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De rabos y volteretas

Enrique Ponce, primer torero en treinta años que se llevó un rabo en Iñaquito. El anterior fue para el Niño de la Capea.

Alfredo Molano Bravo
11 de diciembre de 2010 - 04:45 a. m.


Vine a Quito a ver los toros. No es fácil ver los toros. A los espectadores les pasa lo que a los toros: los engatusa el torero. Hay que hacer un esfuerzo para entender de qué se trata eso de casta, nobleza, y trapío. Los conocedores les miran la cornamenta, el hocico, el pelo, las pezuñas, la cola, los ojos, y saben, unos minutos después de que el animal sale al ruedo, a qué atenerse. Por supuesto yo apenas miro deslumbrado. Y salgo de la plaza con un recuerdo que se apaga poco a poco y a la vez con la sensación de haber percibido algunas vislumbres que permanecerán por mucho tiempo. Asistí a media feria de Jesús del Gran Poder y en este lapso sucedió todo: orejas, cogidas, rabo, conferencias; toreros que se arriman, toreros que huyen pasito atrás, toreros enigmáticos; un toro indultado y otro descabellado en el desolladero. Hasta donde vi, los encierros tenían buena presencia, pero fueron faltos de esa fuerza y de patas flojas y hasta quebradizas.

Toros negros, algún cárdeno, otro colorado, un jabonero. Las ganaderías del Ecuador son en su mayoría de encaste Domecq en varias de sus vertientes, entre ellas Jandilla, y por tanto bien hechos. El mejor fue el novillo toro que le tocó a Ponce. Demasiado joven para un maestro de su talla; tenía cara de niño y las verijas no le acababan de bajar. Pero acudía con rapidez, fijeza, y el torero le hizo bajar la cabeza con sabiduría. Ponce es, ante todo, una figura: 2.000 paseíllos sobre los hombros y 4.000 toros en las muñecas. Toreando, una estampa. Lances perfectos. No les sobra ni les falta un movimiento a su capa ni a su cuerpo. Templa, acompasa, manda. Seduce al toro, no lo engaña. Parecería que el animal olvida que su vida está en juego. A Gitano, de 450 kilos, lo remató con una media verónica ajustadísima. Definitiva. Con la muleta Ponce es perfecto. Tan perfecto que nadie se dio cuenta de que la puso —la suele poner— en diagonalita y que toreó imperceptiblemente por fuera. Toreó, claro, si torear es templar. Alargó con el pico y con el cuerpo hasta tocar el infinito. Hizo tres pases de su repertorio personal —las ponceñas— que se aplaudieron y se aplaudieron y se aplaudieron. En naturales, cargó la suerte y no le dejó dudas al torito. La espada, fulminante, me recordó que se mata con la izquierda. Gitano lo miró como reprochándole: me mataste. Alargó la faena sin necesidad —30 minutos—; quizás ni se dio cuenta por estar como estaba, entregado. La presidencia le dio las dos orejas y también el rabo. Hacía 30 años que en Iñaquito no se premiaba con rabo; el anterior se lo llevó el Niño de la Capea.

Al día siguiente conocí a otro Ponce en una conferencia organizada por la Orden de Bienvenida. Llegó tarde. Se sentó aplaudido. Los entendidos le echaron flores: torero de época, torero sin mácula, torero, torero. Ponce se peinó las cejas con los dedos, se arregló los puños de la camisa y se ajustó la corbata. Estaba nervioso. Más nervioso que en la plaza. No le falta razón, los auditorios son comprometedores. Dijo cosas sabidas, que el toreo es un arte total. Después de una pausa y de un sorbo de agua, habló de él. “Hay alguien en mí, otro, que sabe qué debo hacer frente a un toro, que me dice dónde ponerme para citarlo, cómo llevarlo siempre con su permiso y a su favor. Entonces —remató— aparece el sentimiento”.

Vi a un Castella desganado. No fue el mismo de la feria pasada, alegre, ganoso, decidido. Pareciera que ya se siente gozar de su bien ganada fama. Es un torero hecho. Pasa al toro desde donde lo cita, y lo lleva prendidito a los pliegues, con viento o sin viento. Me llenó de gozo el silencio con que se miraron toro y torero después de un fenomenal pase de pecho. No echa el pie atrás y por eso Geniecillo, un veleto de 517 kilos, lo enganchó y lo alzó como si el francés fuera de trapo. A Rafaelillo, un malagueño que suele torear las reses bravas que no quieren las figuras, también lo enganchó un toro, pero por el músculo de la pierna derecha. Al levantarse después de tres arriesgados pases de muleta, rodilla en tierra, le perdió el ojo al Santa Coloma: pasaporte para la clínica. Confirmaba su alternativa en Iñaquito. También a Samper, el niño consentido de la plaza, lo levanta un toro por el aire y al caer queda por un instante acaballado sobre la penca del animal. Samper había logrado un par de navarras bien dibujadas. De resto, nada. Desde los tendidos se oyó un ¡ponle sentimiento, Samper! Cayetano Rivera tampoco hizo nada, pero cobra diez veces más. Hijo de Paquirri, nieto de Antonio Ordóñez, biznieto de Cayetano Ordóñez, sobrino de Luis Miguel Dominguín y de Curro Vázquez, es la evidencia misma de que los toreros se hacen y que la sangre torera no existe. Está de moda y es de modas; lo ha vestido Giorgio Armani con trajes bordados con hilos de plata y cristales de Swarovski. Entró al ruedo Iñaquito desganado y desdeñoso, hizo un par de lances vistosos, un natural ajustado y a cobrar.

A Morante de la Puebla, Ponce se la dejó difícil después del rabo y del par de orejas. El público, con un silencio solemne de esos que se sienten caer sobre el ruedo, lo comprometió aún más. Es un torero de circunstancia. Se da cuando todo se le da. Si no, nada da. Poco le importa lo que la gente diga, opine o pite. Pero las tres verónicas marcadas, ceñidas, bajando la mano, cargando la suerte que hizo en las arenas de Quito, valen por lo que no hizo el resto de sus faenas. Ponce tendrá más arte, pero nunca más sentimiento que Morante. Es un gitano hondo.

Curro Rodríguez, ecuatoriano, también recibía su alternativa. Buen banderillero, puso un par al violín contra las tablas. Ni la suerte le ayudó con la espada.

Hubo también caballos. Bellos, briosos, alegres, elegantes y un buen jinete, Andy Cartagena, con toros afeitados hasta la pala. Uno de ellos era fiero con los de a pie e indiferente con los caballos. No se inmutaba, los miraba como a sus amigos de siempre. Caracol fue un torito extraño y noble.

 

Por Alfredo Molano Bravo

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