Celso Castro y un autorretrato con ballena

Estudió arte a finales de los años setenta en el Instituto Pratt, en Nueva York; también en la Universidad de Columbia, en la misma ciudad. Luego se fue a Europa y se estacionó durante tres años en Milán.

Giancarlo Calderón
06 de agosto de 2019 - 11:17 a. m.
“Autorretrato con ballena”.
Celso Castro.
Milán 9. 1. 87.
 / Cortesía
“Autorretrato con ballena”. Celso Castro. Milán 9. 1. 87. / Cortesía

“La creatividad requiere coraje”

Henri Matisse

Dice, textual, el enunciado encerrado en una pequeña ballena que firma el dibujo:

“Autorretrato con ballena”.

Celso Castro.

Milán 9. 1. 87.

Es un dibujo, un autorretrato, hecho hace treinta y dos años. Con plumilla y tinta negra. Y con mucha pasión. Y que tiene, en mi criterio, lo que tiene algo cuando es bello y está vivo, en el arte, y en la vida: carácter. Y contenido. Y emoción. Sobre esto, decía Horacio Calle, un popular profesor de antropología en la facultad de Comunicación y Lenguaje de la Universidad Javeriana, en Bogotá, que hay rostros que tienen carácter y contenido, y que por lo tanto dicen cosas, y otros que, en cambio, simplemente no dicen nada. (Le puede interesar: Los retratos de José Luis Molina: amalgamas plásticas y emocionales) 

Este, el rostro de este dibujo, es de los primeros. Un rostro singular, único. En sus facciones y  ademán, logrado con frenéticas y a la vez delicadas rayas de distinto calibre e intensidad. Y en sus ojos, detrás de los lentes, perfectamente oscurecidos con pequeños y repetidos círculos, justos para sugerir profundidad y misterio. (Lea también: Leonardo Palencia: trazos de un autorretrato auténtico)

También en sus manos, fragmentadas, y que empuñan con propiedad y firmeza la pluma. Y el fondo, con su fracción de curvas armónicas, y con su lluvia de rayas: rayitas que descienden como centellas y que le dan luz y ritmo a la imagen. Y la chaqueta, de infinitos cuadritos negros y blancos, o al revés. Y los botones de la camisa. Y la ballena, por supuesto, las dos: la de la solapa, y la que encierra la firma. Es un dibujo, todo él, lleno de carácter y con mucho contenido: una preciosa obra de arte. (Además: Walter Arland y su empecinada búsqueda de la perfección)

Celso Castro, su autor, estudió arte, a finales de los años setenta, en el Instituto Pratt, en Nueva York; también en la Universidad de Columbia, en la misma ciudad. Ahí vivió unos largos e intensos cinco años. Luego se fue a Europa y se estacionó durante tres años en Milán. Allí, justamente, hizo este dibujo.

Yo lo había visto – al dibujo- más o menos un mes atrás, y desde el primer vistazo quedé impresionado. Y también desde entonces quise volverlo a ver. Así que fui otro día, visité a Celso Castro y lo hice. Lo miré lo que más pude pero, al parecer, no fue suficiente. Así que planee otra visita. Esta vez con una intención velada pues no era, propiamente, para él, para el artista. Digo: para el Celso de hoy, el de 2019, sino para el de 1987, el que sostenía la pluma en el dibujo.

Obviamente y por razones de cortesía tenía que fingirlo lo mejor posible. Sin embargo, mi mirada vacilante me delataba, pues siempre se dirigía al mismo punto, el lugar donde estaba colgado el cuadro. Entonces, mientras caminaba y me hacía el que miraba los otros cuadros, propios y ajenos, que cubren las paredes de la sala y el comedor de la casa, intentaba mostrarme tranquilo. Pero no, no lo estaba. No lo estaba porque yo lo que quería desde que crucé la puerta era pararme en frente de ese cuadro y mirarlo y mirarlo y mirarlo, y nada más.

Ya nos habíamos visto antes, Celso Castro y yo, en varias oportunidades, la mayoría de las veces en su casa, donde regularmente trabaja, o en su taller, una antigua casona diagonal a la plaza Alfonso López, en Valledupar, y a donde de un tiempo para acá solo va eventualmente.

Habíamos hablado de una entrevista para una nota, quizá una charla con preguntas convencionales, organizada y estructurada por, digamos, estudios, influencias, proyectos, épocas y evolución de su trabajo artístico. Hasta ahora no se había dado. En esos encuentros previos, sin embargo, yo lo consultaba frecuentemente con respecto a su trabajo, de forma casual, pero más allá de eso nunca se consolidó algo formal de entrevistador a entrevistado. Tal vez este ultimo encuentro podría ser el momento para hacerlo. Habría que ver que pasaba esta vez.

La visita había comenzado y transcurrido normal, en lo que se ha vuelto una especie de rutina. Celso Castro generosamente comienza a mostrarme sus más recientes trabajos: cuadros, en su mayoría, muy bien logrados, y dibujos, muchos dibujos: mangos, niños, plátanos, feligreses, familiares, manos, mamás con sus bebés, desnudos, semidesnudos, autorretratos, perros, montañas, futbolistas... otra vez mangos, mangos y más mangos.

Los comentamos, elegimos cada quien sus favoritos: “Qué belleza este, qué bueno este otro… este no tanto, me gusta más este…”, y así. Pero esta vez pensaba: “Qué lejos están de aquel”. Luego, según el ánimo natural de la reunión, lo que vaya surgiendo. Yo agarro en mis manos un libro, él me muestra otro... “¿Qué quieres tomar, un jugo?”, “Un vaso con agua, por favor”. Lo mismo de siempre desde que nos conocemos, y está muy bien. Es una rutina, en general, tranquila, divertida, enriquecedora. Pero esta vez, en lo que a mí respecta, había algo más qué hacer: mirar ese cuadro sin límite de tiempo. Como si quisiera, mediante la contemplación o la admiración, descubrir algo. En el cuadro, y en mí mismo tal vez.

Entonces le dije: “Qué bueno que estés produciendo tantas cosas… Pero -dirigiéndome hacia el cuadro - el mandamás de todos es este”. Algo así como: “el papá de los otros ‘Celsos’ es este Celso”. Y, espontánea y descaradamente, lo descolgué y lo puse en un sofá, solo para tenerlo cerca y, “a lo que vinimos”, mirar con total tranquilidad este cuadro. En eso estaba cuando…

- Y no es nada, imagínate -dijo inesperadamente Celso- que en mi closet está esa chaqueta.

- No te creo.

Enseguida, y en silencio, subió al segundo piso de la casa. Al rato bajó con la chaqueta del dibujo ¡puesta!. ¡Sí señor!. Tremenda pinta. Luego surgieron las fotos y, pues, valga decirlo, fue un gran momento. Luego, yo mismo volví a colgar el cuadro en la pared. Y luego, al otro rato, sin haber hecho la entrevista, me fui. Y luego, vía whatsapp, le mandé las fotos. Y luego me respondió esto:

- Qué horror de fotos. Gracias

Sonreí. Sonreí e intente pensar sobre... No sé exactamente qué es lo que me conmueve tanto de la pintura . De la pintura en general. Lo he tratado de contar en otros textos, probablemente con lugares comunes: el color y su variedad e intensidad; la armonía de las formas, y la belleza que surge de esa armonía; el alma expuesta en una creación artística, estética; el trabajo arduo, auténtico, y la libertad que esto implica, etc.

Palabras. Conceptos machacados por el análisis y sin embargo ninguno es suficiente para describir el encantamiento y el recogimiento que me producen ciertas obras de arte. Una sospecha en el asunto, o por lo menos una arista de éste: el hecho de que alguien se disponga a pintar, o hacer cualquier tipo de actividad artística, ya me parece inmensamente conmovedor.

Por lo tanto, en este caso, imaginarme a este ser humano, a Celso Castro, en soledad, en otro país, gastando horas y horas, poniendo todo su talento y concentración, elaborando minuciosamente este retrato de él mismo, ya me produjo un respeto y una admiración grandes. Tampoco es que me interese mucho más alguna otra explicación. Así que lo que queda por ahora, y por siempre, es rendirse: mirar, contemplar, disfrutar. Asombrarse.

Busco por curiosidad y encuentro qué dice un diccionario virtual: “Celso es un nombre propio masculino de origen latino en su variante en español. Su significado es “sublime, elevado, excelso”. Se me antoja que todas esas palabras son sinónimos de otra: “artista”. Y pienso que ese nombre, en este caso, no pudo estar mejor elegido. La próxima visita, al artista, prometo será exclusivamente para la entrevista por ahora incumplida.

 

Por Giancarlo Calderón

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