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Muerte de perros

Los precios por el entierro de mascotas oscilan entre los 350 y los 550 mil pesos.

Luisa Fierro / Colaboración del lector
30 de mayo de 2008 - 11:22 p. m.

“Dios, creador de todos los seres vivientes, te pedimos que mientras encendemos las velas, el calor sanador del amor fluya hacia los corazones rotos que están custodiando a nuestros animales que sufren. Dales tu fuerza y confórtalos”.

Frente a la tumba de Nerón Arias, un bóxer café de ojos grandes, Hilda Arias, su dueña, le reza esta oración a su hijo, como le decía cariñosamente, para que su cuerpo descanse en paz. Unas tardes antes, su hermano Ernesto entró a la casa silenciosamente, sacó una navaja y apuñaló a Nerón ocho veces. Los problemas que había tenido con su hermana desde la infancia fueron suficientes para quitarle la vida a lo que ella más quería: su perro.

“Es lo más macabro que he podido escuchar de mis clientes. Ese es uno de los casos con que me enfrento diariamente, dice Henry Cortés”. A la edad de 28 años, Cortés se graduó de veterinario de la Universidad Nacional, y se dio cuenta de que el trabajo era escaso. “No quería ganarme 20 mil pesos diarios. Por eso cogí mis maletas y me fui de Bogotá”. A esa edad comenzó a trabajar con su hermano manejando tractomulas en las que transportaba carros desde Melgar hasta La Plata. “Pero la idea de formar una empresa siempre estuvo presente.

En la universidad me di cuenta de que nadie sabía qué hacer con los cadáveres de los perros. Ellos se mueren y la gente los arroja en una bolsa de basura, o los entierran en sus casas”. Mientras manejaba la tractomula y hacía largos viajes, este hombre de mediana estatura y sonrisa amplia quiso buscarle una solución al problema. Después de dos meses de trabajar con su hermano volvió a tomar sus maletas y regresó a la capital para formar el único servicio funerario especial para perros de Bogotá.

Al principio sólo se dedicaba a recoger los cadáveres y los llevaba a un horno crematorio situado al norte de la capital; pero a los seis meses la gente empezó a pedir más servicios para sus difuntos. No querían únicamente que los incineraran: también pedían un recordatorio, un carro que transportara sus cuerpos y una tumba para visitarlos.

 Por eso Cortés decidió que su empresa ya no ofrecería únicamente un servicio de cremación, sino una funeraria para mascotas. Esta sede, ubicada desde entonces en el barrio Siete de Agosto —conocido por la cantidad de talleres para vehículos—, se llamaría Funeravet, un edificio de tres pisos: en el primero se encuentran dos congeladores donde guardan lo cadáveres de los perros para que no se descompongan mientras el dueño decide qué clase de servicio escoger; en el segundo hay oficinas para atender a los clientes y en el tercero, un cuarto de alimentación para sus empleados.

Mientras escucho a Cortés hablar sobre Funeravet, entra Hilda, la dueña del bóxer apuñalado. Sé que debo irme, pero apenas me alejo un poco para verla y tratar de entender qué lleva a una persona a disponer el entierro de un perro como si fuese un humano. Hilda no habla, se queda muda, sus ojos están brillantes, llenos de ese dolor que se adueña de nuestros rostros cuando perdemos a un ser querido. Ante su llanto, Henry la abraza y le dice que todo va a estar bien. “Hace un par de horas —dice Hilda—, visité a Nerón en su tumba, ¿y sabes qué hice? Recé una oración. ¿Quieres escucharla?”. Mientras la lee me quedo atenta. Aún no salía de mi asombro: ¿cómo alguien puede matar a un perro a puñaladas?

Los teléfonos de la oficina no paran de sonar. Tampoco las palabras de rabia de Hilda. Una hora más tarde la mujer se ha marchado. “Buenas tardes”, contesta Henry Cortés. “¿Un french poodle? Tranquila, tranquila”, le dice con voz amable. “¿Qué le pasó a su perro?... Sí, doña Patricia, acá tenemos varios servicios”.

En Funeravet no se hacen velaciones, ni ceremonias: sólo se recoge el cuerpo en la casa o en la clínica veterinaria, y es el dueño quien decide qué hacer con él. La funeraria ofrece tres servicios: el entierro, la cremación “sencilla” o la cremación “de


lujo”. En las dos últimas el costo varía según el peso del muerto. Las tarifas comienzan desde $95.000 hasta $600.000, pero si la opción es enterrarlo, los precios van desde $350.000 hasta $550.000.

La cremación “sencilla” es colectiva (máximo seis perros) y no se entregan las cenizas: sólo un diminuto cofre de madera con una parte del animal, que puede ser un mechón de pelo, un colmillo o una uña, aunque Cortés trata de convencerlos de que el mechón es un mejor recuerdo, “¡porque imagínate cremar un humano y pedir de recuerdo un dedo!”.

La cremación “de lujo” es individual: el dueño puede llevarse las cenizas, un recordatorio y un pequeño folleto llamado Guía para el duelo, escrito por el mismo Cortés, donde explica que hay un espacio “que queda entre el paraíso y la tierra, y se llama Puente del Arco Iris… Allí hay valles y colinas para todos nuestros amigos, para que ellos puedan correr y jugar juntos. Hay mucha comida, agua y sol, y nuestros amigos se encuentran cómodos y al abrigo”.

Pero muchos como Hilda optan por enterrarlos porque podrán visitar su tumba y llevarles desde cartas hasta comida, que ponen sobre las lápidas, “donde —afirma Cortés— se la comen los perros callejeros”. Funeravet sólo tiene un cementerio: Rufus y Roque, el único de la ciudad y del país, ubicado en la vía a El Rodeo, en La Calera. Los 290 propietarios sólo podrán tener el cuerpo en la tumba por dos años; después tienen la opción de cremarlo o pagar $50.000 anuales por mantenerlo en el cementerio.

“Cuando llaman a Funeravet todos lloran. Me dicen: se acaba de morir mi hijo. ¿Cómo me va ayudar, qué puedo hacer?”. Cortés trata de manejarlo lo mejor que puede. La experiencia que ha tenido a lo largo de estos seis años con sus clientes lo ha llevado a leer infinidad de libros sobre cómo dar malas noticias, cómo afrontar un duelo y cómo decirle a una persona que su perro requiere una eutanasia. “Para mis clientes, sus animales no son una basura: son un ser querido, alguien especial. Algunos no lo pueden superar”.

Camino al cementerio, dos días después, me siento extraña, pues el pequeño vehículo tipo camioneta, aparte de decir Ambulancia, tiene la apariencia de los que son usados para hacer levantamientos de personas. Lucas, un french poodle que murió de viejo (diez años), viaja en la parte trasera en una caja de cartón, que tiene la forma de un ataúd, y que permite que los restos se descompongan rápidamente.

Al llegar al sitio, de 350 metros cuadrados, empecé a recorrer las tumbas de los casi 290 perros que se encuentran sepultados. Junto a una de ellas se hallaba un hombre algo entrado en edad y en sus manos sostenía grandes girasoles. “Es el señor Esteban”, dijo Henry Cortés. “El día que enterramos a Tommy, un labrador negro que murió de cáncer, él se metió dentro de la fosa. Quería despedirse y nos pidió unos segundos para acompañarlo”.

Cuatro años antes Tommy falleció, y desde entonces, este hombre de bigote poblado,  va a visitarlo dos veces por semana. “Cuando le damos la última palada al ataúd, la gente llora y algunos se desmayan porque saben que es la última vez que los van a ver”.

Por Luisa Fierro / Colaboración del lector

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