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Neneco, genio y figura en el humor

El integrante más risueño de Les Luthiers murió ayer en Buenos Aires. La capacidad de improvisación y el recurrente juego de palabras caracterizaron su rol dentro del reconocido grupo de instrumentos informales.

Juan Carlos Piedrahíta B.
22 de agosto de 2015 - 03:18 a. m.
Daniel Rabinovich participó en Les Luthiers desde su fundación. Cantaba los boleros, tocaba guitarra y violín, además de portar instrumentos no convencionales, como el calephone y el bass-pipe a vara. / EFE
Daniel Rabinovich participó en Les Luthiers desde su fundación. Cantaba los boleros, tocaba guitarra y violín, además de portar instrumentos no convencionales, como el calephone y el bass-pipe a vara. / EFE

Daniel Rabinovich fue la cereza en un suculento pastel humorístico y musical. Fue siempre la punta de lanza, el más simpático ante los ojos de los espectadores y sus gestos inocentes tenían como marco ideal su aspecto bonachón. La complicidad entre su voz, la figura al comienzo robusta y la genialidad de sus apuntes hicieron que fuera un punto de referencia dentro de la conformación del grupo de instrumentos informales Les Luthiers.

Este colectivo, en realidad, nunca ha tenido pieza mala, ni un elemento disonante. Cada integrante tiene su rol bien asimilado y ese poderío individual incuestionable arroja un resultado casi obvio: una intachable propuesta colectiva multiplicada por las horas de estudio de grabación y las extensas jornadas sobre los escenarios de, por lo menos, todos los países de habla hispana.

Les Luthiers, en un comienzo como septeto, luego como sexteto y por mucho tiempo respondiendo al formato de quinteto, empezó a explorar la fusión entre la música y el humor el 4 de septiembre de 1967. Desde entonces, cuando los sketchs tenían todavía un fuerte contenido de manifestaciones histriónicas, como caídas y golpes entre unos y otros, Rabinovich desempeñó un papel fundamental. Él era el buenazo al que los demás tomaban como burla.

La inteligencia de Daniel Rabinovich, quien nació el 18 de noviembre de 1943 en Buenos Aires (Argentina), consistió en sacarle provecho a esa característica. Todo lo que suscitaban su imagen, su voz y su comportamiento lo convertía en una fortaleza. Lo importante no era lo que ocurría en su entorno sino lo que él lograba crear a partir de eso. Más de una vez sacó a sus mismos compañeros del libreto y sus apuntes espontáneos se volvían, por obligación y por solicitud expresa del público, parte de la rutina.

Muchos fueron los apuntes soberbios de Rabinovich sobre las tablas. Sacaba comentarios inteligentes de la manga de su esmoquin con la misma facilidad con la que producía hilaridad cuando se sumaba a una coreografía exigente tocando tuba. Iba y venía sobre el escenario, saltaba, gritaba, interactuaba, con la convicción de que siempre iba a hacer algo más. Lo más sorprendente de todo es que el notario de profesión (o escribano público como se le denomina en su país) jamás dejó de llamar la atención.

En la Cantata de Don Rodrigo Díaz de Carrera, de sus hazañas en tierras de Indias, de los singulares acontecimientos en los que se vio envuelto, y de cómo se desenvolvió, por ejemplo, realiza una interacción única con los instrumentos de percusión para después inventarse un dialecto en el que priman expresiones como guana, achicory, samanga, alamete y sapatalaca. La situación es tan inesperada que Marcos Mundstock, quien hace las veces de narrador, y Ernesto Acher (quien se separó del grupo para adelantar propuestas individuales), en el rol de Don Rodrigo Díaz de Carreras, deben taparse la boca para no torpedear más el desarrollo normal de la pieza. El resultado es una muestra genuina del vínculo entre la música y el humor.

Pero así como Daniel Rabinovich sabía darle cuerda a su capacidad para improvisar, también tenía la gran facultad de mostrar su faceta más tierna sin ningún asumo de vergüenza. La inocencia la explora en fragmentos tan difundidos como La gallinita dijo eureka y La hija de Escipión. Sin embargo, es en el bolero Lluvia en donde logra exhibir su conexión directa con el género romántico. Allí, con una afinación digna de un cantante de primera, dice: “humedéceme, salpícame, rocíame, riégame, chorréame, nebulízame, vaporízame, escúpeme... mas no me dejes (lluvia linda, nena, chiquita)... sin ti”.

En las rutinas más recientes del grupo de instrumentos informales Les Luthiers, las dinámicas cambiaron. Sus integrantes crearon un hilo conductor con el que iban guiando la aparición de los sketchs. Un programa de radio, la charla involuntaria entre un par de comisionistas políticos y una sesión en el psiquiatra fueron algunos de los pretextos más recientes con los que el colectivo planteó sus espectáculos de factura más contemporánea.

En estas rutinas, Daniel Rabinovich también tuvo un papel determinante. Él personificó a Ramírez, así a secas, un locutor y presentador de televisión que a la postre resulta siendo el hijo no reconocido del compositor ficticio Johann Sebastian Mastropiero, una de las piezas angulares sobre las que reposa buena parte de la genialidad musical y lingüística de Les Luthiers.

Rabinovich nunca dejó de lado sus lecturas mal leídas, sus palabras inventadas y sus juegos simbólicos al momento de enfrentarse al personaje de Ramírez. Su cómplice de charla es Marcos Mundstock (Murena), quien abandona el rol tradicional del locutor con su libreto para asumir un diálogo profundo y vivaz. Es, como dice un fragmento clásico del grupo: “Bien, doctor, me alegro que esté aquí, así podemos compartir esta breve disertación, y esto deja de ser un simple monólogo para convertirse en un... biólogo”.

La semana pasada, Carlos Núñez Cortés sorprendió a los seguidores de Les Luthiers al decir que tenía pensado abandonar el grupo el 4 de septiembre de 2017 porque ya se sentía cansado y enfermo. Rabinovich, mientras tanto, se recuperaba de las afecciones cardíacas que le impidieron participar en las giras más recientes del colectivo. Sus dos sustitutos, “Tato” Turano o Martín O’Connor, tuvieron el chance de brillar pero todos, incluidos ellos, siempre supieron que un show sin el titular jamás será igual.

Daniel Rabinovich, a quien sus amigos entrañables llamaban Neneco, murió ayer en Buenos Aires a los 71 años. Ese corazón generoso que divirtió a Iberoamérica durante casi medio siglo no resistió más y se fue sin confirmar el éxito de Viejos hazmerreíres. Neneco será genio y figura hasta la sepultura y más allá.

Por Juan Carlos Piedrahíta B.

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