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La vida del pueblo bereber

Estuvimos en medio del desierto visitando a la comunidad Bereber que alojará a los participantes, en Playa Media.

Adriana Marín Urrego
27 de mayo de 2014 - 03:40 a. m.
Las mujeres bereberes son las encargadas del hogar. Ellas mandan en casa.  / Fotos: Diego Lurduy - Caracol Televisión (Ver galería)
Las mujeres bereberes son las encargadas del hogar. Ellas mandan en casa. / Fotos: Diego Lurduy - Caracol Televisión (Ver galería)

Era un tronco sin hojas lo que parecía quedar en ese lugar. Como si una gran ola de tierra se hubiera levantado, arrasando con todo, y solo hubiera quedado él, raquítico pero en pie, con un par de ramas tímidas sosteniéndose de lo que pensaban como su última esperanza. No había nada. Detrás de él se levantaban algunas pequeñas montañas de arena, que saltaban la una a la otra, en su amarillo pálido, y se extendían hasta donde lo permitiera el infinito.

Era una línea en el horizonte la que lo definía todo: la arena abajo y el cielo arriba, mutando sus colores. Empezaba mimetizándose con la tierra, en su palidez amarilla, e iba subiendo lento en sus tonos azulados mientras hacía el recorrido de vuelta hasta el pequeño árbol sin hojas. Y justo sobre él, como haciendo un juramento al sol, se hacía más brillante. Más puro. No había una sola nube en el cielo.

Cuidándose bien de guardar esa imagen como aquella de esas cosas que no deben olvidarse, se podía girar la cabeza para darse cuenta de nuevos elementos en medio de esa nada. Que no eran nuevos, claro. La estructura que se levantaba, que parecía construida ella misma de arena, debía de llevar en ese lugar del desierto millones de años, desde antes de que al tiempo lo nombraran tiempo. La puerta estaba cerrada. Era de una madera pesada, clara, que se confundía con el color arena de su fondo y tenía un letrero de metal, casi ocre, colgado a su lado derecho. Debía enunciar algún mensaje de bienvenida, ‘Alá los saluda’, tal vez, o de protección: ‘Alá guarda este hogar’.

Oraban, nos dijeron, por eso nos habían recibido de puertas cerradas. No se escuchaba ningún sonido desde afuera y, aunque el proceso de oración ya lo entendíamos bien —se lavaban primero, las manos, la nariz, la boca, el pelo, las orejas, las manos, los pies, y luego sí oraban al Dios del Corán—, daban ganas de buscar algún hueco entre las rocas de la estructura por donde se pudiera mirar. La prohibición y la espera en medio del desierto hacían pensar que algo oscuro estaba ocurriendo allá adentro y que nosotros nos lo estábamos perdiendo.

La puerta se abrió silenciosa mientras contemplábamos lejos, en el otro horizonte, la visión del Atlas, la única montaña capaz de defender su nieve en medio de tanto desierto. Y ahí parado, en el umbral, apareció entonces el que parecía ser el líder de esa comunidad bereber: un señor alto, de bigote despelucado y cara amable, vestido con un caftán rojo hasta el suelo y un sombrerito tejido, que dejaba al descubierto unas orejas de un tamaño tal que eran dignas de ser mencionadas en un cuento de hadas.

Estábamos frente al líder de uno de los pueblos más antiguos de África, que nos extendía su mano para saludarnos, y nosotros ni siquiera tuvimos la decencia de quitarnos el sombrero para hacerle una reverencia al peso de su historia. Nos limitamos a repetir el saludo en árabe que nos habían enseñado, “Assalamu alaikum”, sin saber aún que no nos estaba sirviendo de nada. Ellos no hablaban árabe, hablaban bereber. Y —nos dimos cuenta luego— ya sabían algunas palabras en español.

Una vez adentro, lo oscuro ya no fue oscuro nunca más. Los colores empezaron a pasar frente a nosotros, como ráfagas que buscaban abrazarnos, levantarnos y mirarnos de cerca. Los azules, verdes, rojos, naranjas, blancos, morados de los velos y los caftanes de los bereberes saltaron sobre nosotros a darnos la bienvenida. Entre ellos apareció una señora, ya entrada en años, que cargaba un niño en su espalda, sujeto con un pedazo de tela, y que movía sus brazos emocionada, sin dejar de hablar. Nos saludaba una y otra vez, queriendo mostrarnos su salón de té. Nos decía que pasáramos y nos pusiéramos cómodos que ya traerían comida para ofrecernos. Y luego que no, que nos mostraría el lugar, las habitaciones, la cocina, todo. Nosotros, por supuesto, no entendimos nada, pero la seguimos de todos modos.

Vivían en un gran patio cuadrado que se formaba por las paredes construidas en piedra. Parecía, más bien, que le hubieran puesto una cerca al desierto, con murallas, para protegerse, y se habían instalado ahí, a merced del cielo amplio, sin nubes que los protegieran del sol de las dos de la tarde. En el centro estaba su fuente de agua. Era una pequeña estructura de piedra que elevaba el líquido del centro de la tierra para que los niños bebieran y las mujeres pudieran cocinar el almuerzo, que ya humeaba sobre el fuego, al aire libre, en una gran olla de metal. La cocina estaba a dos o tres pasos de ella y se usaba, sobre todo, para guardar los platos de cerámica y las ollas de barro. En una de las esquinas estaba colgada una cuerda donde ponían la ropa a secar y en la esquina opuesta estaba un burro masticando las cebollas que le daban de comer. ¿Sería ese su medio de transporte?

Las habitaciones estaban metidas dentro de la muralla. No había camas. Eran tapetes y cojines para dormir. Y el comedor era una pequeña mesa redonda, rodeada también de cojines, para que la familia en pleno se sentara alrededor de ella y compartiera, con la mano, cualquier cosa que sus mujeres hubieran preparado para comer: pan en horno de leña, mantequilla, aceitunas y lo que se estuviera cocinando en esa olla afuera, cuyo humo se elevaba y se confundía con la arena que levantaban las camionetas del Desafío 2014, que empezaron a invadir ese desierto algunos meses atrás.

Habían decidido que ese lugar sería Playa Media. Allí irían los participantes del concurso a convivir con los bereberes. Ahí tendrían que trabajar con ellos, en el día a día, para ganarse el techo y el alimento. Tendrían que aprender a comunicarse, en señas, mientras intentaban entender bereber o mientras les enseñaban a ellos lo que significaban ciertas palabras en español. Tendrían que quedarse en silencio mientras ellos oraban o tendrían que acompañarlos a orar. Tendrían que entender que, para ellos, son las mujeres, ellas solas, las que se encargan del hogar. Los hombres se dedican a otras cosas. Tendrían que dormir sobre cojines, morirse del calor al mediodía y sufrir de los fríos eternos de las noches. Tendrían que armarse de paciencia, sobre todo, mientras intentaban entender una manera completamente distinta de vivir.

A nosotros nos sentaron en ese comedor y compartimos de las mismas aceitunas, del mismo pan y del mismo té de los que seguramente comerán los participantes mientras dure el desafío. Luego nos despedimos de los bereberes, con besos y abrazos que fueron y vinieron, y salimos de ahí dejando atrás la puerta de madera y el árbol solitario con sus dos ramas aferradas.

Ellos, los participantes, ahora tienen todo un concurso por delante para vivir dentro de esas murallas en medio del desierto. Para vivir con el árbol solitario, con la vista impecable, con el sabor a tierra. Para comerse sus prejuicios y aprender, desde otros ojos, a conocer esa cultura sin juzgarla. Será duro, seguramente. Para ellos. Para los bereberes. Pero en eso radica el desafío.

 

amarin@cromos.com.co

@adrianamarinu

Por Adriana Marín Urrego

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