La herencia en la piel

Camila Botero es la nieta del maestro Fernando Botero, a quien le sigue los pasos. Los lazos familiares y la estrecha relación con sus abuelos la acercaron al canto, a la pintura y al mundo cultural.

Carolina Abad
31 de mayo de 2008 - 04:23 a. m.

Con los ojos cerrados, evocando el verano de 1999, Camila Botero recuerda un episodio de su vida que quedó grabado en su memoria.

Tenía apenas 11 años, suficientes para comprender la magnitud de lo que ella y sus cuatro primos vieron cuando su abuelo los conminó a abrir los ojos. Estaban parados frente a las esculturas del maestro Botero en plena Plaza de la Señoría en Florencia. A su lado, el David de Miguel Ángel se erigía imponente. “El abuelo nos explicó que era una copia de la famosa escultura y luego nos llevó a conocer la obra original en la Galería de la Academia, donde nos relató la historia de esa maravillosa figura”.

Son las incontables y grandiosas remembranzas que Camila conserva de sus vacaciones al lado de su abuelo en Italia. Desde que tiene memoria, cada julio lo visita en Pietrasanta, como parte de una inquebrantable tradición familiar de reunirse los veranos. Y todos los años, sin excepción, sus días en ese pueblo del noroeste de la región de Toscana, donde también vivió durante algunos meses Miguel Ángel, transcurren tranquilamente, con un itinerario de actividades alrededor de la buena mesa y las amenas conversaciones. “Siempre que volvemos es como si el tiempo se hubiera detenido, como si nada hubiera pasado”, admite con nostalgia.

Años atrás, cuando la familia era más pequeña y los nietos del maestro Fernando Botero eran aún niños, todos se alojaban en la residencia donde vive con su esposa Sophia Vari. “Una hermosa pero sencilla casa construida en la montaña, a la misma altura del campanario del pueblo”, como la describió hace algún tiempo su hijo, el escritor Juan Carlos Botero. Ahora, con muchos más integrantes en la familia, tienen un apartamento que el mismo artista compró, donde cada uno ocupa su propio espacio.

“Los días allá son una delicia, la vida es perfecta. Desde mi ventana veo el rosetón de la catedral del pueblo, es como un sueño”, cuenta Camila. A la una de la tarde, en la plaza principal, se reúnen tíos y primos para salir en bicicleta hasta la playa, donde el artista alquila dos carpas para la temporada. Allí, en su carrito rojo de siempre, llega Botero con su esposa y en el mismo restaurante se encuentran para almorzar. Luego de una apetitosa focaccia con prosciutto, pasta con almejas y fresca ensalada, van a la playa y mientras unos conversan y otros se bañan en el mar, el maestro se conecta unos audífonos y hace su sagrada siesta de una hora.

Pasada la siesta, Botero regresa a su estudio a trabajar y en la noche vuelven a encontrarse para cenar. Todos los días en un restaurante diferente para compartir los exquisitos vinos de la región. “Comemos siempre en familia o a veces con sus invitados y después vamos al Bar El Michelangelo o al Café Teatro para tomarnos un Moscazo D´Asti. Mi abuelo y Sophía se van a dormir y nosotros amanecemos jugando cacho”.

Una historia que se repite año tras año y que Camila espera ansiosa en cada julio. Antes utilizaba los días previos al viaje para pintar durante horas decenas de cuadros que ella le llevaba a su abuelo. “Uno de los que más recuerdo fue el de la Mona Lisa, gorda como él la pintó, pero llena de Margaritas en el pelo y con las uñas y los labios rojos”. Ahora, aprovecha sus trabajos de la universidad, donde estudia Arte, para guardarlos y entregárselos en sus encuentros.


La otra artista de la familia

Un payaso que pintó de los pies a la cabeza cuando apenas tenía dos años, una paloma perfecta cuando aún no había cumplido cuatro y un barco a vapor, asombraron a su mamá. “Siempre me impresionaba su finura y creatividad. Aún conservo muchos de sus dibujos y me parecen hermosos”, comenta orgullosa. Hoy ella es una de las mayores promotoras de su carrera. A los 20 años, ya Camila sabe lo que quiere hacer el resto de su vida. Desde que estaba en el colegio Liceo Francés y tomó clases de música, técnica vocal o pintura, estudió violín, participó en coros y se obsesionó con el piano, tuvo clara su vocación de artista.

“Además, cuando llegaba a Pietrasanta, mi abuelo pintaba algo en un lienzo y nosotros lo terminábamos poniéndole el color. Era el día más esperado de las vacaciones”, comenta. En la actualidad, Camila Botero complementa su carrera de Arte con la de Ciencias Políticas para poner en práctica su propósito de ser gestora cultural, como su abuela Gloria Zea. “Me gustaría aplicar todo lo que ella me ha enseñado, eso sí, a mi estilo”, añade con vehemencia, y agrega que quiere organizar múltiples exposiciones y trabajar en todo lo relacionado con la ópera.

Y es que además de sus habilidades para la pintura, indudablemente heredadas de su abuelo, por el lado materno también recibió las dotes musicales de su tío tenor. “Estás cantando muy bien”, le dijo una vez Gloria Zea, cuando la escuchó ensayando para una clase de técnica vocal. Y agregó: “¿Por qué no haces una audición para el coro de la ópera?”. Ella, decidida como siempre y segura de sus capacidades, llegó a la audición pero no pudo realizarla. “El director me dio tiempo para que preparara Los cuentos de Hoffmann, una obra musicalmente difícil en la cual mi tío me ayudó”, recuerda.

En septiembre comenzará su quinta temporada en la ópera. En esta expresión artística, según ella, comprendió que su verdadera vocación está en la producción de eventos culturales. “Me encanta la música y amo el arte, pero no quiero ser ni música ni pintora. Quiero trabajar con músicos y con artistas porque es donde puedo llegar a ser más útil”. Sin embargo, verdadera devota del trabajo y fortalecida en la disciplina que heredó de sus abuelos y de sus padres, lo que más quiere es llegar a la vejez trabajando con la misma pasión con que hoy lo hace.

Indudablemente oculta con sus palabras la edad que tiene. No en vano pertenece a un grupo de amigas del que ella es la menor, pero con quienes asiste sagradamente todos los viernes y los sábados a los conciertos de la Orquesta Filarmónica. “Me siento más cómoda con personas mayores que con los de mi edad, con quienes en ocasiones no entiendo de qué están hablando”, explica mientras se sonroja.

Por eso, ahora es más amiga de su abuelo. Las horas en las que él le contaba la historia de sus inicios como pintor en Nueva York, cuando por falta de dinero tenía que hacer uso de toda su creatividad para entretener a sus hijos durante las vacaciones, cambiaron por intensas discusiones sobre historia del arte, política y hasta fútbol. Ya no siente la timidez que le generaba ese hombre imponente a quien ha admirado profundamente desde que era una niña, porque en la actualidad el arte es un tema en común. Pinta por amor, aunque asegura que no tiene un estilo definido. Sólo quiere seguir siendo Camila Botero, a secas, sin que la encasillen por ser la nieta del ilustre pintor y escultor colombiano.

Al preguntarle cuál es su mejor cuadro, duda durante algunos minutos y después dice que es un trabajo de la universidad en el que transformó un lavadero en un bello espacio musical. “Pero nunca me voy a considerar artista, jamás será un calificativo que yo misma me vaya a dar”. Por ahora espera impaciente su próximo viaje a Pietrasanta, porque planea visitar algunos museos, esta vez “para ver el arte y pensar el arte, porque ya tengo herramientas para hacerlo”. Y cuando esté de regreso, seguirá construyendo para hacer realidad su sueño: ser algún día Ministra de Cultura y acatar el consejo de su abuelo: “En la vida el talento es importante, pero el hombre sin trabajo no vale nada”.

Por Carolina Abad

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