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Una tarde de esperanza

Hermoso de Mendoza es perfecto. Él y sus caballos. Memorable faena le hicieron a Atigrado.

Alfredo Molano Bravo
24 de enero de 2012 - 03:00 a. m.

Los nubarrones pesaban por la mañana sobre Monserrate. Desde mediodía, en la carrera Séptima estaban los mismos niñitos que salen en la temporada a gritar las mismas cosas, dirigidos por los mismos viejos. Es bueno gritar en coro, da ánimos, crea amistades. Me sigue asombrando la serenidad con que los aficionados pasan al lado de esa barrera de insultos y van a la plaza dispuestos al diluvio. A las tres y cuarto y sol, no había un puesto vacío en los tendidos. Había sí, siete ministros del gabinete —incluyendo a la ministra de Educación Nacional— lo cual sugiere que —por lo menos en este gobierno— Petro no la tendrá fácil, ni siquiera por la vía del referendo. El antiguo defensor de la libertad de opinión hace ahora demagogia barata.

Con una plaza llena, una tarde con sol y tres toreros, emociona hasta el himno nacional. Tarde de esperanza en los trajes de David Mora y Luis Bolívar.

Mora, que refrendaba alternativa, le cortó una oreja a Eslabón, un Agualuna-Zalduendo de 500 kilos, flojo y falto de fuerza. Lo toreó pase a pase porque el animal no tenía con qué responder. Se frenaba, se distraía, alzaba la cabeza. Con paciencia y sabiduría, el torero lo compuso. Lo llevó al centro con suavidad y lo lidió. Le dio el tiempo y el espacio que el toro necesitaba para ganar confianza. Lo toreó, digo —y agrego—, al natural: citando de frente, cargando la suerte con la cadera, metido impávido entre los cuernos. Inolvidable. Un toreo solemne, profundísimo. Pases largos, lentos, suaves. En un instante se cuela Eslabón, Mora se apoya en el cuerno y el animal desiste. Sin más. Se quedan mirándose. Una oreja. A su segundo, un bello de 528 kilos, lo recibió rodilla en tierra. Vimos un par de verónicas y una media mirando a los tendidos, que anunciaba gran faena. No la hubo. El toro no dio lo que se le aplaudió al entrar al ruedo. Se iba de bruces. Ni las chicuelinas en los quites ni las banderillas de Santana, nada logró que Mora pudiera volver templar uno de esos naturales de frente que la plaza quería volver a sentir.

¿Qué se puede decir de Hermoso de Mendoza? Poco. ¡Es perfecto! No sé bien si él o sus caballos. Ambos, claro está; con ventaja, la pareja que hace con Chenel, que torea tanto como Hermoso, y con Ícaro, que le tira al toro tarascazos por la testuz, o con Pirata, que trata de ayudar a matar con sus cascos. Bella esa complicidad de jinete y caballo en el ruedo, porque uno pensaría que los animales, por serlo, debían ser solidarios entre ellos. La faena que hicieron Hermoso y sus bestias a uno de González Caicedo, llamado Atigrado —516, cárdeno— fue memorable. Por todo. Desde las paradas de frente con los rejones, hasta el beso en la testuz, pasando por los quiebres de las banderillas, las cabriolas con las cortas, las piruetas en el hocico. Galopar templando es un logro, pero galopar de costado templando es una hazaña. Y quebrarle la carrera al toro, saliendo por adentro es prodigioso. Mató como si el toro fuera de cera, de cera caliente. Dos orejas. Ovación al toro, a los caballos y a Hermoso. Con su segundo iba por la misma vía con un toro medio aplomado, Invernal, de 534 kilos. Lo miró desde Garibaldi, le puso un rejón del que salió rebrincado el toro. ¡Y sacó a Chenel! Una bestia casi humana: inteligente, pero noble. Vuelta y media al ruedo templando con la cola, con el estribo y con el pecho al quebrarlo. Dalí estuvo a milímetros de un varetazo —en rejoneo equivale a trompicar—. Pero con Pirata entró a matar sin suerte y descabelló sin destreza. Hermoso tiene —dijo mi vecino— más fuerza en las piernas que en la muñeca. Un aviso que no le cerró la puerta grande, por donde suele salir.

Los silencios en la Santamaría son puros, elocuentes. Una afición entendida a toda prueba.

Por Alfredo Molano Bravo

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