El 28 de agosto de Diego Urdiales

El torero riojano confirmará la alternativa este domingo en Bogotá. Su nombre ha ido entrando en las principales ferias del mundo gracias a una virtud: jugarse la vida.

Víctor Diusabá Rojas / Especial para El Espectador
06 de febrero de 2011 - 03:00 a. m.

En los toros, como en la vida, se suele saber, no siempre, cómo se empieza; jamás, cómo se termina. Por ejemplo, un toro resulta abanto de salida, correlón, digno quizá más del hipódromo que del ruedo, dicen aún los aficionados añejos; en seguida, el animal prefiere decirle no, gracias, al caballo y a su peto; y nada tiene de raro que a continuación se duela más en las banderillas que de la propia mano del piquero.

Y de pronto, como iluminado, el toro echa a galopar, embiste bajo, se rebosa hasta dar la impresión de haber preparado el número en el campo, y esa faena, que no prometía figurar más allá de los registros notariales de la tarde, termina encumbrada, al lado de las banderas y del reloj, ese lugar desde donde se ven las corridas por encima de las pasiones de los tendidos.

El 28 de agosto de 2010 era un día normal para Diego Urdiales. Andaba en Arnedo, un pueblo de la Rioja donde se hacen zapatos y toreros, no siempre en ese orden. Allí, todos los años, hay una feria de novilleros tan importante, que no hay aficionado de raza que no ponga su ojo en el triunfador, porque quizá mañana ése se convierta en figura. Y no hay nada más presumido en la vida que un taurino cuando se anticipa a los acontecimientos.

Pero ese 28 no había feria de Arnedo (le dan un zapato bañado en oro al muchacho que se imponga). Sólo calor de verano. Había que comer, echar una siesta y soñar con la siguiente tarde, para Urdiales, un modesto que se ha vuelto importante con la mano de alguien, que no es otro que el mismo Diego Urdiales.

Sería poco más de la una, pero no más de las dos. En casa, a la espera quizá del gazpacho, ese potaje de tomate capaz de apagar un incendio; o de la menestra de verduras, como entrada; y de unas chuletitas de cordero al horno, de segundo plato, de pronto sonó el celular. Antes, a los toreros les sonaban esos teléfonos de baquelita, negros como el toro, y alguien se ponía, no el torero (quizás el apoderado, el mozo de espadas, el banderillero de confianza o alguien más importante, el chofer del coche de cuadrillas), para inquirir quién lo solicitaba y con qué intenciones. Ahora no, ahora los toreros plantan cara y preguntan, siempre secos: “¿Y qué desea usted?”.

Bueno, Urdiales dijo el ¿sí?, tan español —no el aló francés— y del otro lado le debieron de preguntar algo así como que si ya había comido. Era una pregunta extraña. Es decir, a uno no lo llama el empresario de la plaza de Bilbao, o su vocero, para preguntarle si ya comió (almorzó), a menos de dos cosas: una, que el tipo le tenga una mala noticia y quiera ir paso a paso en soltarla, para no causar una indigestión o un infarto. La otra, que le tenga una buena noticia y prefiera soltarla paso a paso… Mejor dicho, lo mismo.

Era la segunda, la buena noticia. Al menos, en la envoltura. “Diego —le debieron de decir, más o menos—, mira que Perera está incapacitado y acaba de caerse del cartel de esta tarde en Bilbao y nosotros (los empresarios hablan en calidad de “nosotros” a la hora de negociar) hemos pensado que tú eres el indicado para sustituirlo…

El empresario habría podido seguir con detalles nimios. Por ejemplo: “Es una corrida del Puerto de San Lorenzo” (en realidad era una corrida seria, de tíos, como para Bilbao, del Puerto de San Lorenzo). O, “yo creo que podemos arreglar por lo mismo de la otra tarde, porque tú sabes que…”. Y a lo mejor lo hizo…

Eso no es lo importante. Lo torero, que es mucho más que lo importante, es que Diego Urdiales preguntó si alguien tendría allí una montera, porque en su casa sólo había un vestido de torear y que él viajaría con su banderillero, y que les fueran diciendo a sus compañeros de terna, Enrique Ponce e Iván Fandiño, que qué pena, que él iba a necesitar que le echaran una mano a la hora de las puyas y las banderillas y, claro está, en la brega.

Tomó el coche (el carro), se despidió de su familia. “Ya vengo, dijo a lo mejor, debo ir a Bilbao, a torear en Vista Alegre, vuelvo para cenar”, aceleró por la autopista, llegó a la plaza, se vistió en la enfermería, se puso una montera que le caló como si fuera la suya. Y a jugarse la vida, que es una dicha.

Esta historia sería una más si ese día, 28 de agosto (la fecha en que 63 años atrás, el toro Islero corneó mortalmente a Manolete en la plaza de Linares), Diego Urdiales hubiera estado “digno”, “limpio”, “rescatable”, o alguno más de esos eufemismos con que se tapan las tardes discretas o mediocres. Pero no, estuvo bien.

 Eso no decimos quienes no estuvimos ahí, pero sí quienes lo vivieron, como el cronista de la plazareal.net:  “Hubo dos toros, tercero y quinto, de traza monstruosa: por lo grandes. Los dos pasaron de sobra los 600 kilos y seguramente el que anota los pesos se apiadó de los toreros y rebajó la cifra. El tercero, andarín y mirón, incierto, probón y reservón, hizo sufrir a Fandiño. Con el quinto, y en una especie de combate entre hombre y bestia, Urdiales se jugó tan ricamente el tipo. Sin pestañear. Llegó a pasarse por la faja aquella mole inmensa y tan armada. Desigual pelea porque el toro hizo regates, embistió trompicándose y llegó a empalar a Diego en un viaje con uno de los garfios. La muerte fue difícil: media delantera, un pinchazo, otra media, tres descabellos. Llegaron a sonar dos avisos. Pero tras el arrastre del toro sacaron a Diego a saludar”.

Saludar en Bilbao, tras dos avisos. “Joder, debió de decir el empresario, pues nada, éste era el tipo”.

Cinco meses después, el jueves pasado, Diego Urdiales volvió a Bilbao. En la sede del Club Cocherito de Bilbao, algo así como el templo de las peñas taurinas, le esperaban 64 kilos de vino gran reserva Faustino I, cosecha 98. Eso mismo pesa Diego y era el premio por ser el torero más completo de las corridas generales de la capital de Vizcaya. Una feria en la que hicieron el paseíllo todos los primeros del escalafón, menos José Tomás, por aquello que todos conocemos.

Y dijo allí algo que enseña cuánto de grande lleva este riojano que hoy se estrena en Bogotá, un torero de los de antes, pero con el arte de los de ahora: “No creo en ganaderías duras ni blandas, las que me interesan son aquellas que embisten o las que no lo hacen”.

Vargas y Abellán, en tarde para aficionados

Hay algunos que han señalado a este cartel de modesto, quizá porque los nombres no son tan rutilantes. Pero el cartel tiene muchos alicientes. Sebastián Vargas es el torero colombiano con mayor oficio, curtido en recorrer todo el año pueblos recónditos del país. En las últimas cuatro temporadas ha cortado nada más ni nada menos que cinco orejas y ha salido dos veces a hombros.

Miguel Abellán emergió al lado de El Juli. Los dos han tenido caminos diferentes. Pero el toreo de este madrileño se ha reposado con el paso del tiempo. Prueba de ello es que, a juicio de muchos críticos, hizo la mejor faena de la feria de San Isidro en Madrid. Si hubiera entrado la espada, hoy hablaríamos de una figura.

Los toros de Santa Bárbara alimentan la esperanza. En su sangre corre el encaste Domecq, pero con matices que la han hecho una de las ganaderías de mejor actualidad. Es cierto. No es cartel para el gran público, pero sí para quien se considere buen aficionado.

Remate en La Pampa Gaucha

El restaurante parrilla La Pampa Gaucha, sede quinta Camacho (calle 69A N° 10-16), se une a la fiesta brava ofreciendo en sus instalaciones el tradicional condumio y remate de corrida durante la temporada taurina 2011, comenzando el domingo 23 de enero y terminando el 20 de febrero. Los platos principales serán las deliciosas tapas españolas y una parrillada flamenca compuesta de chatas, lomo de cerdo, morcilla, chinchulín, longaniza y costilla ahumada, preparada por el chef para la ocasión.  La noche estará acompañada de orquesta en vivo y un auténtico show flamenco. El pasado 23 de enero el primer condumio, celebrado en el restaurante, contó con la visita del maestro César Rincón.

Más información, teléfonos 248 0468 / 311 504 0829.   www.restaurantelapampagaucha.com

Por Víctor Diusabá Rojas / Especial para El Espectador

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