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Dejando esos campos atrás

El testimonio de los rescatados es un viaje al pasado: los legendarios campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial.

Diana Carolina Durán Núñez
05 de julio de 2008 - 09:29 a. m.

“Por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa (...), una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse”. Con estas líneas, el escritor italiano Primo Levi intentó transmitir todo el horror que soportaron los judíos cuando estuvieron confinados en  campos de concentración, establecidos por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Levi, quien permaneció en Auschwitz entre 1944 y 1945, duró el resto de su vida plasmando en hojas lo que significó para él haber sido parte de ese holocausto.

Sin embargo, testimonios como el suyo y de tantos otros sobrevivientes del exterminio judío no fueron suficientes para evitar que los campos de concentración continuaran siendo una realidad, al menos en Colombia. Las cartas desde la selva así lo han dejado ver por años. Declaraciones de hombres como el canciller Fernando Araújo y el policía John Frank Pinchao también lo demuestran. Y ahora, luego del rescate de Íngrid Betancourt, los tres estadounidenses y los 11 miembros de la Fuerza Pública, se hace evidente que éste es un tema que no se puede relegar al olvido.       

La crueldad en los campos

Lo que motivó el levantamiento de los campos de concentración para los secuestrados de las Farc situados en el Meta, Caquetá y Guaviare fue un hecho que sucedió a cientos de kilómetros de distancia: la fuga de una guerrillera con dos militares que estaban privados de la libertad en el Cañón de la Llorona, accidente geográfico que se comparten las selvas de Chocó y de Antioquia. “Cuando nos cogieron, improvisaron unas viviendas con hamacas para que durmiéramos. Y como a los 20 días vimos que trajeron el alambre y cercaron todo”, le contó el cabo primero José Miguel Arteaga, quien no había hablado públicamente, a El Espectador.

Él fue uno de los 43 soldados capturados por las Farc el 3 de marzo de 1998, luego de la emboscada al Batallón de Contraguerrillas N° 52 de la recién creada Brigada Móvil N° 3 en la quebrada El Billar, Caquetá. Arteaga hizo parte de los 16 militares a los que las Farc reconoció tener bajo su poder en un listado emitido a los siete meses del asalto, silencio que martirizó su familia. “Fue una época de sosiego. Volví a coger el vicio del cigarrillo, tomaba diez tintos al día. Si me hubieran dicho que fuera a recogerlo al monte, yo lo hubiera hecho, así fuera a tuntún”, recuerda su hermana mayor, Yaneth González Arteaga.

La fuga de esa subversiva en Antioquia dejó, además, otro antecedente en las Farc: la prohibición a las mujeres de acercarse a los secuestrados. “No las dejaban arrimar”, recuerda Arteaga. En las filas guerrilleras, ellas tenían los mismos deberes de los hombres, que incluía levantar cosas pesadas, hacer de centinelas y cerciorarse de que nadie se pudiera escapar. “A mí me da pesar, ellas tienen una vida muy dura. Fuera de eso se tienen que rotar con todos los hombres, casi como trabajadoras sexuales, pero sin plata”, comenta el soldado.  

Para este suboficial, una de las experiencias más traumáticas en el encierro fue el encadenamiento. “Malditas cadenas”, murmura. Igual de difícil fue para Íngrid Betancourt, quien contó que logró “negociar” que se las pusieran en el pie y no en el cuello, porque le “pelaba” las clavículas. Las cadenas del sargento vice primero del Ejército Erasmo Romero, se oxidaron con el paso de tantos inviernos y le dejaron una marca en el cuello. Para los secuestrados, tenerlas puestas todo el día o sólo por


períodos no dependía de ellos, sino del comandante guerrillero, y al cambiar de campamento, tenían que cargarlas en el equipo que llevaban a la espalda.

Cuando empezó a regir la zona de distensión en el Caguán (Caquetá), en 1999, las Farc reunieron a todos los mandos de la Fuerza Pública capturados en las diferentes tomas, como El Billar, Miraflores y Mitú. Quedó un grupo de 54 personas, entre quienes estaban Arteaga y Romero. Tanto para ellos como para los demás policías y soldados, las Farc construyeron aquellas cárceles alambradas que se conocieron con las imágenes que el periodista Jorge Enrique Botero grabó desde la selva y que se difundieron en 2003. Para muchos de sus familiares, ésta fue la última prueba de vida de la que han tenido noticia.

 El escritor Primo Levi recordaba en su libro Si esto es un hombre, una de sus obras más reconocidas por su valor testimonial sobre Auschwitz, las “incomodidades, los golpes, el frío, la sed, la incertidumbre del mañana” que él y millones de judíos aguantaron en sus años de encierro. Para estos secuestrados, las frases de Levi no distaban de su realidad. “El Mono Jojoy llegó al campamento como a los 15 días de la toma. Nos dijo que nosotros estábamos ahí para un canje, pero que si se presentaba un combate, vivos no nos dejaban”, le dijo el sargento Romero a El Espectador en su primer diálogo con los medios. Él fue secuestrado junto con 55 compañeros más en el ataque a la base militar y antinarcóticos en Miraflores (Guaviare), el 3 de agosto de 1998.

Además de la incertidumbre, rondaba también la idea de la muerte. Era un pensamiento que no abandonaba la mente de los cautivos. “La muerte es la compañera fiel del secuestrado”, exclamó Betancourt, quien ya le había dicho a su madre en la carta que se conoció en octubre de 2007: “La vida aquí no es vida, es un desperdicio lúgubre de tiempo”. El escritor judío no lo veía diferente: “No se puede pensar, es como ya estar muertos”. El fin de la vida podía ser, a veces, un acontecimiento de otros, como lo fue para el sargento Romero: “(El capitán Julián Ernesto) Guevara murió ahogado, a nuestro lado, de madrugada. Supuestamente lo enterraron cerca de donde estábamos, pero luego lo movieron y ya nadie supo en dónde quedó el cuerpo”.   

Levi contaba que los alemanes les habían prohibido tocar o sentarse sobre las literas. En el caso colombiano no había tales literas. Las camas eran tablas de madera, o el mismo suelo si les había tocado improvisar un sitio para pernoctar. Su cobija era una sábana que tenían desde el comienzo de su cautiverio, pero que no era suficiente para repeler el frío de la selva o el ataque de los zancudos o los tábanos. “Había muchas chuchas mantequeras (ratas de campo) y serpientes. Tocaba dejar las botas bien paraditas para que los animales no se metieran, aunque ellos no se suben en los zapatos. Y sacudirlas en las mañanas por si las moscas”, narra el cabo José Miguel Arteaga.

Los guerrilleros, si querían, podían llegar a ser muy crueles. Cuentan los secuestrados que hombres como alias Gafas, uno de los insurgentes detenidos en la ‘Operación Jaque’, los obligaba a estar encadenados las 24 horas. El cabo William Pérez le relató a El Espectador que si un soldado discutía con un ‘fariano’, éste lo metía en un cajón de madera con candado y otro se paraba encima y le tiraba tierra día y noche. “Era una tortura sicológica, ellos quieren ‘quebrarlo’ a uno, que uno los vea y tiemble de miedo. Que uno se vuelva dócil y útil para ellos”.  


Los campos de concentración se acabaron para estos rehenes en 2004. Pero no por voluntad de la guerrilla, sino por las acciones del Plan Patriota. El comienzo de esta ofensiva militar marcó una época de caminatas diarias: “La última marcha la empezamos el 29 de diciembre de 2007 y la terminamos el 26 de abril, imagínese... lo importante era salir de las zonas de peligro”, relata el sargento Romero. Aunque, en realidad, la última marcha de estas 15 personas, incluidos los tres norteamericanos, finalizó el 2 de julio. Cuando escucharon las palabras “somos del Ejército Nacional”, supieron que la selva había dejado de ser su presidio.

La rotación de los secuestrados en Los Llanos

Hasta 1999, los grupos de los secuestrados se conformaron con las personas que fueron plagiadas en un mismo evento. En ese año comenzó la zona de distensión del gobierno de Andrés Pastrana, y los campamentos variaron. Los 54 mandos de la Policía y del Ejército fueron reunidos en un lugar, y el resto de agentes y soldados en otro. Estos últimos resultaron ser los 352 que recuperaron su libertad en el acuerdo de Los Pozos, en 2001.

Después de este episodio unieron a los mandos de la Fuerza Pública con los políticos. Ellos, junto con otros dirigentes regionales como Óscar Tulio Lizcano y Alan Jara —quienes no se encontraban en el área del Meta, Guaviare y Caquetá—, se convirtieron en la lista de canjeables, por los que la guerrilla exigía la libertad de 500 de sus hombres.

Cuando comenzó el Plan Patriota los dividieron: en el grupo de Íngrid Betancourt estaban también Luis Eladio Pérez y John Frank Pinchao. Ambos recuperaron su libertad anteriormente. El primero en febrero de 2008 y el segundo en mayo de 2007. Los demás, un policía y seis soldados, forman parte del grupo de rescatados en la ‘Operación Jaque’.

Sobreviviente de un campo de exterminio

Primo Levi es un sobreviviente del holocausto. Durante un año estuvo prisionero en el campo de concentración de Auschwitz (Polonia), en la Segunda Guerra Mundial en 1944. Fue un novelista, ensayista y escritor italiano de origen judío, que nació en Turín el 31 de julio de 1919. Se unió a la Resistencia cuando las tropas alemanas ingresaron al norte de Italia.

Escribió la obra Si esto es un hombre, considerada como una de las más importantes del siglo anterior, en la que relató los atroces detalles de la vida como prisionero en el campo de concentración y exterminio del ejército Nazi. En la presentación del libro dejó por sentado lo siguiente: “no lo he escrito con la intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”.

También escribió los textos La tregua, Momentos de indulto, Si ahora no, ¿cuándo? y El sistema periódico. Éstas fueron obras muy leídas que le merecieron destacados premios. Se suicidó el 11 de abril de 1987. Levi fue uno de los 20 sobrevivientes de Auschwitz.

Por Diana Carolina Durán Núñez

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