“Contra la hipocresía de la Iglesia”: Krzysztof Charamsa

Ediciones B publica en Colombia "La primera piedra", el libro testimonial del influyente sacerdote que escandalizó al Vaticano tras renunciar en 2015 y declararse homosexual. En estos fragmentos cuenta cómo se enamoró y liberó.

Krzysztof Charamsa
21 de febrero de 2017 - 11:07 p. m.
“Contra la hipocresía de la Iglesia”: Krzysztof Charamsa

Al hombre que me besó y me dio la mano para sacarme de la mentira. Al hombre que amo,a Eduard. (Vea el especial sobre la visita del papa Francisco a Colombia)

Yo, Narciso

Ya no quiero ser Narciso durante toda la vida. En el pasado quería serlo, para siempre. Me parecía la única posibilidad de realizarme, me convencía de que era excitante, deseable y bueno. Narciso es el amigo secreto de todos los gais, como yo. El amigo que hemos descubierto leyendo a Hermann Hesse, el que lleva dentro de sí la fascinación y el dolor de amar a los hombres, el placer y el misterio de enamorarse de los hombres.

Sí, también yo, en lo más hondo de mi corazón, he sido Narciso. Lo fui antes de enamorarme, antes de dar un salto al cine gay, antes de leer Llámame por tu nombre, antes de sumergirme en la biblioteca que cualquier homosexual debería conocer, antes de convertirme en cliente de Cómplices, una fantástica y pequeña librería del Barrio Gótico de Barcelona (¡debería haber una en todas las ciudades!).

Era el mismo Narciso que han reconocido dentro de sí tantos curas cada vez que se han encontrado con uno de su mismo club, cada vez que se han preguntado si el hombre que tenían ante ellos compartía su secreto. Narciso es el código enigmático para acceder a una sublime belleza escondida y vetada, una naturaleza espiritual que debería ser expresada. Narciso continúa existiendo porque ni los católicos ni los puritanos han conseguido aniquilarlo.

Narciso me ha permitido sobrevivir en el infierno de la heterosexualidad obligatoria. He aquí por qué citaba a Hesse en mis conferencias religiosas, casi con lágrimas en los ojos. Esperaba que alguien captara que el sentido recóndito de aquella referencia no tenía nada que ver con la doctrina cristiana que iba ilustrando.

Esperaba que alguien entendiera que, en realidad, solo quería liberarme a mí mismo, revelar mi verdadera naturaleza. Naturalísima para mí y para otros miles como yo. Es el mismo Hesse que cité en mi último libro de argumento católico, en mi testamento Virtud y vocación, donde desvelé entre líneas lo que creía y el modo en que creía, y como todo se había revelado irreal, simplemente porque no se había tomado en consideración la verdadera naturaleza del hombre, de ese hombre. No se había tenido en cuenta un pequeño detalle oculto: soy gay. Yo citaba, desesperado, a Hesse, con la esperanza de que alguien dejara de lado las inútiles teorías devotas y finalmente me mirara a los ojos.

Narciso es el sacerdote católico, el cura docto, el monje ejemplar, el abad diligente, totalmente inmerso en los estudios y en los libros. ¿Por qué lo hace? Para no amar, para no pensar en el amor, para enterrar la naturaleza del amor. Su amigo de siempre, Golmundo, que al final de la vida se presenta en la abadía, provoca una explosión. Narciso susurró al oído de Golmundo: Mi vida ha sido pobre en amor, me ha faltado lo mejor.

***

Hesse me había regalado el nombre de Narciso. Y hoy sé que ya no quiero ser Narciso. Hoy sé que tengo a mi Golmundo y no quiero despilfarrar mi vida, permanecer sin él. Hoy quiero empezar a amar como soy, como Dios quiere, como Dios entiende el amor.

Narciso no está solo. Nunca ha estado solo. También yo encontré a mi Golmundo. Sucedió una noche en Barcelona. Fue el momento en que nos descubrimos, enamoramos y comprometimos. Cuando ya no queríamos estar solos. Cuando rocé sus labios y su cabello. La fría noche que pasé entre sus brazos cálidos y fuertes. Él me amaba, yo solo pensaba en cómo no perder su amor.

Fue una de las noches más hermosas de mi vida, en un hotel del Eixample, el más feo de mi vida. Sí, no el hotel Axel (elegante hotel gay de Barcelona). Era una pensioncita horrible... ¡Precisamente allí tuve que conocer a mi futuro novio, mi prometido, pareja, marido! Sí, fue una de las noches más hermosas de mi existencia, y yo rogaba a Dios que no terminara. Rogaba a Dios que aquel hombre verdadero ya no me dejara solo. Pero ¿cómo? Calma... En realidad, tendría que haberme dejado lo antes posible, porque yo... era sacerdote. Y él no lo sabía.

Él conocía también mi nombre... Pietro, mi falso nombre, obviamente. Sabía de qué ciudad venía... Milán, pero también esto era falso. ¿Y cuál era mi trabajo? Enseñaba filosofía (bueno, esto no estaba lejos de la verdad). Mi falsa nacionalidad completaba el relato. Él sabía todo lo que pueden saber los amantes de una noche. Pero yo ya no quería esconderme. Pero, ¿por qué deseaba mostrarme? ¿Qué me atraía en aquel hombre que ya sentía completamente mío?

No quería perderlo, me había enamorado. Y aquella noche vi que Dios me amaba, me abrazaba, me aceptaba, porque me comprendía. Yo, experto en Dios y en todo lo que es divino y... homófobo, al mismo tiempo, había visto finalmente a Dios. Había encontrado a un hombre, pero había visto a Dios. Y, por suerte, estaba perdiendo de vista su Iglesia mediocre.

El día después

Golmundo me ha abierto al amor por el otro, pero antes aun me ha abierto al amor por mí mismo. Con el experimentaba lo que ya sabía, pero solo en teoría: no puedes amar al otro, si no te amas de manera sana y equilibrada a ti mismo, si antes no te aceptas a ti mismo, si no te conoces a ti mismo. Si te odias a ti mismo, si te mientes a ti mismo, nunca podrás amar al otro. No se necesita el cristianismo para entender que esta es la clave de las relaciones humanas. El cristianismo se jacta de ensenar estos principios, o al menos de compartirlos, pero en realidad lo hace solo en teoría, deteniéndose en devotos e insignificantes auspicios. Y la verdad que cuenta, la decisiva, está en la vida, no en las teorías.

Mi experiencia en la Iglesia me había convertido en un perfecto teorético, que debía saber explicarlo todo al tiempo que se negaba la verdadera vida. No fue fácil liberarme de la opresión ideologizante de la Iglesia. Era como una prisión insoportable, que había impregnado cada una de mis fibras. Era como una prepotente forma mentis, una manera de pensar y de actuar, que me era tan ajena como indispensable. Se basaba en el miedo y la mentira; uno se acostumbra a todo y sorprendentemente se le coge el gusto, ya no se ve ninguna otra posibilidad.

Al hombre del que me había enamorado debía decirle mi nombre. No podía mentirle. Pero no sabía cómo hacerlo y tenía miedo de perderlo. En aquellas horas, el odio que sentía por mí llegó al apogeo. Odiaba la mentira que me habían inculcado. ¡El embuste de mi vida! El omnipresente embuste en el que me había educado mi Iglesia. Sentía asco de mí mismo.

Cuando te inculcan la necesidad de mentir sobre las cuestiones fundamentales de tu vida, al final ya no sabes cuando dices la verdad y cuando mientes. Ya no sabes quién eres. Porque, en efecto, tú ya no estás. Hasta entonces el lavado de cerebro me había convencido de que los gais no existían. Pero en ese momento, en aquella noche poderosa, delante de mí estaba el hombre al que amaba, como Narciso ama a Golmundo. Tampoco él quería perderme... Sin embargo, ya me parecía verlo desvanecerse: ni siquiera recordaba mi número de teléfono, que quería dejarle. No recordaba la dirección de Skype. No recordaba el correo electrónico. Ya no recordaba nada. Quizas huía de mí mismo, no de él. Mi Golmundo me acompañó al aeropuerto. Me quedaban solo pocos minutos, los últimos, en su coche, antes de que se produjera el fin de una historia fugaz. De haber ocurrido así, luego a distancia ya no habría podido remediar nada. Mi Iglesia habría vencido sobre mí: quizás, en su infinita misericordia eclesial, incluso me habría perdonado la aventura, con la condición de que volviera sin vacilaciones al odio por mí mismo, por mi naturaleza.

Golmundo, en realidad, sospechaba que yo escondía algo. Ya el día anterior, en nuestro primer paseo por Barcelona (¡qué feliz me sentía al caminar con un hombre a la luz del sol, sin miedo!), me había planteado preguntas: “¿Por casualidad, no estarás casado con una mujer? ¿Tienes hijos?”. Yo le había respondido tranquilamente: “¡No!”. Pero no me había preguntado: “¿Por casualidad no serás cura?”.

Golmundo me había llevado a su sitio preferido de Barcelona: Santa María del Mar, una iglesia sumergida en una atmósfera de paz. ¡Increíble...! ¡Era mi primera cita seria con un hombre y él me llevaba a una iglesia! Una iglesia de ensueño, silenciosa y acogedora, ideal para una boda. Nos sentamos en los bancos, admirando las vigas del gótico catalán. Mi mano estaba en la suya. Lo amaba delante de mi Dios, sin vergüenza.

Y después de un día y una noche, nuestro encuentro llegaba a su fin. Pero el odio por mi naturaleza, el miedo y la mentira iban a enfrentarse con la simple verdad del amor entre dos hombres. Por un lado, me decía: “¡Borra este hecho, no existe!”. Pero otra voz me preguntaba: “¿Cómo que no existe? Está aquí”. Y él me abrazaba. Solo quedaban los últimos instantes de aquel viaje en coche. Ya no quería volver a la pesadilla de mi vida cotidiana beata y salvadora.

“Eduard, tengo que decirte una cosa: soy sacerdote”. Él se llama Eduard... Estallé en lágrimas, incapaz ya de contenerlas. Me estaba dando cuenta de que, hasta aquel momento, había sufrido la “muerte asistida” de una parte fundamental de mi personalidad, un trauma absurdo y gratuito, un violento homicidio de mi dignidad, fantásticamente orquestado por la Iglesia en los largos años en que había sido cura.

Me esperaba el vuelo a Roma. “Eduard, si tú aún me aceptases, quisiera llamarte”. Ya no podía volver a la católica “serenidad” del Evangelio, porque esta me imponía un odio ciego e irracional hacia mí mismo, hacia mi orientación sexual. Estaba enamorado. Soñaba lo que era coherente con mi naturaleza, con mi orientación sexual, mi ser más íntimo. Soñaba con la libertad. Con ser yo mismo. Soñaba con una nueva vida. ¿Imposible? ¡No! Posible. ¿No dicen los cristianos que nada es imposible para quien ama?

*Doctor en teología de la Universidad Gregoriana de Roma. Trabajó en la Santa Sede como oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe y secretario de la Comisión Teológica Internacional.

Por Krzysztof Charamsa

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