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Sembrando sostenibilidad en la urbe

La agricultura urbana se ha convertido en una oportunidad para que los ciudadanos cultiven alimentos sanos y orgánicos en sus propias casas.

Javier Gonzalez Penagos
28 de marzo de 2015 - 03:41 a. m.
Óscar Pérez / Óscar Pérez
Óscar Pérez / Óscar Pérez

Bien sea por las oportunidades que ofrece la ciudad, por el anhelo de alcanzar un mayor bienestar económico e incluso, por el desplazamiento forzado que se deriva del conflicto, el campesinado colombiano ha encontrado en las grandes urbes escenarios para impulsar su desarrollo y en esa medida, la agricultura urbana emerge como una dinámica que no solo contribuye a su soberanía alimentaria, sino que les permite obtener ingresos y acceder fácilmente a productos frescos y saludables.

No se trata de un fenómeno nuevo y por el contrario, ha hecho parte de las tradiciones y prácticas de quienes se asientan en la ciudad tras emigrar del campo. Sin embargo, en Bogotá la agricultura urbana ha alcanzado espacios cada vez más amplios y públicos más diversos, tanto que ya es frecuente encontrar parcelas domésticas en exclusivos sectores o en ambientes tan hostiles para un cultivo como un decimoprimer piso.

Es el caso de la huerta que custodia desde hace tres años el mayor de la Policía Félix Andrés Vera en la terraza del edificio donde funciona la Caja de Sueldos de Retiro de la institución, en pleno centro de la capital.

Se trata de un terreno de 200 metros cuadrados que por décadas permaneció aislado y desolado, pero que el uniformado acondicionó no solo para mejorar la calidad de vida de los policías retirados que integran la Caja, sino para impactar positivamente al deteriorado ambiente de la ciudad.

Con la asistencia del Jardín Botánico de Bogotá –que lidera desde hace 10 años un programa de agricultura urbana en 19 de las 20 localidades de la ciudad y que ha capacitado a más de 60.000 personas en esa disciplina– el mayor Vera organizó una estructurada huerta en la que ha logrado cultivar 20 variedades de hortalizas, cuatro de frutas y cinco especies de aromáticas.

“En la primera fase del proyecto empleamos llantas que hacían las veces de soporte y maceta. Posteriormente, usamos cajas de icopor y ahora le apostamos a las botellas”, sostiene el mayor Vera, orgulloso de los resultados que ha alcanzado al integrar el reciclaje y la agricultura en un mismo entorno: “uno piensa que es difícil, pero solo se necesita un poco de dedicación y voluntad. No es un proyecto costoso, tanto que hasta la equinaza (abono orgánico) la obtenemos de los caballos de la Escuela General Santander”, agrega el uniformado.

Los alimentos que recogen en el edificio son distribuidos entre todos los funcionarios y policías, y hasta emplean las aromáticas que se dan en la huerta para preparar bebidas que ofrecen a los visitantes y trabajadores; sin embargo, el mayor Vera reconoce que en un primer momento, el clima adverso que se presenta en el piso 11 del edificio –por cuenta de las heladas y la presencia constante de las lluvias– dificultó el crecimiento de algunas hortalizas.

“Al principio el proceso era muy lento, pero ahora las plantas son más resistentes y hasta se habituaron al frío (…) hoy por hoy obtenemos productos sanos, limpios y saludables, orientados a mejorar la vida de las personas”, precisa el uniformado, quien anhela replicar su experiencia en las familias de los funcionarios y en las terrazas de los edificios que se encuentran en inmediaciones a la estructura.

Experiencias similares se repiten en entornos como el de las abuelas que conforman el Hogar Amor y Servicio (Amyser) en el norte de la ciudad, donde un grupo de mujeres de la tercera edad se organizaron para aprovechar los 25 metros cuadrados de un modesto patio de donde no solo cosechan lechugas, zanahorias o cilantro, sino que también alcanza para darles felicidad y plenitud.

“Aquí se da de todo. La huerta se ha convertido en un espacio que nos traslada a nuestra infancia y en el que participan las 26 abuelas que conforman el hogar (…) Cuando por ejemplo hay que recoger las arvejas me traigo a dos y si hay que sembrar todas están dispuestas a ayudar”, explica Sofía Angulo quien desde hace 35 años es voluntaria en la institución.

“Yo vi ese terreno ahí sin nada y pensé que para ellas podría ser importante contar con un espacio dedicado al cuidado, pero especialmente donde pudieran dar todo ese amor y dedicación que nos ofrecen (…) hace dos años se me ocurrió llamar al Jardín Botánico y pese a que era un entorno pequeño, nos brindaron toda la asistencia y el acompañamiento para comenzar a sembrar cariño”, asegura Sofía Angulo.

 

jgonzalez@elespectador.com

Por Javier Gonzalez Penagos

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