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Manizales pasada por agua

El turno fue para el francés Sebastián Castella, el español José María Manzanares y el colombiano Sebastián Vargas

Alfredo Molano Bravo
10 de enero de 2014 - 08:44 p. m.
Manizales pasada por agua

Los tendidos de la plaza se llenaron aunque el agua amenazara. El cartel era cartel de una feria grande: Sebastián Vargas, el torero de Cúcuta; Sebastián Castella, francés, ya medio español —y ahora medio cartagenero—, y José María Manzanares, nacido en Alicante y, como su padre, también un gran torero. El encierro fue de Las Ventas del Espíritu Santo, la ganadería de César Rincón. Toros bien hechos. Algunos sosos y otros dulces y suaves. Antonia me acompañó a la corrida; le había dicho que al toro hay que mirarle los cuernos y al torero los pies. El primer toro de Sebastián Vargas fue negro, bravo; salió alegre como una cinta y el torero lo recibió con su acostumbrada larga de rodillas afarolada. Es bonito que los toreros no olviden lo que hacían de novilleros. Pero el toro no resistía ni una pica de mazapán, se lo dijo El Piña, un gran subalterno, al picador, mostrándole la uña del dedo índice. Y con la pica tuvo: se le aflojaron las manos, se cayó varias veces, no se defendió y aburrió hasta al torero. Algunos pases maduros y a la cruz, donde se cruzó, y mató a pecho abierto.

A Tintillo, Vargas lo recibió con un lance que no fue a puerta a gayola, pero parecía; tampoco fue una larga de rodillas, pero parecía. Repitió el pase tres veces; Antonia me pellizcó una vez, la primera. El caballo entró a pelear, pero el picador no quiso aceptar la pelea. El torero lo probó con un par de gaoneras y otro par de calcerinas, quite este que le oí decir a un vecino. El toro templaba y, como Vargas lo vio, aprovechó para lucirse con las banderillas: puso cuatro pares, todos perseguidos por el torito y todos bajando los palos del cielo. Al final, con dos pares en cada mano, uno a la calafia y otro de poder a poder, cerró el tercio. Banderillas de ensueño o de muerte: los toreros confunden estos términos y lo hacen sentir. Tintillo quedó como un florero. Con la muleta mostró que sabe cómo se torea con lentitud, con dominio y con temple. Pero Vargas tiene una maña fea con la muleta: un metisaque hecho de miedos. Los oles repetidos y merecidos hicieron crecer al torero, que, sin mesura, se pasó de faena. Buscando aplausos cosechó distracciones. Mató con una estocada de tres cuartos. Oreja y vuelta.

Castella recibió a Babieca con una tanda de verónicas en las que, salvo los brazos, no movió una pestaña. Limpias y suaves como era el toro. Llevó el toro al caballo con delantales, como lo hacía José Mari Manzanares, y lo cateó con unas chicuelinas apretadas y una media de poder como un kirie, que hicieron que Antonia me preguntara: “¿Por qué las medias de todos los toreros son rosadas?”. No supe responderle. Son buenas las preguntas que no tienen respuesta. Babieca tenía fijeza y Castella la usó para hacernos gozar de la belleza de sus maneras desmayadas y cadenciosas. Una tanda de estatuarios, un circular invertido y un forzado de pecho hicieron sonar la Marcha de los Toreros, de Bizet. Entonces la sintonía entre toro, torero y espectadores fue total. Son instantes eternos de intimidad colectiva. Sagrada. Castella marcó los tiempos con precisión, sin atropello, y mató con la suavidad y la certeza con que había toreado. Una oreja. Antonia botó el cojín. Botarle cosas de valor al torero —tabacos, monedas, relicarios de oro— fue una práctica sabia: los diestros recibían lo que habían dado.

El segundo toro de Castella fue un fiasco: abúlico, distraído, caminador. Para fortuna del torero —y del ganadero—, el torrencial aguacero que se desgajó no dejaba ver el ruedo.

Manzanares tuvo una tarde agridulce. Panelita, su primero, era precioso y salió con las mismas ganas que tenía el torero. Con cinco verónicas armoniosas y una revolera alegre dijo a qué venía. Quiso llevar al toro a la pica, pero pestañeó y Panelita se fue sin licencia a estrellarse contra el caballo. Manzanares mostró lo que sólo se puede hacer con toros encastados: toreo hondo. Un toro sin peligro permite faenas bellas; un toro encastado y un torero valiente sacan ayes mudos que se agolpan en los adentros del pecho. No importa ya si se pincha, como le pasó a Manzanares, o se mata a ley. Lo hecho, hecho queda. El último de José María tampoco se vio en medio del diluvio, aunque la afición de Manizales es del temple de los buenos toreros: no se mueve de su sitio así los cielos se abran y dejen caer todo lo que tengan.
 

Por Alfredo Molano Bravo

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