En recuerdo de Fernando Gaitán: "Psicoanálisis de un amor descafeinado"

El 9 de octubre de 1994, El Espectador publicó este texto sobre “Café”, la gran creación de Fernando Gaitán, cuando cautivaba el alma de los colombianos. Un acercamiento a los personajes y al porqué del “encarrete” de ese entonces, en "seis deliciosos sorbos de café".

John Galán Casanova / especial para El Espectador
04 de febrero de 2019 - 07:33 p. m.
En 1994, la novela de Fernando Gaitán 'Café con aroma de mujer' cautivó a los colombianos. / Archivo/El Espectador
En 1994, la novela de Fernando Gaitán 'Café con aroma de mujer' cautivó a los colombianos. / Archivo/El Espectador

1. Gaviota

Gaviota es la justa retribución a un público que mantuvo la esperanza de reconciliarse con la Mencha, la mujer que desde su aparición en Cartagena ocupa un lugar especial en el afecto de los colombianos. Su encanto es de una extraña naturaleza que lo hace difícil de aprehender; nadie se atreve a asegurar que su rostro sea espectacular o su figura despampanante, si uno se la encuentra en el aeropuerto podría parecerle incluso un tanto escuálida y desaliñada, pero no dejará de sentir que es bellísima. Su carisma es de una calidez sin afectación y de una sencillez sin simpleza. Por eso su público le ha perdonado y le ha celebrado todo: buenas y malas actuaciones, matrimonio y divorcio, canciones y aeróbicos.

La Mencha tiene además una particularidad que la distingue de otras celebridades de nuestra pantalla: es más recordada por las facetas de su talento que por un rasgo determinado de su temperamento. Así, mientras que Amparo es voluptuosa y Aura Cristina es explosiva, ella es reina, actriz, bailarina, diseñadora de ropa. Cantante, presentadora de noticias… Ahora es Gaviota, el alma de Café y la ejecutiva de más rápido ascenso en la historia empresarial del país.

Tal como vienen dándose las cosas, la protagonista de Café está abocada a una grave paradoja existencial, casi que metafísica: siendo el personaje más vital de la novela puede llegar a ser el más estéril por estar atada a un amor enfermizo. De nada sirve que la exitosa ejecutiva luzca cada vez más radiante, si su vida está orientada hacia algo que ella no es: ser una tal Carolina Olivares gastando en trabajo extra la energía que podría disponer para amar. A las señoras les encanta de Gaviota su independencia y su carácter echao pa´lante, pero tal vez no reparan en que su realización como mujer está embolatada desde el principio de la novela. Por eso la belleza que proyecta como personaje tiene cada vez más de virginal que de humano, es decir, más de María que de Eva. Gaviota se está convirtiendo en una especie de monja rindiendo votos de castidad a una causa perdida.

2. Iván y Sebastián

Hasta el momento, ni el cine ni la televisión colombiana han llegado a crear un estereotipo del macho nacional, lo cual se ha dado en casos como el de México, donde se consolidó la imagen del mero macho con bigotes y gruesas botas de cuero con espuelas, a lo Vicente Fernández.

Iván y Sebastián aportan elementos interesantes para una probable caracterización del macho colombiano de estos tiempos. Ambos reúnen la condición que podría considerarse como indispensable para hacer parte del prototipo en cuestión: son como niños grandes. En efecto, más que en algún rasgo de la indumentaria o de la apariencia física, es en esta característica que los machos de este país se parecen unos a otros. Puede que cumplan con todas las responsabilidades propias de un adulto, pero en lo afectivo son como niños grandes que quieren que el mundo entero gire a su alrededor, y si no, arman pataleta. Por eso son egoístas, caprichosos y posesivos. Iván, por ejemplo, no tiene ningún inconveniente en botar a su mujer para casarse con otra que luego bota para volver a contentarse con su mujer. Para eso tiene a la mamá que le ayuda a conseguir el juguetico que le provoca en cada oportunidad.

El caso de Sebastián es distinto. Como es huérfano, carece de mamá que lo organice y por eso es que no se halla, el pobre. Si se hiciera un campeonato de las escenas que más ha tenido que representar Guy Ecker en esta novela, ganarían por abrumadora mayoría las de Sebastián desvelado: Sebastián dando vueltas en la cama: desvelado; Sebastián caminando a media noche, desvelado; Sebastián emborrachándose con aguardiente, desvelado. Tantas veces se han repetido estas escenas que ya comienzan a ser convincentes. ¿Por qué Sebastián no ha mandado al cuerno a los Vallejo para poder estar con Gaviota? Pues porque ante la ausencia de la madre verdadera, la familia Vallejo cumple las veces de una madre sustituta que Sebastián necesita, así sea sobreprotectora y mezquina. ¿Y por qué entonces Sebastián no cambia esa madre sustitutita por Gaviota, quien igual podría satisfacer su necesidad de afecto? Ahí sí no sabría qué decir. De pronto, como dice Camille Piglia, por ese miedo ancestral que tienen los hombres a ser castrados física y espiritualmente por la mujer que aman.

Sea como sea, la rotunda inmadurez de Sebastián es la más patética ilustración del macho que se comporta como un niño grande. Es incapaz de asumir la realidad, no le encuentra sentido al trabajo, a su matrimonio, a su soledad, a nada. Lo único que le vemos hacer es patalear y rezongar y hacer pucheros porque no tiene su obsesión. Ni se resuelve a estar con Gaviota ni la deja en paz para que pueda rehacer su vida; como dicen en Antioquia, ni raja ni presta el hacha.

Me atrevo a asegurar que aún la más fanática de las fanáticas de Sebastián, alguna vez, en alguna oportunidad, ha tenido que pensar en lo profundo de su corazón lo que se aprecia a leguas en cada capítulo: “este pobre Sebastián si es mucha h…”.

3. Lazos familiares

Los Vallejo corroboran una realidad archisabida en este ex país del Sagrado Corazón de Jesús: la familia es la célula esencial del poder. Mucho se ha visto aquí que las familias influyentes extienden sus raíces como enredaderas en los núcleos principales de poder. Cómo será de frecuente el nepotismo que ni siquiera despierta suspicacia, se lo acepta como una práctica perfectamente justificable, al fin y al cabo, “todo queda en familia”.

Pero todo tiene su precio.  Mantener en marcha la maquinaria familiar implica que de vez en cuando sus integrantes quedan atrapados en medio de sus engranajes. Hay tres potencias fundamentales que gobiernan el mundo de Café: la unión de Gaviota y Sebastián, la ambición de Iván y la firme intención de los Vallejo en mantener el orden establecido; es difícil asegurar cuál de las tres es más poderosa, de hecho, la tensión que existe entre ellas mantiene en suspenso la telenovela.

Lo que resulta interesante destacar es que, en una época tan supremamente individualista como la que vivimos, la pervivencia de clanes familiares al estilo de los Vallejo aparece como un rezago de periodos históricos que se suponen ya concluidos. Los matrimonios por conveniencia, el nacimiento de primogénitos como garantía de futuras herencias, la amenaza siempre latente de parentescos bastardos, el tener que dedicarse a una profesión determinada por obligación, todos estos hilos que componen la trama de Café atentan contra las libertades individuales de que se precia una sociedad como la nuestra. Vea usted: ¡Los ricos también lloran!

4. Lazos subterráneos

La rigidez de estructuras familiares como la de los Vallejo haría pensar en sus integrantes como seres fríos, destinados a establecer relaciones solo en virtud del interés y del cálculo. En un contexto así, Sebastián aparecería como un personaje heroico, dispuesto a dejar de lado los prejuicios y las mezquindades de su clase para estar con su recolectora. No obstante, mirar las cosas de este modo daría lugar a una perspectiva demasiado simplista; en cosas de amor, ni los ricos viven asfixiados por sus intereses de poder, ni los pobres viven holgados por no tenerlos. Unos y otros suelen embarcarse en relaciones que terminan siendo suplicios de carácter permanente. (Aquí tendría que referir la sentencia atroz de un taxista que el otro día me habló de su experiencia matrimonial como “tener que dormir todas las noches con el mismo radio viejo”). Lo cierto es que la gente se ingenia maneras de aflojar los nudos que los lazos familiares les tienden alrededor del cuello.

Los Vallejo, al menos, tienen la suya: promiscuidad. Puede que suene demasiado fuerte, pero, ¿de qué otro modo llamar al hecho de que Iván haya estado con Lucía, Lucía con Miguel, Miguel con Paula, Paula con Arthur, Arthur con Matilde, etc.? A juzgar por lo que se ve en la novela, la práctica de este tipo de contactos -usando preservativos, por supuesto- constituye un recurso eficaz para mantener la cordura. No es gratuito que los personajes más maniáticos de la familia –Sebastián y Lucrecia– sean justamente los que no participan de tan relajantes formas de integración. (A propósito de Lucrecia: si bien es cierto que convivir con un tipo como Iván debe alterarle el ánimo a cualquiera, eso no justifica el tamaño de amargura que carga. ¿Qué será lo que le pasa a la pobre Lucrecia que mira con los ojos siniestros de un muñeco de ventrílocuo?).

5. El libretista y el director

Por los días en que se emitían los primeros capítulos de Café, en los noticieros se comentó que existían diferencias de criterio entre el libretista y el director. Pepe Sánchez hizo unas declaraciones poco entusiastas dando a entender que estaba dispuesto a cumplir su compromiso en la dirección de la telenovela, pero que no se hacía muchas ilusiones sabiendo que tenía que trabajar con una serie de factores ajenos a su propia voluntad. Acusaba el golpe del descalabro económico en que terminó su experiencia como programador independiente en un medio tan monopolizado como el de nuestra televisión.

A estas alturas, Pepe Sánchez puede sentirse, si no satisfecho, al menos resignado con el éxito obtenido. Café recupera con fortuna dos grandes aportes que las buenas telenovelas colombianas le han dado al género: humor y frescura (en oposición al patetismo y la truculencia que caracterizan a los culebrones mexicanos, venezolanos y colombianos vía Jorge Barón, entre otros). Quienes prefieren el buen cine a la mala televisión encontrarán en Café una alterativa decorosa. No es como ver una película de Tarkovsky, pero al menos hay personajes que trascienden el esquema soso de buenos o malos y situaciones que desbordan el reino todo poderoso de lo predecible que domina en este tipo de programas. El libretista es respetuoso con el televidente al mostrarle personajes que se transforman y se matizan conforme avanzan las acciones (Sebastián es la excepción que confirma la regla); aquí cada personaje va marcando puntos en cada round, no como en la mayoría de las telenovelas en las que luego de que los malos se las han ganado siempre todas, terminan noqueados por un golpe de la divina providencia.

Además, el sentido de la oportunidad para ir armando la trama da lugar a situaciones realmente divertidas, como la de Gaviota llevando a Lucía a tener el hijo al hospital, o la del fax de Sebastián que llega justo cuando Lucía visita a su rival en la oficina. Estas virtudes del argumento y de los libretos encuentran eco en la acertada conducción del director, uno de los poquísimos en este país que se preocupa de que sus realizaciones tengan algún asidero en la realidad que vivimos.

6. ¡Cambie usted el rumbo de la historia!

Para terminar, una propuesta atrevida de un televidente al libretista del programa.

Señor Gaitán, en sus manos está la posibilidad de cambiar el rumbo de la historia. No hablo solamente de la historia de Café o de la historia de las novelas como género televisivo, no; hablo de la historia del amor en este país. Su maestro Romero Pereiro está intentando algo similar con Señora Isabel, pero usted tiene entre manos una historia que puede resultar aún más significativa.

¡Junte, por favor, a Gaviota con el doctor Salinas!

No recuerdo ninguna telenovela en la cual la protagonista haya terminado unida con un hombre distinto del Galán de turno. Eso haría de Gaviota una Policarpa Salavarrieta contemporánea que daría el grito de emancipación en nombre de todas aquellas personas condenadas a cargar el peso de su primer amor, que muchas veces -como en ésta- se convierte en una fatigante causa perdida en que se va la vida. También sería un campanazo de alerta para que personas como Sebastián se avispen y replanteen esa idea tan obsesiva del amor que los hace llevarlo como si de una cruz se tratara.

Cambie usted, señor Gaitán, el rumbo de la novela. Haga algo que ni siquiera García Márquez hizo: conceda a los amantes una segunda oportunidad sobre la tierra.

Por John Galán Casanova / especial para El Espectador

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