'Los honores tienen un peligro'

El ganador del Premio a la Excelencia Periodística Gabriel García Márquez le contó a El Espectador cómo hace 54 años el impedimento para oficiar un matrimonio lo llevó de sacerdote a periodista.

Nelson Fredy Padilla
01 de octubre de 2014 - 11:29 p. m.
El periodista y consultor ético Javier Darío Restrepo. / Archivo - El Espectador
El periodista y consultor ético Javier Darío Restrepo. / Archivo - El Espectador

¿Cómo recuerda el momento en que hace transición entre la vida religiosa y la de periodista?

La decisión llega en un momento en que la curia de Bogotá rechaza una solicitud que yo había hecho pasa casar a un par de universitarios de la Nacional. Tenía mucha ilusión de unirlos, eran muchachos que habían seguido lo que yo decía por radio y me habían pedido como un gran favor que los casara. Entonces algunos burócratas de la iglesia dicen: ‘como usted está más activo en materias de periodismo que en materia pastoral no vemos por qué razón le vamos a dar esa licencia, por tanto olvídelo’. Eso para mí fue la gota que rebosó todo y me obligó a pensar: ‘estos señores tienen la razón, yo estoy jugando más en la cancha del periodismo que en la de la religión y es hora de decidir, porque nadie puede pasarse la vida jugando en dos canchas al tiempo. Decidí que me dedicaría completamente a la actividad periodística y es una decisión de la que nunca me he arrepentido.

¿Cuál es el primer trabajo de campo en el que ejerce la reportería?

En ese momento ya tenía una columna en El Tiempo que se llamaba “Crónica razonada”, título tomado de Le Monde, donde imperaba la “crónica razonada”. Eran esos tiempos de transición entre la noticia escueta y otros géneros narrativos. Luego viene el acercamiento a Roberto García Peña que me acogió casi como si fuera mi padre y me estimuló mucho. Al tiempo comencé a hacer televisión con Alfonso Castellanos quien fue el que primero que me dio los rudimentos del periodismo de televisión. Hablo de los años 60 y comienzos de los 70. Empecé haciendo el programa de crónicas “Nosotros somos Colombia”. Viajábamos por todo el país para contar, por ejemplo, cómo iba la minería, los puertos. Ese programa obtuvo un premio Nemqueteba, el más importante que se daba entonces. Fue muy interesante para mí como inicio, toda una revelación en imagen.

¿Cómo afectan esos años trascendentales a un exsacerdote, pleno auge de la Teología de la Liberación y de movimientos revolucionarios versus la necesidad de informar?

Es que cuando yo llegué a Bogotá lo hice para dirigir una revista de la pastoral social, Caritas Colombiana, y era dedicada a temas sociales. Allí incluso figura una entrevista mía a Camilo Torres porque en aquellos momentos el presidente Guillermo León Valencia había dicho públicamente que había unos sacerdotes comunistas y eso ocasionó un escándalo muy grande. Yo sabía que lo decía particularmente por Camilo y me llamó la atención la tranquilidad, casi la frialdad, con que él analizó el tema de una derecha que se asusta por todo, porque tiene una cantidad de inseguridades interiores y las refleja dando calificativos y condenando ante la opinión pública a quienes pensaban distinto. Me causó admiración la forma analítica, seria, serena con que Camilo respondió. Luego fui de los que difundieron con mayor entusiasmo en la revista La Obra, que era la que yo dirigía, el pensamiento de un obispo brasileño que en ese momento fue llamado el obispo rojo, Elder Cámara. Fue muy importante en los tiempos del Concilio Vaticano II porque reunió a un grupo de obispos de todos los continentes que estaban sintonizados con su pensamiento. Ellos hicieron un manifiesto dentro del Concilio en que se comprometían a cosas como la pobreza debida. Todos los temas que ahora llaman la atención dichos por el papa Francisco se dijeron en ese tiempo, lo que pasa es que el Concilio terminó y muchas de sus conclusiones fueron guardadas en las sacristías con los candados necesarios porque no había voluntad de poner en ejecución eso. Lo recuerdo bien porque yo fui el que difundí en Colombia lo que ocurría en Roma a través de Caracol y de mis columnas. Por eso llegó un momento en que me cerraron la revista. Esa fue la otra gota que colmó el recipiente que ya estaba suficientemente lleno.

¿Cómo hace el retiro formal de la vida religiosa?

Yo le consulto a un sacerdote, buen intelectual, Rafael Gómez Hoyos. Él me dice lo que tengo que hacer. Lo primero, una carta al papa Pablo VI. ¿Este pobre escribiéndole al papa? Sí. Una carta en la que explique cuáles son los motivos por los cuales va a pedir dispensa de sus deberes sacerdotales. Fue una ocasión formidable porque me obligó a preguntarme: ‘Javier Darío por qué estás en el periodismo y qué te aburre del sacerdocio’. Pasa el tiempo, había en la rota romana, el máximo tribunal de la iglesia, y un antiguo compañero de seminario que me averiguó y me dijo que mi caso ya había sido resuelto y enviado al cardenal Aníbal Muñoz Duque. Hablo con él, le tenía confianza porque le había hecho una entrevista, le conté que estaba en plan de estudiar televisión y no lo había hecho esperando la respuesta definitiva. Allá estaba encarpetado el escrito en el que me liberaban de todo compromiso pastoral y comienza mi vida de laico a plenitud.

¡Tan plena que hasta se casa!

Sí. Me atravieso en el camino de doña Glorita. Pero, atención, usted para casarse no puede hacerlo como todos los mortales, tiene que hacerlo fuera de Bogotá porque si lo hace en la ciudad causa un gran escándalo. Ese síndrome de la iglesia… Me tuve que casar en la iglesia de Sopó, protegido por ángeles y arcángeles de Vásquez de Arce y Ceballos. Ya escribía por todo lado, hacía radio y hacía televisión.

¿Cuánto lo afectó saber que Camilo Torres ya estaba en la guerrilla del Eln?

En ese momento yo era el fundador responsable de la primera oficina de prensa que tenía el arzobispado de Bogotá, por mandato del cardenal Luis Concha. Y esa noticia me llegó a mí, porque se la comunicaron al cardenal, no recuerdo si por vía eclesial o del Ejército, y yo se la pasé a los medios. Ese día temblaron los muros de mi modesta oficina como después con la noticia de su muerte.

Su primera gran chiva que se cruza con su interés por contar cuál era el conflicto que originaba todo. ¿Cierto?

Sí, fue una gran chiva. Fue un proceso gradual y muy sereno, porque en razón a la temática que yo manejaba en la revista estaba muy en contacto con la realidad social a través del Icodes, Instituto Colombiano de Desarrollo, que dirigía mi colega sacerdote y sociólogo Gustavo Pérez, de las mismas universidades de Bélgica de donde había salido Camilo Torres. Por tanto eran uña y mugre. Esa investigación constante y esa publicación de los indicadores de desarrollo y pobreza del país yo la mantenía. Así me llegó toda la problemática de la violencia. No fue un momento especial sino el resultado de un proceso.

¿Su consolidación como periodista serio ocurre durante los 20 años que trabajó en el Noticiero 24 horas?

24 horas fue el resultado de un acuerdo para que los grandes líderes políticos tuvieran su noticiero. Ya había hecho televisión también con Alberto Dangond. Tenía un espacio semanal de crónica y me lo entregó. Durante ocho años yo hacía libretos, entrevistas, mal que bien editaba. Alberto hizo un contacto con la embajada gringa. Ellos nos ponían a disposición sus estudios y laboratorios de televisión. Cuando llegamos allí se asombraron de los ignorantes que éramos para manejar las imágenes y los sonidos y trajeron de Estados Unidos a uno de sus documentalistas. El hombre nos enseñó todos los rudimentos de manejo de imagen. Yo no tengo nada que agradecerles a los gringos con excepción de eso. En 24 horas me pensiono, me piden que siga haciendo algunos trabajos hasta que ya llegó un momento en que no quería estar en el noticiero, no tanto por el ajetreo sino por los cambios constantes de directores y directoras nombradas por conveniencias políticas, y yo soy incapaz de soportar eso. Empecé a hacer mis trabajos independientes hasta el sol de hoy.

Paralelamente va puliendo su gusto por la narrativa escrita, entre literatura, filosofía y periodismo, la base de la veintena de libros que ha escrito.

Es que cada investigación que hacía para los programas semanales era un cúmulo de experiencias tal que eso se fue represando y sentía necesidad de darle salida a esa experiencias y es cuando comienzo a escribir crónicas en la revista Vea, luego en Cromos, en El Tiempo, en El Nuevo Siglo. Viajé a muchas partes detrás de crónicas como los pacientes de José Gregorio Hernández o el zar de las esmeraldas.

Son las 45 que recopilaron en el libro ‘Con asombro de reportero’, pero ¿cómo mantener el equilibrio entre el autor de ‘Testigo de seis guerras’ y el novelista de ‘Edad de sangre’?

Es que llega un momento en que tengo tanto material, tantas experiencias que encuentro que la forma de expresión es la de la novela en el sentido de que no tengo que apegarme al rigor del cronista sino que puedo desplegar imaginación. Las experiencias que utilizo vienen tanto de los cubrimientos de guerras y de contemplar ese espectáculo en donde el heroísmo y la sordidez parecen darse la mano en la misma persona o en personas cercanas, como en las experiencias personales, las historias de familia; el abuelo que fue combatiente de la Guerra de los Mil Días, los relatos de la abuela sobre él, todos originarios de Jericó, Antioquia.

¿Historias como cuáles?

Un episodio muy vivo lo reproduzco en la primera novela, ‘Edad de sangre’, que es cuando el abuelo se vuela del cuartel y saltando las vallas de los patios de las casas va a dar al patio de la casa de la abuela en el momento en que ella estaba haciendo unos fritos. La abuela se asusta y él le dice: ‘no podía resistirme al deseo de venir a comer calados (plátanos)’. Le sirve, golpean a la puerta, la abuela se asusta, él le dice ‘vienen a buscarme, ve a ver y entretenlos un rato’; ella abre, entran y empiezan a pasar espadas por debajo de las camas, se van frustrados. Cierra y oye la risa de él, que se había escondido detrás de un armario y se había parado sobre las almohadas de reserva, cuando la espada llegó no lo tocó. Se come los últimos calados y sale saltando tapias. Lo mismo que el funeral del viejo. Ella tenía un baúl que cuando lo abría la habitación se llenaba del olor de la naftalina, sacaba una bandera en la que estaba el nombre del coronel Mateo Ramírez y ella sentía un gran orgullo porque fue la que cubrió el ataúd en el sepelio en la catedral. Y repetía: ‘lo enterraron con un toque de clarín’. Ahí es cuando se juntan lo real y la ficción para que la ficción legitime lo real y viceversa.

Siguió ‘Estoy vivo y libre’, la reconstrucción de la vida de los secuestrados en Colombia, y ahora va a publicar una tercera novela inspirada en Antonio Nariño.

Sí. Debe salir esta semana, se llama ‘El guardián del fuego’ (Intermedio Editores). No es una novela histórica pero tiene una parte que es rigurosamente historia, la historia de las cárceles de Antonio Nariño. La otra parte es la ficción y se enlazan a través de un periodista que tiene un compromiso que cumplir con una revista de circulación nacional muy importante que contrató con él la publicación de unos capítulos de la vida de Nariño porque se supone que ese es el año 200 de la Independencia.

¿Es una reivindicación de Nariño como referente histórico?

Sí, como defensor de la libertad. Por eso se llama ‘El guardián del fuego’, título que surge de un relato bellísimo que hay de unos indígenas de la Patagonia que tienen esta rarísima costumbre: son pescadores y en la mitad de las barcas siempre hay un fogón encendido. Misión de ellos: ese fogón debe mantenerse siempre ardiendo. No utilizan fósforos porque se supone que ese fuego fue heredado de su padres y abuelos, por eso los llaman guardianes del fuego.

Después de 54 años, ¿qué balance hace de la profesión periodística y de su transformación?

Al principio era lo infantil de la profesión, sacar la chiva, estar detrás de las noticias que podían ser más detonantes; ya después va madurando y van apareciendo los interrogantes de por qué informar, para qué informar y viene el descubrimiento del periodismo como un servicio a la sociedad. Antes era un servicio al medio y antes del servicio al medio un servicio para que uno pudiera comer; uno primero come de la profesión, luego sirve a la profesión y después sirve a la sociedad. Luego se da la circunstancia de que durante mucho tiempo fui profesor de filosofía y hay una parte que se llama ética, donde todo es abstracto, se lee a Sócrates contado por Platón y después por Aristóteles. Por los años 70 se constituyó un grupo de conferenciantes que íbamos de capital en capital actualizando a los periodistas y yo aparecía como el loquito que hablaba de ética. Yo tenía una conferencia muy erudita. Después de muchos años exhumé esos papeles y me daba vergüenza.

¿Aterrizó esas ideas a través del libro ‘Ética para periodistas’, escrito junto a María Teresa Herrán?

El aterrizaje había comenzado antes con un escándalo en el Círculo de Periodistas de Bogotá por la denuncia pública de reporteros que recibían dos sueldos, uno de su medio y otro del Senado de la República. Llegamos cargados de tigres todos. Unos decían: ‘cuál es el escándalo, ¿es que el periodista no tiene derecho a comer? Si los medios nos pagan sueldos de hambre’. Y los otros decíamos: ‘un momento, la credibilidad del gremio se está yendo al suelo’. Ahí se decidió hacer el primer código de ética. Siguió la comisión de ética y empezamos a estudiar casos. De ahí surgió ‘Ética para periodistas’.

Luego viene la conexión con la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, Gabriel García Márquez y ya completas 15 años siendo el guía de la ética.

En 1995 me escribió Jaime Abello pidiéndome una propuesta de talleres de ética. Les pareció interesante, convocaron el primer taller con periodistas de todo el continente y detrás de ese requerimiento siempre estaba Gabriel. Fue en una casa de la embajada española en Cartagena, estábamos con Gabriel en un rincón viendo entrar a los participantes y me dice: ‘ajá y cómo es la vaina’, porque a él le resultaba muy difícil que la ética sirviera como tema para un taller; el taller eminentemente práctico y la idea sobre la ética eminentemente abstracta. Le expliqué la metodología y es cuando concluyo diciéndole: ‘yo creo que hay una idea que tiene que quedar muy bien cimentada en la mente de esta gente: no se puede separar la ética de la técnica, un periodista técnico tiene que ser forzosamente ético y viceversa’. Ahí es cuando él me dice: ‘tan indisolubles como el zumbido y el moscardón’, que es la imagen que después utilizó ante la SIP.

¿Pero ustedes se conocieron antes?

Sí, cuando él se convirtió en cómplice mío para entrevistar a Fidel Castro estando yo en el Noticiero 24 Horas. La directora del Inderena, Margarita Botero, acababa de publicar un bello libro sobre los parques nacionales y la víspera de yo irme a Cuba a una conferencia sobre deuda externa, ella me comprometió a que le llevara un libro a Fidel Castro y otro a García Márquez. Estaba en mi adolescencia de la reportería y vi la oportunidad, no tanto de entrevistar a Gabriel como de entrevistar a Fidel. Gabriel estaba allá, le entregué el libro y le dije: ‘tengo que entregarle este a Fidel, cómo hago’. Él captó de inmediato que yo quería era la entrevista y se convirtió en mi apoyo. Me dijo: ‘mañana en el break de la media mañana yo estaré en el escenario junto a él, tú te vas con tu libro y si los guardaespaldas tratan de detenerte no les hagas caso que yo estaré atento a calmarlos’. Efectivamente, llegué con mi camarógrafo, me acerqué al escenario, un guarda se interpuso, Gabriel dice ‘él viene conmigo’, entramos, le entrego su libro a Fidel Castro y estamos en plena entrevista y Gabriel está en la línea visual interrumpiendo lo que el camarógrafo está grabando. Yo le digo: ‘Gabriel, por favor, a un lado’. Entendió y se retiró. En ese momento yo reconozco la adolescencia del periodista. No estaba tan feliz por hacer la entrevista sino por sentir que todos los colegas que estaban allá en las tribunas estaban que se mordían las uñas de la rabia de ver que era yo solo el que estaba allí. Puro síndrome de adolescente.

Ahora en la madurez de la profesión y de la vida, ¿qué significa recibir este premio, el legado que viene de García Márquez?

Los honores tienen un peligro y es como si se tratara de demonios que deben ser exorcizados. La vida va transcurriendo entre avideces; avidez de sexo, avidez de dinero, avidez de poder y cuando uno llega a viejo la avidez de honores, porque como es el tiempo en que se hace inventario, en ese balance la vida le queda debiendo a uno y entonces uno empieza a cobrarle a la vida. Y una forma de hacerlo es: reconózcanme. Y he descubierto que el exorcismo más efectivo es encontrarle sentido a esos honores y en este caso es claro: la Fundación tiene un mensaje que está dando: ‘miren periodistas de todo el continente la importancia que tiene la ética y la ética es lo único que nos puede salvar dentro de esta amenaza que representa la cultura digital, que está haciendo cerrar periódicos. Por qué. No es tanto por la competencia de lo digital, sino que nosotros no sabemos hacerle competencia a eso con un periodismo de calidad y el periodismo de calidad es imposible sin la guía de la ética. Y yo soy un simple testaferro de todos los periodistas ejemplares del continente, los que han mantenido su identidad a pesar de todos los halagos de la cultura, a pesar de todas las persecuciones y eso exorciza los demonios de la soberbia y el de perder contacto con la realidad.

El mayor reconocimiento es el del buen nombre, como decía Tomás Eloy Martínez, el único patrimonio del buen periodista.

Sí. Aquí estoy impresionado con la sinceridad de las felicitaciones de los colegas y de la gente. Ese es el verdadero premio, lo otro es lo protocolario.

Teniendo eso de referencia, ¿cómo quiere que lo recuerden cuando ya no esté?

Como un periodista de tiempo completo. Que se muere con la camiseta puesta.

Por Nelson Fredy Padilla

 

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