El Magazín Cultural

García Márquez, más allá de la soledad

Hoy hace cuatro años, un jueves santo, falleció en Ciudad de México Gabriel García Márquez. Lo recordamos desde las palabras de su madre y de algunos de sus hermanos.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
17 de abril de 2018 - 12:00 p. m.
Gabriel García Márquez, tiempo antes de que obtuviera el premio Nobel de literatura.  / Archivo
Gabriel García Márquez, tiempo antes de que obtuviera el premio Nobel de literatura. / Archivo

De aquellos remotos tiempos del telegrafista y Luisa Santiaga Márquez Iguarán ya nadie se acuerda, y si alguien los recordara, seguro trastocaría las ideas, las imágenes, los diálogos y las palabras. Quedaron las historias que Gabriel García Márquez escribió sobre ellos, sus padres, con otros nombres y paisajes un poco distintos, y quedaron las escenas que él recordó, porque como alguna vez dijo, “la historia no es tanto lo que ocurrió, sino lo que se escribió sobre ella”.

Era previsible que el hijo de un telegrafista se enterara de los mil y un secretos de un pueblo, porque en los años 20 y 30 los telegrafistas eran como los sacerdotes. Necesarios, profundos, silenciosos, prudentes. Se sabían al dedillo las cuitas de amor de los señores, las infidelidades de las mujeres, las transacciones por llegar, los viajes, las citas, y en casa, a la hora de la comida, algunos hechos se les escapaban.

García Márquez anduvo más de 20 años con las imágenes y algunas palabras de Cien años de soledad bajo el brazo, él mismo se lo admitió alguna vez, entre tragos, a Álvaro Cepeda Samudio. Sin embargo, Macondo y los Buendía, Remedios la Bella y Úrsula se le prendieron de la piel con muchos años de antelación, quizá desde el día en que nació, el 6 de marzo de 1927. O desde antes, porque las novelas que escribiría comenzaron a ocurrir con el enamoramiento prohibido de sus padres. “A mi mamá la enviaron de viaje, bien lejos, para que su relación con mi padre no prosperara”, recordaría más de 70 años después Aída Rosa, una de las hijas.

No obstante, el amor en aquellos calurosos tiempos guajiros era más fuerte. Don Gabriel Eligio García Martínez buscó como pudo a su amada, y la buscó, sobre todas las cosas, entre los papeles hechos basura de los telegrafistas de los pueblos. Se hizo amigo de ellos, los invitó a tomar, los regó de obsequios, sólo para que le dieran una pista, y día de por medio reunía sus monedas para enviarle un poema, el mismo poema siempre. “Aunque de mí te alejes, nunca podré olvidarte, aunque de mí te alejes, nunca veré tu faz...”.

El día de la boda, 11 de junio de 1926, Luisa Santiaga se quedó dormida. Luego murmurarían que su padre, el coronel Nicolás Ricardo Márquez, había instruido a su esposa, Tranquilina Iguarán Cotes, para que le mezclara unas pastillitas en el agua. Don Gabriel Eligio la aguardó una y dos horas y algo más, con su vestido de paño negro y su camisa de frac, apostado a las puertas de la Catedral de Santa Marta, imaginando los pasos de su novia sobre la infinita alfombra roja que llegaba a la calle. No tenía sentido irse. El orgullo lo mataba, y del orgullo pasaba a la furia, y de allí a la impotencia. ¿Qué más podría hacer? ¿Ir por ella? ¿Largarse? En el fondo, les confesaría a sus hijos alguna vez, sólo tenía dos obsesiones, y pasaba de la una a la otra indistintamente: besar a Luisa Santiaga, o irse hasta Riohacha y agarrarse a trompadas con el coronel Márquez.

De repente, sin embargo, surgió su amada. Al día siguiente, o a los dos, quedó embarazada. Ya vivía en Aracataca con su marido, rodeada por los tres indios, regalo del coronel, que la habían acompañado desde siempre. Creía en Dios, pero también en las supersticiones y los designios de las pequeñas cosas. Si le picaba la mano era porque le llegaría dinero, y si entraba en su habitación un cucarrón, con sólo verlo ella sabía de dónde provenía. A los nueve meses nació Gabriel José. “Yo deseaba con toda mi razón que él fuera abogado, pero a él, mire usté, no le interesaron las leyes”, comentó ella como por pasar, sentada en una mecedora de su casa de Manga, en Cartagena, algunos meses antes de morir. “De todas, todas formas, lo intentó, hay que admitirlo”, añadió después.

Gabriel José García Márquez estudió Leyes dos años en la Universidad Nacional de Cartagena, pero él mismo admitiría que si aprobó tantas asignaturas y tan complicadas, fue porque los profesores le ayudaban a cambio de textos. Algo similar le había pasado con sus últimos años de bachillerato en el colegio del Liceo en Zipaquirá. En realidad, lo único que le importaba era escribir y leer, y antes que a ningún otro, leía a William Faulkner. De día, de noche, a la luz de las velas, en los prostíbulos o en los bares.

Un día de enero, plenos 60, le mostró a Cepeda Samudio su manuscrito de Cien años de soledad. “Costumbrismo, costumbrismo”, le dijo tiempo después Cepeda. García Márquez se tragó durante unas semanas lo que consideró como una humillación. Una noche, sin embargo, no resistió más y fue a buscar a su amigo hasta la casa. En el camino lo vio, manejando una camioneta de aquellas de platón. Con los borradores de su novela en la mano, casi revoléandolos, le gritó que sí, que era costumbrismo, “pero costumbrismo del bueno, como el de Faulkner”.

Luisa Santiaga Márquez Iguarán no leyó Cien años de soledad. No leyó nada de García Márquez. “Leía unas partes, nada más, pero siempre encontraba los personajes reales que inspiraban a los literarios y le preguntaba a su hijo, Gabito, mijo, ¿por qué volviste maricón a este tipo?”. Él nunca le respondía. De alguna forma, intuía que si su madre no leía sus obras era porque temía encontrarse en alguna de ellas.

A fin de cuentas, ella era más personaje que sus personajes, la mujer que lo estremeció hasta el día de su muerte, a mediados de 2002, porque hacía milagros con la comida, multiplicaba los panes; porque supo sacar a sus 11 hijos adelante, porque no se dejó obnubilar por el poder o por la fama, y lo más complicado lo volvía sencillo entre sus manos. “Cuando Juan Gossaín la llamó para informarle que a su hijo le habían concedido el Nobel de Literatura, ella se limitó a decir, ¡ay, qué bueno!, a ver si por fin nos ponen luz”, solía contar Aída Rosa, su orgullo. “Es que para ella era más importante que yo hubiera sido monja, que el Nobel de Gabito”.

Ella no estuvo para celebrar los 80 años del mayor de sus hijos, los 40 de la primera edición de Cien años de soledad, los 25 del Nobel. No estuvo cuando en el Congreso de la Lengua de Cartagena, el pasado mes de marzo, volaron mariposas amarillas sobre el Centro de Convenciones para saludarlo, ni cuando dijo que él escribía todas las mañanas de su vida, por lo menos una cuartilla, aunque luego tuviera que botarla a la caneca. No estuvo cuando, en secreto, alguien contó que la primera editora de Cien años de soledad se había vuelto alcohólica desde el mismo día en que supo que el manuscrito que no quiso leer, o leyó y no comprendió, o llanamente no le interesó, era el libro más vendido en Buenos Aires, y que a su autor, un ilustre desconocido, lo habían ovacionado en un teatro porque era el escritor de esa obra cumbre que partiría en dos la historia de la literatura. No estuvo en carne y hueso, pero se paseó como el más importante de sus personajes por todos los lugares por donde anduvo su hijo mayor. Aún hoy sigue siendo así. Y lo será por los siglos de los siglos.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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