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El paladar de Josep Roca

Es considerado uno de los mejores sumilleres del mundo, aunque él prefiere que lo llamen camarero de vinos, porque en casi 30 años de experiencia ha logrado intuir los deseos de los comensales de El Celler de Can Roca, en Girona, España.

Un chat con...
27 de noviembre de 2015 - 03:47 a. m.

El próximo año El Celler de Can Roca cumple 30 años. ¿Cuál ha sido el secreto para lograr tres estrellas Michelin y ser el mejor restaurante del mundo?

La fórmula tiene que ver con pasión, perseverancia y exigencia, con una búsqueda constante de excelencia. Hacerlo con noción de inocencia y sabiendo que aún tenemos mucho por aprender.

Empezaron muy jóvenes en la cocina tradicional catalana y con el paso del tiempo acogieron la cocina francesa.

Sí. Empezamos con una base de cocina tradicional, la cocina que habíamos heredado de nuestra madre y nuestra abuela, y cuando entramos en la Escuela de Hostelería de Girona asumimos también todos los libros de la cocina francesa como nuestros y nos sirvieron de base para cocinar distinto. Quisimos hacer un restaurante totalmente distinto para no estropear lo de ellos, para pensar que en ese restaurante nuestro podíamos investigar y avanzar con algo aprendido sobre todo en la comida francesa.

La tradición viene de sus padres, Montserrat Fontané y Josep Roca. ¿Qué conserva El Celler de Can Roca de esa generación?

Ellos siguen ahí con su cantina. Quedan el espíritu, los valores, elementos intangibles del esfuerzo y la perseverancia, la buena actitud y la generosidad, y queda el sabor. Si algo nos han inculcado desde casa es cocina con sabor en todo lo que hacemos.

Crecieron en la cocina.

Así es. Fue una sensación muy plácida para nosotros. Es verdad que era mucho trabajo para mis padres, que crecimos con nuestra abuela, con quien hacíamos muchas bromas. Ella murió un día que teníamos un “catering” con el presidente de Francia, España y Cataluña, y 15 ministros de cada lado, y a pesar de la desgracia que habíamos vivido tuvimos que continuar. Nos puso a pensar cómo conviven el sufrimiento y el dolor con el profesionalismo y la exigencia. Pero nadie muere con el pésame del presidente de Francia, España y Cataluña.

Por 12 años su papá mantuvo abierta la cantina todos los días. ¿Conservan ese hábito?

Él no sabía cerrar, le daba vergüenza cerrar, hasta que mi madre lo obligó a cerrar un día. Pero nosotros cerramos los domingos y los lunes, porque tenemos claro que la gente necesita vida. Pero aun así no le podemos dedicar mucho tiempo a la familia, porque le dedicamos más tiempo al restaurante.

Johan es muy reflexivo, Jordi arriesgado, y usted es más sensible y sosegado. Personalidades muy distintas. ¿Cómo han logrado compenetrarse?

Es verdad que somos diferentes. Tenemos tres aficiones distintas, aunque muy paralelas en el mismo oficio y que se complementan absolutamente, y probablemente la generosidad es algo que tiene que ver con la posibilidad de trazar esos lazos en los que la cocina dulce y la salada se encuentran, o la cocina al vino también la acompaña, y en definitiva tres mundos que se unen de manera fraternal y que nos permiten tener una cierta complejidad que hace sumar mucho más empaque a lo que es una propuesta de gastronomía.

¿Siempre se mantiene calmado y habla pausado?

No hay momentos de aceleración. En la cocina normalmente hay control, rigor, presión, exigencia, tensión, pero todo funciona, y si algo no fluye es que no está bien organizado. Pero apostamos por la buena organización para que cada uno de los cocineros tenga clara su responsabilidad y que suene como una sinfonía fantástica. En ese sentido, no hay gritos.

¿Cómo se comunican?

Hay algunos gestos verbales y otros no verbales que hacen que todo el mundo sepa lo que se debe estar haciendo. En un servicio pueden pasar muchas cosas, porque son 1.400 platos. Tenemos un argot que es universal.

¿Qué les ha aprendido a sus hermanos?

De Joan, probablemente la perseverancia, el rigor, la estética, el buen gusto, la intelectualidad vinculada a la cocina. Y de Jordi, los valores de inocencia, de divertimento, de genialidad, de atrevimiento, del juego.

¿El trabajo les da tiempo de sentarse a la mesa para comer y hablar?

Solemos encontrarnos comiendo de pie en la cocina de nuestra madre. Allí solemos hacer los consejos de administración.

Sus dos hermanos se dedicaron a la cocina. ¿Por qué tomó el camino de los vinos?

Porque me gustaba el contacto con la gente. Siempre estaba afuera, en el bar, porque en la cocina me hacían pelar patatas y cebollas. De manera que me iba al bar y allí me sentaba a leer el periódico y a bromear con la gente de Madrid, porque soy del Barça y me la pasaba muy divertido.

Ha mencionado que no le gusta que lo llamen sumiller, sino camarero, la conexión entre la cocina y el cliente.

Sí. Uno de los atractivos de mi oficio es la posibilidad de comprender qué hay detrás de cada persona y detrás de cada momento en el restaurante, a nivel de la psicología aplicada al cliente en fracciones de segundos para conocer y comprender lo que hay allí. Es un momento de intentar buscar que la cocina seduzca, y en todo caso una oportunidad para escuchar al cliente, que necesita ser escuchado, y poder cuidarlo. Casi como un director de orquesta.

¿Cuáles son los atributos que debe tener un buen camarero?

Saber escuchar, saber cuidar y comprender, y de alguna manera hacerlo desde la discreción, desde la empatía y la insinuación, pensando en que eres el puente entre el comensal y el cocinero. Eres el mejor embajador de la cocina, pero también del cliente, para que la cocina también comprenda que no sólo es una cocina, sino también el reflejo de lo que la gente puede consumir.

¿Y buena memoria?

Es difícil ejercitarla. Ahora estamos haciendo un curso de percepción sensorial para el equipo, con especialistas, pero la memoria es algo complejo.

¿Y cómo se llega a ser un buen catador de vino?

Estando atento a la percepción, buscando concentración en cada degustación, y buscando luego parámetros de aprendizaje, de entrenamiento. Pero sobre todo estar atento y comprender que el vino tiene unos parámetros tangibles, concretos, físicos, analíticos, de correspondencias aromáticas, y que luego tiene un planteamiento de pensamiento, de por qué servimos de esa manera.

¿Qué vinos le gustan?

Los vinos que tengan versatilidad, que sean un abanico abierto. En este caso me gustan mucho los vinos de Jerez, los priorato, los borgoñas, aunque no renuncio a probar otro tipo de vinos. La verdad, tengo una obsesión por aprender sobre vinos.

Y si fuera un vino, ¿de qué tipo sería?

Un cariñena de Priorato. Un vino rústico, de raíz, introspectivo, y que tiene capacidad para competir, pero, en definitiva, también una cierta imperfección auténtica.

¿Han adoptado algunos platos colombianos en El Celler de Can Roca?

Estamos haciendo un patacón con maíz y cochinillo, y lo tenemos como aperitivo. También las arepas de queso, las empanadas, con el coco.

Los chefs más jóvenes admiran al Can Roca. ¿Usted a quién admira?

A mis hermanos (risas). La verdad es que no se me ocurre a quién.

Finalmente, ¿cuáles son los próximos proyectos?

Seguimos trabajando en lo que llamamos Tierra Animada, en la que cultivamos y recolectamos especies botánicas. Hemos incorporado otro que se llama Espíritu Roca, que es sacar el alma de los productos y hacer destilación y alquimia para obtener aguardientes y perfumes; llevamos ya unos 15 elaborados. El mes que viene presentamos un libro que es un tributo dedicado a la experiencia del año pasado por Colombia, México y Perú. Hemos tenido la suerte de hacer un documental, “Cooking Up a Tribute”.

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