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Novillada de cojos, corrida de rojos

El reclamo del público que gritaba ‘Toros sí, Petro no’ guió el debut de Sebastián Vargas, El Juli y Castella. Crónica de las dos primeras jornadas de la temporada taurina en Bogotá.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
17 de enero de 2012 - 03:29 a. m.

Cuando se dice que la corrida fue “interesante”, no se sabe qué pasó. O se sabe y no se quiere decir. La del sábado fue una novillada interesante por el clima que crearon los brutales ataques de los antitaurinos y los no menos arbitrarios y populacheros anuncios de Petro. Frente al Planetario en Bogotá había el sábado, día de la novillada con que se inicia la temporada grande, 20 niños y niñas dirigidos por un par de exaltados mayores que gritaban en la cara a cada aficionado que iba con su almohadilla y su bota y su nieta hacia la plaza: “Ahí están, esos son, asesinos sin razón”. El aficionado, sereno, pasaba el retén de agresiones, asustado pero calmado. No hubo un revire contra la tropilla. Pero puede llegar a haberlo porque los gritos son escupidos en las orejas de los peatones. Petro ha creado un clima propicio a las agresiones físicas, que ojalá no se presenten.

A la plaza le faltó un cuarto de aforo para el lleno. Satisfactorio para una novillada. La afición de la Santamaría cumple. Más sol que sombra. Después de los himnos y del olé tradicional, un “abajo Petro” resonó de tendido en tendido. El encierro de Ceniciento (Jerónimo Pimentel) fue irregular de presentación: playeros unos, cornidelanteros otros; negros lustrosos unos, jaboneros sucios otros; un castaño. Un par de novillos bien hechos. La camada, floja de remos y baja de casta. A tres se les malograron las manos antes de que el público pudiera saber qué traían. En general salieron sueltos, continuaron sueltos y se pararon; algunos se revolvieron con rapidez y peligro, otros calamochearon, levantaron la cara. Difíciles e inciertos. La presidencia devolvió a dos toritos, uno que prometía y otro inservible.

Los toreros: voluntad. Lo natural. Unos más, otros menos, tanto en pases como faenas. Irregulares todos. Juan Viriato tuvo dos momentos de inspiración en su segundo: tres naturales limpios, elegantes, valientes y una estocada de oreja a su segundo. Revolcado: ventana abierta, toro curioso, medias al aire, muslo en la cuna, arena en la boca. Castrillón, dos verónicas aplaudidas, toro al corral. Segundo, bis: aplomado. Nada. Santana —subalterno— se lució como banderillero y lidiador. Lo mejor se lo vimos al novillero de Choachí, Sebastián Cáqueza, con su primero, un torito negro, bonito. Dos chicuelinas ceñidas, una revolera alegre, unas banderillas de poder a poder de Herrera. Con dos derechazos y un forzado hizo sonar la música. Estocada delantera, fea, pero radical. Una oreja, la única de la tarde. En su último sucedió lo interesante: recibió a un negro de 459 kilos con una larga de rodillas. Picado, quedó inservible. Banderín verde, cambiado el novillo. Salió el bis: 390, jabonero galopón. Otra larga de rodillas. No pudo hacer un segundo lance, el novillo no podía apoyar la mano derecha. Quedó inválido. El público protestó, pitó, gritó. ¿Qué podía hacerse? No había otro sobrero. ¿Matar al toro en la arena? Cáqueza suspendió la espada por la bola pidiendo consejo. Y el público, entendido, se lo dio: al corral, vivo. Su gesto fue más aplaudido que su oreja.

Don Jerónimo declaró que la culpa de la debilidad en las manos de los novillos la tenía el pienso. Nadie le creyó, pero el diagnóstico era válido: los toros sufrían de laminitis, una enfermedad que les cristaliza los tendones y que al moverse el animal sobre una arena gruesa, como la de la Santamaría, se quiebran los jarretes. Sucede porque los ganaderos engordan a fuerza los novillos con concentrados para vacas de leche, que son ricos en proteínas. Sobra decir que yo sólo vi el problema. La explicación me la dio un aficionado a la salida, mientras se quejaba del atropello del alcalde.

Corrida de Rojos

Frente al Planetario continuó la agresión contra un modo de expresión popular del sentimiento: la corrida de toros. La afición le hace el quite a esta manifestación de intolerancia y dogmatismo y va a la plaza. Si la misma práctica se hiciera en un estadio de fútbol, habría muertos. Insólito que quien se ha jugado la vida por la libertad de opinión —entre otras cosas— trate de ahogarla buscando popularidad. ¿Será el síndrome de asesor?

La plaza estaba llena, algún cemento quedaba de quienes se tomaron un día más de vacaciones. Una plaza rebosante de alegría, de colores, de murmullos es siempre la primera emoción de una corrida. Y tibia la tarde para completar. Himnos, olés y un largo y sentido “Abajo Petro, vivan los toros”. La voluntad de los diestros a flor de piel: trajes en rojo —burdeos, grana, frambuesa—.

De la ganadería de Las Ventas del Espíritu Santo siempre se espera. Son toros nobles y dulces y hace unos años mostraron debilidad en las manos. El domingo también la tuvieron, marcada en los tres primeros toros. Por momentos pareció que siguiéramos con el encierro que llevó Pimentel el sábado a la novillada. Clavelito, el primero de Sebastián Vargas, con 500 kilos, fue un toro bello, alegre, recibido con dos verónicas finas. Mostró debilidad con el caballo. El torero lo revivió con una chicuelina apretada y unas banderillas arriesgadas, a la calafia. El toro fue a más: humilló y centró su atención. Así, Vargas pudo sacar derechazos con la mano abajo y un pase de la firma de punto final. Se topó con el hueso. Aplausos. A su segundo —479, pequeño, cornidelantero— lo cató con dos largas de rodillas; una suerte que levantó en los tendidos un ¡huuyyy! de miedos. Un gesto muy torero: especie de lance al reloj. En la pica, una carioca de la que el toro salió doblando las manos. Quites en solitario, banderillas diestras. Brindó el toro al gobernador de Cundinamarca, quien no suspendió el apoyo de las rentas departamentales a la temporada. Brindis contra Petro. Con la capa toreó a media altura y con pases rectos, como la debilidad de remos del toro lo imponía. Algún natural a ruego, un forzado de pecho y un pase de las flores le dieron la oreja, a pesar del pinchazo. Sebastián Vargas es torero para la Santamaría. Pero su mérito principal es ser un torero popular, admirado y querido por el pueblo.

Los primeros toros de El Juli y Castella se fueron del peso —564 y 541 kilos— en debilidad de manos. Se caían, se paraban, embestían a medias, rengueaban. El Juli prometió en las verónicas una faena que se malogró después de una pica bien puesta. No lograron avivarlo ni las banderillas de Santana que clava siempre desde el balcón. Dos pases y El Juli desistió, desconsolado. Menos desconsolado que Castella, cuyo primero, que prácticamente trataba de embestir de rodillas. El público pidió el cambio, pero la presidencia se negó . Le dimos la espalda y a hurtadillas miramos que, pese al toro, Castella logró una tanda templada con la derecha y unos naturales de corazón. Pitos para el ganadero.

A las cinco, el azul despejó la tarde. La tarde de gloria comenzó con Negrito de 462 kilos, acucharado de cuernos que remató en burladeros y que El Juli recibió con tres verónicas a pie junto y una media que dejó flotando sobre la arena. El toro con sus 460 kilos se arrancó franco al caballo; Viloria, maestro, lo tocó certero. Todo pintaba. Y pintó con la serie de estatuarios. Se bajó del pedestal para llevar a Negrito donde torean los toreros, el centro, y embisten los toros de casta. Dio el espacio y el tiempo justos para una serie de redondos, un cambio de muñeca y un forzado largo y escalofriante que terminó en acordes. La lentitud de la faena rimaba con la caída lenta de la tarde. El resto: sitio, temple, mando, liga. Gran estocada —con saltico— para gran toro con casta. Dos orejas. Vuelta al toro. Espaldarazo a la fiesta.

A Castella le tocó Titulado —479 kilos, bien hecho, serio—. Dos chicuelinas, quieto, mirando la arena. Un recorte a mano cambiada por la espalda que dejó lelo al toro y lelo al público. Y para rematar, quites por saltilleras: cuatro o cinco. Muchas. En banderillas Titulado persiguió. Castella tiró lejos la montera y la miró bocarriba con desdén. Citó para hacer su invertido por detrás, se arrepintió, recogió la montera, acercó el toro a cuatro metros y dio, por fin, el invertido prometido. A esa distancia no cabe enmienda. Después todo fue hecho desde el trono: derechazos templados, naturales ligados, invertidos en redondo, forzados de pecho, molinetes. Se deleita, se regusta. Mete la plaza en la muleta. Tengo vivo un instante rojo: el traje, la capa, la sangre. Y negra, negra la muerte. Como es en la vida. Si se pudiera comprender lo que es el valor de jugarse la vida, se comprendería más el significado de la muerte. Dos orejas.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

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