la cara y un poco de más de dos décadas regadas en todo el cuerpo. Él, más afro que mestizo, con unas patillas delgadas que desembocan en el bigote enredado y fino. Me gusta ese juego y apuesto a que él es un año mayor que ella. Si pierdo la conjetura, qué importa: se pierde la vida, que no se pierda una conjetura.

Es un día de sol huidizo y no hay motos ensuciando la tranquilidad de la tarde. La ciudad se ve distinta, se observa más holgada, más humana. Hay más tranquilidad, más verde, más espacios para descansar la mirada. Los enamorados no se hallan pegados hombro a hombro, como exige la costumbre. No están confundiendo las fronteras de los cuerpos jóvenes y ansiosos. De pronto, voltean las cabezas y como pajaritos aproximan las bocas y se tocan los labios. Permanecen varios segundos transmitiéndose los secretos de las aves incipientes. Cuando creo que se van a separar, ellos hacen lo contrario. Ah, por primera vez pierde mi intuición. Se quedan así: labios contra labios. Carne de labio contra carne de labio. Los de ella más delgados; los de él más gruesos y algo respingados. Prolongan el contacto externo. No entran a la cavidad bucal, no bucean con sus lenguas en ese espacio donde sombras cóncavas establecen la calidez de su reino. Piel de labio contra piel de labio. Aunque no lo hayan leído, creen con Marcel Proust que lo más profundo es la piel.

El sol está cubierto por nubarrones empecinados que revolotean en el firmamento. Una brisa fortuita desordena las flores sembradas en las pocas maceteras del pretil. Una bandada de pájaros cruza el cielo hacia el sur. Los árboles se mueven, el clima se torna fugazmente amable. Pero dentro de ellos, en las entrañas jóvenes, hay calor del bueno. De súbito despegan sus bocas y la mano izquierda de él agarra la mano derecha de ella. Hay un puente de manos. Confunden la claridad de los dedos y allí inician el proceso del acercamiento: no hay duda, el amor también puede penetrar por los dedos, ya lo escribió Henry Miller, que, aunque pocos lo saben, fue un gran ensayista. Camisa oscura la de él; blusa menos oscura la de ella. No veo más. Ahora estoy a sus espaldas. Digamos a treinta metros de su amor. Hablan en voz baja; ella sonríe con una boca limitada, él sonríe con unos dientes generosos.

Más que palabras, hablan con sonrisas. Y eso está bien. Y yo aplaudo con mi silencio. Me gusta ver a los enamorados, consumiendo, como si fuera un cono de helado, su felicidad transitoria; devorando el cielo con el paladar de sus besos. Los percibo vivos, ilesos frente a la muerte. Me gusta ver en otros esa breve victoria de la vida que acaba y comienza por siempre jamás. Ellos, aunque las sientan, nada saben de las palabras que respecto del amor pronunció la Celestina en el siglo XVI: “Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte”.

2. Los del higo

Otro día, y otro par de enamorados. Deben ser las cinco de la tarde en la avenida primera. En los corazones de ellos ningún reloj les estropea el tiempo. Están montados en las ramas torcidas de un higo que se halla en la barranca prieta del río. Cercanos, hay también robles, guaduas, guamas, mangos, guácimos, almendros, pero no: escogieron un higo barbón, bebedor de río. A ellos los pies les cuelgan como si fueran ropa tendida en un alambre de patio. En una horqueta cercana hay colocado un maletín de poca cuantía. Pienso: es de él, y si se cae se lo lleva el río y todo lo que tenga dentro se irá con el agua prieta y él perderá quién sabe cuántas cosas, ah, pero eso no importa, ahora él está con ella y los peligros no existen. Inclinan las cabezas. Descansa la cabeza del uno en la cabeza de la otra, hacen un ángulo de resignación. El cabello negro, liso y abundante de ella es una manta que le tapa a él uno de los ojos. No importa: cuando existe el amor, un ojo basta para ver el mundo. Bocas en silencio. Me gusta ese silencio que piensa. Ese silencio que tiene peso y fondo. Tres ojos hacia la corriente oscura. El río, como la vida, fluye sin pedir permiso. Pocas esquirlas de luz iluminan el follaje. Dos brazos como raíces sobre las espaldas. Ambos son delgados. Estoy frente a ellos, nos distancia el último sol del crepúsculo. El muchacho tiene las cejas a lo Julio Cortázar. Ella, con una blusa de cuadritos constreñidos, se parece a Ata, un personaje tahitiano de una novela de Somerset Maugham. Siguen cabeza contra cabeza, algo se dicen, imposible de oír: los labios se entreabren, lo que sale de ellos es rumor de amor. Por la pista del frente pasa una atleta del atardecer: suéter y pantaloneta de verde intenso, cola de caballo que se le mueve al trotar; es delgada, de muslos fuertes y de rostro hermoso; lleva pesos en ambas manos y se afana por acelerar el ritmo de su carrera. Salta sobre una iguana gorda y perezosa, fiel representante de la especie que sobrevivió a la extinción de los dinosaurios. ¿Contra quién compite esta atleta del atardecer? Contra ella misma. Eso está bien y lo enseña el budismo zen: el mejor nunca gana, porque el mejor nunca compite. ¡Qué agonía, oh Tetragrámaton, para terminar siempre muerta! Abajo, el río continúa su curvo viaje interminable. La oscuridad tiende con astucia su manta leve. La gente que sale del trabajo, o que finge trabajar, empieza a llenar las calles, a inundar los pasadizos, a meterse a plenitud en las fauces de la noche. Los dos enamorados existen, pero ya empiezan a ser sólo sombras.

3. Los de la mesa

Una tarde, otra pareja, que no le teme a la reanudación de la lluvia. Pensando que pueden mojarse, aún hay pocas personas en las calles. Y otra vez mis ojos. Él, conjeturo, es un hombre de cincuenta años, bien trabajados; viste una camisa manga larga, de color azul cielo ambiguo. Parece comprada hoy mismo. Tres rayas horizontales en la frente, más honda la del centro, le declaran el tiempo vivido o por vivir. El pelo del hombre es escaso al comienzo de la cabeza y pródigo al final, al punto de parecer un payaso ensayando seriedad. Ella, de cachetes gorditos, de nariz imperfecta y de pelo abundante y estirado a la fuerza, luce un traje de florecitas moradas que le hace juego con el carmesí de los labios. Ya pasó de los treinta, pero se nota fresca y es una mujer alta para el promedio. No, no se ve fea, se ve natural. Están cara a cara, sentados a una mesa de aluminio. Se miran y cada quien conserva la independencia de sus manos. La distancia les deja intactos los cuerpos, pero permite mirarles la cuantía de entusiasmo que por hoy han depositado en sus ojos.

El muchacho que atiende, chiquito, cabeza de tigre y lleno de acné, trae la carta y ella pide un jugo de mandarina; él se conforma con una cerveza alemana. Ella se ríe con mucha frecuencia, se le inflan las mejillas, y muestra unos dientes parejos; él la observa y apenas sonríe. Mide la alegría. Deja que de ella brote toda el agua que la felicidad guarda en el escondite de su boca.

El mesero trae el pedido con extraña rapidez. El vaso con el jugo parece tener el color de la zanahoria. Bah, pero es de mandarina. Las apariencias engañan, y si no engañan peor para las apariencias. La mujer se pega del pitillo; está sedienta. El hombre bebe sin prisa, saborea con la lengua plena el líquido amargo. Luego, se limpia la boca con una servilleta. La mira tomar a ella, que entorna los ojos en gesto de satisfacción.

Una señora bajita y aindiada, abrazando a un bebé que va dormido, se acerca y estira la mano pidiendo una limosna; el hombre saca una moneda del bolsillo de la camisa y se la entrega sin mirarla. La dama acaba su jugo que es de mandarina pero parece de zanahoria, se lame los labios y vuelve a sonreír con los ojos, con las mejillas, con la boca entera. Del voltear de la esquina aparece un vendedor de discos, aguajero y hablón, e interrumpe la felicidad de la mujer. Ofrece su mercancía con una larga retahíla en la cual señala los títulos de los compactos y los nombres de los intérpretes: Bienvenido Granda, Felipe Pirela, Daniel Santos, Celia Cruz, Celina y Reutilio, Tito Rodríguez, Roberto Ledesma; ninguno se da por aludido y nadie le contesta. Los mira a ambos. Al tipo no le gusta la respuesta y tuerce la boca. Los hociquea. Pobrecito. El de los discos no sabe, no puede saber que ellos en ese instante no están para ningún vendedor de canciones.

Postfacio

Dicen que Richard Wagner, al cual le celebraron en 2013 los 200 años de haber nacido, dijo sentencioso: “El que ama, cumple con su deber”. Estas tres parejas, cada una a su manera, han cumplido con el suyo. Impulsando la vida y estableciendo una diatriba corporal contra el dolor y la muerte. Aproximando los labios, aproximando los cuerpos, aproximando las almas. Cursi, pero cierto. Yo los vi. Alejándose, en esos instantes, de cualquier violencia. No hay duda: cumplieron. No conocen El libro de las pasiones indescifrables, pero cumplieron. Quizá no han escuchado nunca lo que Lope de Vega sobre el tema sentimental escribió: “… Creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño, / esto es amor, quien lo probó lo sabe”. No importa. Cumplieron. Pues el corazón no lee letras, aunque a veces lo estremecen algunos poemas que cavan hondo. Eso conjeturo.

* Coordinador de El Túnel, de Montería, y catedrático del departamento de español de la Universidad de Córdoba. “Luis Striffler en el Sinú y otras narrativas históricas” es su libro más reciente. jlgarces2@yahoo.es

Por José Luis Garcés González*, Especial para El Espectador

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