Por un lado están las obras: la Fase III de Transmilenio, los distritos de conservación, los trabajos de valorización, la construcción de nuevas vías, puentes, canales, interconectores y un largo etcétera de jerga sacada del diccionario de la ingeniería civil. Todo esto genera caos, pero es el caos que se paga por el progreso, diría algún ciudadano con una reserva de optimismo.
Por el otro está la ciudad mal planeada, que creció para desbordar las vías, el aguante y la esperanza de los bogotanos. A esta ecuación se suman por estos días el invierno, la lluvia que por efectos del cambio climático, el fenómeno de ‘El Niño’ y demás desarreglos planetarios ha crecido en intensidad y violencia, y hoy arrastra con ella montañas, inunda negocios y, claro, tapona las vías y retrasa las obras.
Pareciera ser que en Bogotá todos los caminos llevan a la misma nada exasperante del trancón. El Espectador presenta estas imágenes de algunos puntos en los que no sólo es costumbre, sino casi una obligación, que haya represamientos tan amplios como el horizonte mismo.