Ciro Quiroz Otero: “Vallenato, hombre y canto”

El Festival Pedazo de Acordeón, realizado durante abril, le rindió homenaje al investigador y escritor nacido en la población de El Paso, en el departamento del Cesar.

Félix Carrillo Hinojosa*
29 de mayo de 2017 - 01:09 p. m.
Ciro Quiroz Otero estudió Derecho en la Universidad Nacional y allí creó su primera agrupación vallenata. / Cortesía
Ciro Quiroz Otero estudió Derecho en la Universidad Nacional y allí creó su primera agrupación vallenata. / Cortesía

El Paso es un extenso enclave africano en el Cesar que todos los años del 21 al 25 de abril realiza el Festival Pedazo de Acordeón, alegórico a una obra de uno de sus hijos predilectos, Gilberto Alejandro Durán Díaz, el hombre que, con su acordeón al pecho, hizo una historia inmensa no solo para su pueblo sino para el vallenato.

Sus organizadores decidieron exaltar al escritor Ciro Quiroz Otero, pasero (Gentilicio de los nacidos en el Paso, Cesar) como el que más, en virtud de todo su aporte, a la divulgación de nuestra cultura musical, condensada en el libro “Vallenato, Hombre y Canto”, la mejor metáfora escrita sobre el aporte del negro dentro de nuestra música.

Él es un negro carabalí que logró ser libre en el mismo instante en que su madre y su tía decidieron cuidar al muchacho, que desde sus primeros años mostró sus inquietudes por la lectura, la cual se convirtió en el norte para enrutarse por el mundo de contar las historias que vivió y las que fueron escuchadas por sus antecesores y reproducidas por la natural acción de la tradición.

¿Cómo fue su niñez?

Nací en una tierra cuya sociedad pastoril sirvió de tránsito entre lo que era la provincia y el río, que daba inicio a la depresión Momposina, en donde la actividad ganadera era la de mayor solvencia en toda la región, liderada en su inicio por Alonso Luis de Lugo. En nuestro pueblo se llevó en yunta desde Riohacha la primera nevera de la región, ni siquiera Valledupar la poseía. Crecí en la década de los años 50 escuchando esas historias en boca de mi madre y mi tía, en las que se hablaba de una cita todos los viernes, en donde las grandes confrontaciones se originaban, a través de las carreras de caballo, las riñas de gallo y el píque originado por los acordeoneros y los decimeros.

¿Qué personajes y hechos recuerda de esos momentos?

Pese a la prohibición de mi madre, me escapaba para escuchar esos momentos cumbres, en donde las riñas de gallo, el acordeón y el verso iban de la mano. Me estacionaba a escondidas para ver esos enfrentamientos. Dentro de esos personajes, hubo uno que llegó, al que llamaban “Pérez Prado”, corredor que desertó del quebrado hipódromo de los Nicolls en Cartagena, cuyos caballos terminaron en el Paso, recogiendo el ganado. Él hacia un show especial, al pararse en el lomo del animal y hacer mil piruetas en la calle del medio. En el mundo de la música, era común ver a los acordeoneros, gestores de píquerias, por un lado y por el otro. La familia Serna, era la que más se destacaba,  especialmente “El Negro”, que botella en mano versificaba decimas durante días y días. Era el más temido y respetado.  Norberto Silva, hermano de Víctor Silva, era uno de los mejores improvisando al compás de la música que exponía su hermano.  

¿Cómo funcionaban los correos humanos?

Siendo muy niño, escuché hablar de Juan Muñoz, uno de los primeros en hacer esa actividad. Es más, en un canto habló de su labor cuando dice: “estos viajes de correo van a acabar con mi vida”. Cuando los acordeones de una o dos hileras se dañaban, el correo humano cumplió una gran labor, ya que lo mandaban a donde Buenaventura Rodríguez, quien era invidente, fue uno de los primeros técnicos de acordeón, que vivía en Villanueva La Guajira. Eso iba de estación en estación hasta llegar, al destino del que lo arreglaba y luego a su acordeonero.

¿En dónde realizó sus estudios?

Hice parte de la primaria en mi pueblo. Recuerdo a Angelita Trespalacios, quien era la profesora de la escuela de Señoritas, donde inicié mis estudios y el único niño era yo. Luego fui llevado a Valledupar en 1956. Cuando llegué la sentí como un pueblo grande, pero luego comprendí que tenía las mismas costumbres que había vivido en El Paso. Era una especie de unidad sociológica. Lo primero que quise conocer fue la fábrica de hielo de Avelino Romero. Allí terminé la primaria en el Colegio El Carmen, del profesor Leonidas Acuña. Ingresé al Colegio Nacional Loperena en el año 1959, hasta tercero de Bachillerato, de ahí pasé al San Luis Beltrán de Santa Marta. Al terminar el Bachillerato, decidí presentarme en la Universidad Nacional, donde ocupé el puesto número 16. De ahí me gradué en Derecho.

¿Cómo logró combinar lo académico con la música?

Hubo un momento en que la música casi sobrepasa mi actividad de estudiante. En la Universidad Nacional no había un conjunto que interpretara vallenato. Con mis ahorros compré un acordeón en $80 y con un grupo de amigos logramos tener un grupo de importancia en la divulgación del vallenato, sin cobrar un peso. La barra de costeños, entre ellos Fausto Cotes Nuñez, que sabían de la calidad de los acordeoneros en la provincia, nos puso el nombre de Los asesinos del ritmo. Nuestro repertorio estaba determinado por la música que se estaba escuchando, entre ellos la de Los Corraleros del Majagual. Este grupo duró hasta que nos graduamos.

¿Cómo entra al mundo de la investigación sobre temas culturales?

El folclorologo Antonio Brugés Carmona, director de la revista ‘Sábado’, quien falleció en un accidente de aviación, dejó un nutrido trabajo de investigación del que me nutrí y terminó abriéndome al mundo de la escritura. Esa revista llegaba a mi pueblo. Él nació en Santana, un pueblo del Magdalena, pero su padre fue un general de origen Guajiro. Eso me llevó a descubrir al padre Pérez Arbeláez, otro precursor de la investigación. “El ultimo juglar” es una de sus mejores crónicas sobre nuestra música, escrita por Brugés Carmona, dedicada a Pedro Nolasco Martínez, a quien conocí. “Era un negro fornido, alto, ya con muchos años”, también a su hermano Nicanor Martínez, quien era músico, pero oficiaba como policía cívico, quien andaba con un bolillo y un silbato. Él me metió en “La Nevera”, un sitio de reclusión con cepo incluido, por haber levantado a piedra con mi cauchera, a los mechones que instalaban en cada esquina del pueblo. Este hecho determinó, toda mi nueva visión ideológica, hecho que resalto en mi nuevo libro.

   *Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.

Por Félix Carrillo Hinojosa*

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