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Domingo 29

Crónica de la tercera corrida de abono en Bogotá.

Alfredo Molano Bravo
31 de enero de 2012 - 01:20 a. m.

No fue exactamente una corrida para la memoria la del domingo en la Santamaría. Todo estaba dado: cartel, encierro, clima y boletos agotados. No se dio. Y no fue de aquellas decepcionantes. No. Fue pasable, como pasaron los toros. Pasaban. No fue tampoco una tarde de abulia. Hubo cosas importantes: el pitón izquierdo de Malbec, segundo toro de Ramsés; las chicuelinas y la media verónica de Luque a su primero, Gavilán; el toreo sin hierros que hizo Hermoso de Mendoza a su segundo.

Lleno completo. También en los palcos de aficionados que viven en las Torres de Salmona y que no faltan a las corridas. Y tienen razón, no sólo por el espectáculo, sino porque temen que de un día para otro se prohíban los toros y les toque soportar espectáculos de vida y de amor como una presentación de Darío Gómez o Vicente Fernández y no por sus canciones o su estilo, que les pueden o no gustar, sino por el altísimo volumen con que suelen hacerse esos eventos. Salomón Kalmanovitz, mi amigo, debe estar arrepentido de haber escrito sobre los toreros muertos, porque le van a tocar espectáculos en vivo y frente a su ventana.

El encierro de Juan Bernardo Caycedo prometía. En corrales eran bichos bien hechos y que, como todos los toros de lidia, muestran una bella serenidad cuando se miran desde lejos. En Medellín el sábado dieron buen juego y siendo los de Bogotá de la misma camada, pues había fe en ellos. A Ramsés le tocó de uno y otro lado. El primero, un jabonero sucio, se fue apagando después de la vara de Clovis. Se aburrió. Ramsés pensó que se trataba de tiempos y se los dio. Un pase. Pausa. Otro pase, pausa. Bien, muy bien. Tres derechazos en el medio. Bien. Muy bien. Y nada, no prendía la faena Y no prendió. Después, pausas pero pinchando. Angustia en el callejón. Al sexto, por fin. Su segundo fue el toro y fue la faena de la tarde. Hablo de Malbec, un negro con 496 kilos, bonito de cara y bien hecho de cuerpo. Remató en dos burladeros, recargó en el caballo y persiguió en banderillas. De poder a poder las puso Devia y lo aplaudimos. Ramsés hizo un par de cambiados por la espalda, vistosos, y toreó por el pitón izquierdo con lentitud en los pases y quietud en el cuerpo. Pero sobre todo dándole al toro el tiempo que necesitaba para volver a embestir con casta y dulzura. Humillando. Al natural toreó desmayado.

Cuando toreaba al natural, César Camacho, su apoderado, le aconsejó desde el callejón: “Despacio, despacio, largo, profundo”, y el torero obedecía, como obedecía Malbec a la muleta. Entró a matar sin pasito atrás, directo, como se matan los toros: con verdad, exponiendo la vida.

A Luque le tocaron dos toros asonzados: un jabonero gordo, sin juego, y un castaño oscuro, enmorrillado, que salió al ruedo con alegría. Al primero le hizo los lances más bellos de la tarde: un par de chicuelinas que, como dicen, arrancaron hilos de seda. Y para rematar, una media larga y lenta como una despedida. Que lo fue, porque Luque después se aburrió. Y mató de una estocada para salir del caso. De su segundo, sacó lo que el toro tenía, que era poco. Le tapó la cara para animarlo, pero nada. Un forzado de pecho levantó el ánimo para caer de nuevo sin remedio. Rescato un par de naturales con la izquierda, aguantando, y dos con la derecha de esos que ya casi no se ven. Torero valiente. Mató con desgano.

Hermoso se fue con una mera oreja de su segundo. El primero, otro castaño, lo quebró de entrada con Unamuno. El toro traía ganas y el jinete las tenía todas. Con Van Gogh bailó pasodoble en el hocico del toro y con Van Gogh templó y puso las banderillas a pitón contrario. El espectáculo lo hizo Ícaro, caballo de pelea, que embiste al toro, que defiende a su jinete. Sabe jugar y divertirse haciendo quites con el anca y provocando con el pecho. A veces da la sensación que Hermoso sobra. No pudimos ver el final. Al toro se le quebró la mano izquierda y hasta ahí fueron fiestas. Se esperaba que en su último —chorreado en verdugo con 450 kilos— rematara su temporada en Bogotá. Sacó a Chenel, toreó por el gusto de torear, sin hierros y sin yerro. Entablerado salió del compromiso —como sale siempre— por el único hueco por donde pueden salir caballo y jinete: una puerta falsa como la de una catedral. Volveremos a verlo.

Por Alfredo Molano Bravo

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