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Ética de los toros

En Cataluña, España, estudian una  iniciativa que pretende  darle una estocada a  las corridas.

Javier Cercas(*) / Especial de El País de España
30 de enero de 2010 - 02:31 a. m.

Las líneas que siguen sólo aspiran a ser una contribución a la campaña en contra de que se supriman en Cataluña las corridas de toros, amenazadas de muerte desde que el 18 de diciembre pasado el Parlamento admitió el trámite de una iniciativa que propone terminar con ellas. Antes que nada, advertiré que no soy aficionado a los toros y que lo único que sé de la fiesta se lo debo a mi padre, veterinario y taurino; a los tres o cuatro libros que he leído sobre el tema y a las tres corridas que he presenciado en directo. También diré que no entiendo que la línea principal de defensa de los taurinos ante la amenaza a la fiesta haya sido la apelación a la libertad y que tantos de ellos hayan proclamado: “Yo no soy partidario de prohibir nada”. Vaya, pues yo sí: desde el asesinato hasta el fraude fiscal, se me ocurren muchísimas cosas que prohibir, porque la civilización consiste antes en prohibir que en tolerar, y no creo que la existencia de las corridas tenga mucho que ver con la libertad. Última advertencia: en los días previos a la admisión a trámite de la moción antitaurina me sorprendió la escasa beligerancia de los aficionados en favor de los toros.

En un artículo imprescindible (“La última corrida”, El País, 2-5-2004), Vargas Llosa propone una razón más convincente para la habitual pasividad de los taurinos ante las amenazas a la lidia: una mala conciencia que se explica porque “nadie que no sea un obtuso o un fanático puede negar que la fiesta de los toros” es un espectáculo “impregnado de violencia y crueldad”.

Este hecho notorio me parece un prólogo obligado a la defensa de la corrida. A mi juicio, hay al menos dos tipos de razones que explican su crisis y amenazan su perduración: razones éticas y razones estéticas; hay quien aduce también razones ecológicas, pero éstas carecen de fundamento: como se sabe, sin las corridas el toro de lidia desaparecería. Aunque no suelen discutirse, las razones estéticas no me parecen banales. Yo no sé si el toreo es un arte, pero basta ver a José Tomás, solo e inmóvil en el centro del ruedo mientras lleva y trae a su antojo a un animal salvaje de 500 kilos con la única ayuda de su capa, para comprender que si no es un arte, se parece tanto al arte que es muy difícil distinguirlo de él; también para admitir que quizá es un arte demasiado serio para nuestro tiempo: nos guste o no, nuestro tiempo propende al arte intrascendente, al arte como diversión y entretenimiento, a un arte lúdico que desprecia o no entiende un arte que también es un juego, pero un juego en el que uno se lo juega todo, porque en él están en juego la vida y la muerte.

Las razones de orden ético son más evidentes. Vargas Llosa apela para discutirlas a Elizabeth Costello, una novela de J. M. Coetzee que es la más lúcida, radical y conmovedora defensa de los derechos de los animales que conozco: baste decir que para la protagonista —deliberada portavoz del autor— cualquier muerte de un animal es un crimen, y que los mataderos donde sacrificamos a diario miles de animales son equivalentes a los hornos crematorios nazis; la admirable intransigencia de Costello le permite a Vargas Llosa concluir que “si se trata de poner punto final a la violencia que los seres humanos infligen al mundo animal (...), habrá que hacerlo de manera definitiva e integral”, no suprimiendo farisaicamente el sacrificio público de los toros y permitiendo que perduren las infinitas y secretas formas de tortura y muerte que padecen los animales. Tiene razón; pero hay más. Porque Vargas Llosa no cita u olvida que la mismísima Costello hace una suerte de defensa de la corrida; traduzco: “Matemos a la bestia a toda costa, dicen; pero hagamos de ello una contienda, un ritual, y honremos a nuestro antagonista por su fuerza y bravura. Comámonoslo también, tras haberlo vencido, para que su fuerza y su coraje nos penetren. Mirémosle a los ojos antes de matarlo, y démosle luego las gracias. Cantemos canciones sobre él. (...) A esto podemos llamarlo primitivismo. Es fácil criticar esta actitud, burlarse de ella. (...) Pero, hechas las sumas y las restas, desde el punto de vista ético hay en ella algo atractivo”. ¿Qué es ese algo? La propia Costello lo insinúa: matamos al toro como a miles de animales, pero al menos al toro no lo matamos de forma abyecta después de haberle obligado a llevar una vida abyecta, sino que lo honramos antes de matarlo y después de haberle permitido vivir gozosamente y morir noblemente, peleando. A mí me gustaría que antes de votar el fin o la continuidad de los toros, los parlamentarios catalanes recordasen las razones de Elizabeth Costello.

(*)Escritor y traductor español, autor de Soldados de  Anatomía de un instante (Mondadori, 2009).

Por Javier Cercas(*) / Especial de El País de España

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