Publicidad

Domingo de suicidio en la tarde

El 20% de los suicidas colombianos elige morir el último día de la semana.

Fernando Araújo Vélez
15 de mayo de 2010 - 09:00 p. m.

Todo se le desbordó un domingo por la tarde, como tenía que ser. Un domingo de lloviznas intermitentes, frío, solo, final, melancólico. Arturo X había comenzado a meditar sobre su último día dos semanas atrás, al final de otra tarde de domingo. Acababa de ver una película francesa, La mujer del peluquero. Gracias a ella le había cambiado la idea del suicidio, aquella trágica sensación de la que se alimentaban los escritores y músicos, los cineastas, la Iglesia incluso, que durante años y años había condenado a los suicidas hasta el extremo de no enterrarlos.

La última escena del filme lo desgarró, con cierta alegría y cierta paz, era cierto, pero lo desgarró. A fin de cuentas, la muerte seguía siendo terrorífica, oscura, tenebrosa, fría, misteriosa, y el suicidio de la mujer del peluquero, aunque feliz, era también triste. Se lanzó al mar turbulento, al estilo Alfonsina Storni, un domingo también, luego de haberse sentido plena, enamorada e infinita. El suyo fue un suicidio por amor, algo así como la reivindicación de Baudelaire cuando escribía “prefiero la infinitud del goce en un instante a la eterna condena del hastío”.

Arturo X podría, también, matarse por amor. Lo meditó. Un poco, le parecía cursi. “Habría que rescatar la cursilería que todos llevamos”, pensó. Otro poco le pareció digno. “Solamente muero los domingos y los lunes ya me siento bien”, cantó con cierta imitación a Charlie García. Pensó que el lunes ya se sentiría bien, claro, porque el lunes él no existiría. Todo habría concluido. Vio la lluvia caer, vio las gotas explotar en los charcos, vio los charcos creciendo, tomándose a los otros charcos, apoderándose de las calles, y cerró un libro cualquiera que le habían prestado, Del domingo al vacío. Lloró, o eso fue lo que dijeron sus amigos luego.

A la mañana siguiente Arturo X era otro. Un hombre más vital, alegre, un humorista irónico que hasta relataba en medio de sonrisas los sucesos de un 30 de junio a finales de los años 30, cuando los parientes del poeta José Asunción Silva se atrevieron a desafiar dogmas, costumbres, fe y religión, y sobre el filo de la medianoche trasladaron los restos del poeta desde el solar de los suicidas hacia el Cementerio Central, el campo santo de los verdaderos hijos de Dios, como solían decir las señoras de bien. Silva, contextualizaba Arturo X, había cometido el sacrilegio de suicidarse el 24 de mayo de 1896 con un disparo en el pecho luego de haberse pintado un corazón en el pecho.

Sus contemporáneos difundieron el rumor de que había sido por amor. Luego dijeron que fue por sus deudas, y por último, que su amor, su verdadero amor, había sido su hermana Elvira, y que por ella se había pegado el tiro. Un amor realmente imposible. Un amor de antes de la guerra. Silva, comentaba don Arturo, desató con su suicidio un furor de suicidios en el país, como había ocurrido 100 años antes con el joven Werther de Goethe, a quienes cientos de románticos de toda Europa siguieron hacia su imaginaria tumba.

Por él, Silva, por aquello de los poetas malditos, porque había que bajar al infierno o porque matarse era una venganza contra el mundo, cientos de bogotanos forzaron sus ritmos y se quitaron la vida por aquellos años y años más tarde. Unos, en el Salto del Tequendama, generalmente los domingos, frente a los paseantes; otros, de un disparo en la sien o ahorcados en su propio cuarto. “Yo, María Diva Quintero, a quien le dicen Madama sus amigos, mañana, 5 de enero, me lanzaré al Tequendama sin testigos. ¡Boca de abismo cruel, hondura de la tremenda catarata”, decía un papelito que la Policía le encontró a una mujer en enero de 1941, mientras se dirigía en un bus de línea al Salto.  “Porque vivir sin ti ya no tenía sentido, porque vivir por ti era una traición, porque vivir de ti era una humillación”, decía otro papel, una carta, que los agentes forenses hallaron en el bolsillo de un saco de otro suicida, un hombre que se había disparado en la 59 con 7ª en la tarde del segundo domingo de enero de 1941.

Arturo X habló durante toda la semana y algunos días más sobre el cementerio de los suicidas, aledaño al Central, adonde llevaban a los “sacrílegos” botándolos por encima de un muro, y que cayeran en el lugar en el que cayeran. Luego un enterrador sin rostro ni nombre los sepultaba, Paz en la tumba de los pecadores. Recordó la carta que le dejó un amigo un lunes, 10 meses atrás. “Sabrás que ayer me suicidé”, comenzaba. El tipo desapareció. Ni él ni su familia ni la Policía supieron si en realidad se mató o si se fue a una caverna perdida entre las montañas, el nombre y el rostro cambiados, por los siglos de los siglos, amén. Recordó otras historias, las muertes de anónimos bogotanos que pintaban con miles de colores sus cuartos antes de ahorcarse; que se lanzaban, en silencio, del último piso del edificio más alto de la ciudad, Colpatria por ejemplo, o la de un lejano pariente que compró un tiquete de barco hacia Inglaterra y en la mitad del océano se lanzó por la borda.


El día final

El último domingo de su vida se levantó poco antes de las 10. Se vistió sin prisas y sin haberse bañado. Fue a misa de 11 en Lourdes. Se sentó en uno de los últimos bancos, cerca de un parlante. Las iglesias eran una de sus extrañas fascinaciones, sobre todo las grandes iglesias con órganos de tubo, techos muy altos, eco, pasadizos oscuros y la Pasión de Cristo en cuadros grandes al óleo. Miró como por encima del hombro a quienes ya no volvería a ver y se fue sin recibir bendiciones a la casa de uno de sus abuelos, que a esa hora debía estar en otra misa, la de La Porciúncula.

Entró como de costumbre, con la cabeza gacha y los pasos firmes. Llevaba una chaqueta negra de cuero, sus eternos jeans gastados, botas de cordones y un morral en la espalda. La señora Josefina, ama de llaves y lo que se necesitara, le ofreció un café con leche que él aceptó. Luego se botó en un sofá a ver televisión, diría luego ella, aunque no viera nada. Cuando se sintió solo, a salvo de miradas y sospechas, se metió a la habitación de su abuelo, abrió el clóset y sacó del fondo de una gaveta una pistola que se guardó entre el jean. Después vería si estaba cargada o no. Volvió al sofá del televisor, miró el noticiero del mediodía, se despidió de doña Josefina y se marchó. “Siempre hubiera querido que me dijeran don Arturo, así, con el don bien marcado”, había dicho alguna vez, uno o dos años antes.

Se devolvió hasta su apartamento a pie. En la mitad del camino comenzó a llover. Era una lluvia lenta aunque pertinaz como las de las películas francesas que tanto le gustaban. Habrá recordado aquel clásico de Un hombre y una mujer, o Azul y Juliette Binoche. Ingresó en una cafetería y le marcó de un teléfono público a su novia. “Él me marcó, me dejó un mensaje, que nos viéramos, pero yo estaba en la ducha. Creo que me salvé”, diría esa misma noche. A las 4 de la tarde Arturo X estaba de nuevo en su apartamento. Era un hombre de apariencia tranquila, los ojos profundos, casi inmóviles, las facciones finas, las manos gruesas; un hombre blanco de estatura y contextura medianas a quien le gustaba el cine distinto y se negaba, obstinado, a llamarlo “de autor”. Le apasionaba leer a Ciorán, y como Ciorán, criticaba los excesos de idealismo de Nietzsche. “Odisea del rencor”, comentó alguna vez que podría ser el título de su vida. A las 4 y 30 puso un disco de Pink Floyd y se metió al baño. Afuera, en la calle, la lluvia seguía cayendo. Algunas gotas daban contra le ventana de su cuarto, gotas que él ya no alcanzó nunca más a oír. Pink Floyd cantaba “We don´t need more education”.

La capital del suicidio

Bogotá es la ciudad que más casos de suicidio registró en 2009, según el Instituto de Medicina Legal. La capital se situó en el primer lugar con 254 hechos, frente a 125 de Medellín, segunda ciudad en la lista, y Cali con 80. El departamento donde más se presentó esta conducta fue Antioquia (292). En Colombia se registraron 1.845 el año pasado.

Los suicidios en la capital registraron un pequeño descenso en relación con los presentados en 2008: 264.

El día más escogido por los colombianos para cometer un suicidio fue el domingo (339).

Por Fernando Araújo Vélez

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar