“Torear es alimentar lo interior": Iván Fandiño

Hoy estará Fandiño con Luis Bolívar, el gran diestro colombiano, en la plaza de Marruecos, en Puente Piedra, junto a Sebastián Ritter, un torero antioqueño que abre puertas. Los toros serán de Guachicono y de ellos cinco son burracos, un pelaje salpicado entre negro y blanco.

Alfredo Molano Bravo
22 de enero de 2016 - 09:00 p. m.

He visto a Iván Fandiño muchas veces: en Medellín, en Cali, en Manizales. Es un torero, ante todo, valiente. En Medellín, lo vi meterse entre las armas de un toro, no supe por dónde salió. Pero salió, para suerte suya y de la fiesta. El valor acompasado con belleza de movimientos es lo que se suele llamar profundidad. Fandiño lo hace y lo hace sentir, sobre todo cuando torea al natural. Más aún, torea para él, para regustarse sintiéndose vivo, sensación que los seres ordinarios olvidamos. Toreros como Fandiño, que se enfrentan con franqueza a la muerte, permiten recordar que se existe. Ayer volví a verlo tentando vaquillas bravas, verdaderamente bravas, y volví a admirar ese ensimismamiento del torero que sabe estar solo con un animal cuya bravura transforma, a punta de valor, en una fugaz obra de arte.

La primera pregunta, que seguramente le han hecho muchas veces, ¿un torero vasco…? No hay muchos, y menos aún de puerta grande…

Bueno, yo creo que en la vida las cosas se vienen sin saber por dónde y las aficiones van surgiendo solas. El caso es raro porque en mi familia no había aficionados y ni siquiera un pariente con genes taurinos. Tampoco tuve promotores. Pero bueno, siempre me llamó la atención aquel mundo tan extraño. He sido una persona observadora, curiosa, y ese mundo del toro me caló a lo hondo. Tanto, tanto, tanto, que al final… soy torero.

Pero ¿cómo fue?

Todo empezó como empezaban las cosas antiguamente, porque ahora cada día es más difícil. Comenzó por la juventud. En el País Vasco hay muchísima tradición y muchísima afición a los encierros; el más famoso es el de Pamplona, pero no es el único. Hay pueblos donde sueltan las reses por las calles… ¡Y a correr! Había unas sueltas de reses que se llamaban “sokamuturras” en los pueblos populares. Cuando teníamos 14, 15 años, con la cuadrilla de amigos nos dedicábamos a ir a los pueblos y ver, y a meternos en las sokamuturras. Pero nosotros lo hacíamos desde antes, desde que éramos muy niños, de cinco o seis añitos. Ya con mi primo corríamos becerritos de tres y cuatro meses, becerritos para niños. Jugábamos al toro. Así me fui aficionando y a los 14 años cogí por primera vez un capote y en un encierro hice unas chicuelinas no sé ni cómo, pero salieron bonitas. Aquel día la gente me sacó a hombros de la plaza. Aquello me cautivó y me embelesó. Y así, hasta hoy.

Para usted, ¿qué es el valor?

Para mí el valor es saber lo que estás dispuesto a perder y, aun así, saber lo que tienes que arriesgar para conseguirlo.

¿Se ha sentido frente a la muerte realmente?

Frente a la muerte, no. Todavía no he vivido ese instante. He sentido el dolor, he sentido la incertidumbre de lo que podría pasar, pero algo tan drástico como ver de cerca la muerte, no. Y vamos con ella, sabemos que está ahí, palpable, que puede llegar, que puede suceder, pero en mi caso, todavía no ha llegado ese momento.

De una suerte, un pase, ¿qué es lo que más lo emociona? ¿Lo que más lo inspira?

Sobre todo torear con la mano izquierda, para mí es, creo, el súmmum del toreo; creo que es la verdadera profundidad del toreo y la verdad de la personalidad del torero. Por eso se les llama naturales, por su verdad. Esa es la verdad pura y dura del hombre contra la muerte.

¿Cuál es el momento culminante: cuando se cita, cuando pasa el toro, cuando se entra a matar?

Por supuesto, cuando está pasando por el pecho y debajo de la barbilla, y aquello tan poderoso, como lo es un toro, anda por entre los muslos, y tú te recreas como si fuera el último instante de vida. El momento es en mitad del viaje, cuando está pasando… De ahí que sea tan trascendental la lentitud.

¿Le gustan los toros dulces?

A mí me gusta la transmisión, me gusta que la gente se emocione en la plaza, y hay muchas formas de emocionarse. Hay toreros a los que les ha sido dado, como con una varita mágica, el don de plasmar la belleza del toreo de una manera inimitable. Pero yo soy más del toreo de poder, de transmisión, donde el toro tenga la opción de demostrar su bravura y su personalidad. Esa es la parte bonita.

¿Qué es lo estético en el toreo?

Para mí lo estético del toreo es sobre todo hacer algo bello, algo que cautive, que se sienta. Que lo sientan el que lo hace y el que lo mira. Es cierto que muchas personas palpan la belleza de un pase o no la palpan. O no la ven, porque lo que se hace frente al toro no se suele transmitir ni sentir siempre de la misma manera. Soy defensor de que, sea como sea, lo que está por encima de todo es la naturalidad. Las cosas no se pueden forzar, no se pueden falsificar. Frente a un toro de verdad, un torero de verdad no puede fingir, y eso lo siente la afición. Hay que cuidar los detalles, pero, ante todo, defender lo natural, lo genuino, lo profundo. De otra manera, el toreo se queda en la superficie.

¿Y cómo se sabe que sale un pase con naturalidad?

Porque te pega un pellizco en el alma. Cuando algo sale natural y cuando algo está plasmado con el corazón y con el alma, te pega un pellizco en el alma. La afición lo siente.

¿Se trata de una relación con algo sagrado?

Ese pellizco no tiene nada que ver con lo material, con lo corpóreo, con el estado físico. Por el contrario, una suerte hecha con verdad genera algo como una aureola, algo que envuelve todo, algo que es místico, algo que está más allá de una explicación.

¿El toreo es, pues, una forma de explicar lo que es inexplicable?

Sí, claro. El toreo es una forma de explicar el sentimiento de un hombre cuando hace lo bello frente a un ser tan feroz, tan rudo y tan radical como es un toro bravo. Cuando se está allí frente al toro con un corazón latiendo a mil revoluciones, con una mente despejada y un cuerpo sereno, entonces la sangre corre por las venas para expresar lo que no se puede explicar con palabras; entonces se llega a sentir lo que se sueña. De repente se siente la realidad real. La verdad. El animal deja de serlo, el torero también, la afición se transporta, y todo se convierte en una comunión.

Ya que estamos en confianza, hay dos peligros para un torero: primero, el toro, y segundo, una seguidilla de triunfos.

Bueno, depende: el toro se vuelve más peligroso cuando el torero que está en un momento bonito de su profesión, que está saboreando las cosas bonitas, llega a perder el respeto por el animal porque cree que todo sale bien, que todo es posible, que todo lo que ha pensado y deseado lo puede plasmar. Y muchas veces es entonces, justamente, cuando viene la zona de amargura. En la vida de un torero es el momento de mayor peligro. Es cierto: una cadena de éxitos o de triunfos importantes puede ser muy peligrosa, y para no dejarse arrollar por ese otro animal, el torero debe saber dónde está sentado.

El ego no es propiamente una virtud, sino una pesada carga.

Los toreros, cuando más centrados están o cuando más pueden darse es cuando tienen ya las cosas claras, cuando saben cuáles son las metas que quieren y no buscan cosas ajenas, no buscan el éxito para sentirse más que otro, no buscan el éxito para tener un coche. Lo buscan porque torear es alimentar lo interior.

Se torea como se es, dijo Juan Belmonte.

Yo siempre he pensado —es mi punto de vista personal— que cuanto más grande es el torero, más fuerte es su personalidad. En el mundo en que vivimos tenemos que tener un poquito de astucia porque la vida no es un camino de rosas, como dicen los poemas. Hay que tener ese poquito de mala leche, no para hacer el mal, no para sentirte más que nadie ni para utilizarlo en contra de nadie, sino para que puedas venirte arriba con fuerza. Un torero debe tener pundonor, que no es lo mismo que vanidad y que muchas veces es el puntito donde uno se apoya para salir arriba.

Hablemos de una cosa que todos estamos viviendo y temiendo: el fin de las corridas. En el País Vasco —en San Sebastián— la fiesta estuvo amenazada.

Bueno, yo tengo esperanzas, soy una persona positiva. Creo que estamos adormilados, somos muchos más los taurinos que toda la gente antitaurina, que toda esa gente que vive presa de sus incoherencias. Es una gente muy bien organizada, con muchos recursos económicos, pero que no llega a ser ni la cuarta parte de la gente que mueve el toro. Nos adormilamos cuando lo que debemos hacer es despertar y salir a defender nuestra libertad de hacer lo que creemos bello y valeroso. Lo que nos está sucediendo es que estamos permitiendo que se ignore nuestra libertad. Defender nuestra afición a los toros es defender la democracia. Al final, en una democracia siempre tiene que primar la libertad.

¿Y por qué esa timidez de los taurinos?

Creo que gran parte de la afición piensa que la tauromaquia se defiende por sí sola porque la considera un arte y una cultura respetable. Pero ahora mismo estamos en un momento social muy delicado y tenemos que darnos cuenta de que es ahora cuando debemos luchar por nuestra manera de mirar el mundo. Hoy se está creando un público aficionado a la ficción; se están fabricando espectáculos sin contenido, meramente para el ocio, para distraer la mente, para borrar la verdad de la vida: la muerte.

Por Alfredo Molano Bravo

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