La sociedad está monolíticamente alineada por el sentimiento de malestar que le producen los actos de autoridades públicas que suponen favorecimientos, comisiones ilegales, coimas, mordidas y cualquiera de las especies que componen la compleja fauna de la corrupción en Colombia. Los más ricos se molestan por el lugar donde terminan sus impuestos, mientras que los pobres se lamentan porque entienden que con sólo una parte de la plata que se pierde en la selva de la corrupción se podría conmutar la pena que los condena irremediablemente a la pobreza.
Pero los ciudadanos no sólo comparten el rechazo unánime a los actos que consideran reprochables, sino que también son contundentes en identificar a los culpables, que resultan ser, como es apenas obvio, los políticos de turno. Partidos políticos, alcaldes, gobernadores, ministros, esporádicamente concejales, pero sobre todo congresistas, son los responsables predilectos de la opinión pública cuando se trata de encontrar responsables de la corrupción.
Sin embargo, también vale la pena explorar en qué medida la ciudadanía ha contribuido al fracaso de la lucha contra este flagelo, que de acuerdo con algunos estimativos, le cuesta al Estado algo más de un par de billones de pesos cada año. Para empezar, vale la pena decir que en términos de prioridades, la corrupción le importa muy poco al colombiano promedio, pues es 15 y 10 veces menos relevante para él que asuntos como la inseguridad y el desempleo, respectivamente. Aquí nadie denuncia las irregularidades en el ejercicio de lo público, ya sea porque se desconfía de las autoridades o porque se presume que ello pone en riesgo sus particulares intereses. Pocos ciudadanos participan en mecanismos de control social y a casi nadie interesan los eventos que destinan el presupuesto de manera participativa. Es común estar dispuestos a cometer pequeñas faltas en nuestro comportamiento ciudadano cotidiano, faltas que nos vuelven tolerantes frente a la ilegalidad y la promueven al convertirla en parte integral de nuestra cultura. La participación electoral, que podría convertirse en el instrumento para jubilar anticipadamente a los corruptos, es muy precaria. Solamente 4 de cada 10 personas aptas para votar salen a ejercer este derecho ciudadano, y eso sin sacar de la cuenta a quienes votan para congraciarse con la corrupción y no con el cambio. En fin, para que seguimos si los ejemplos son casi cientos...
La verdad es que a los colombianos nos indigna la corrupción, estamos unidos contra ella y la detestamos con fuerza, aunque no tanto como para trabajar en derrotarla. Nuestro desinterés es tan elocuente que no sólo no ayudamos a construir soluciones, sino que pretendemos y algunas veces exigimos el absurdo: que sean los políticos, precisamente de quienes más desconfiamos, los que nos resuelvan el problema. Y eso sí ya es un descaro.
Twitter: @NicolasUribe