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El precio de la Revolución (II)

Durante siglos, la isla fue un punto estratégico disputado por las grandes potencias. La caída del bloque soviético puso a prueba los frutos de la Revolución y la tenacidad de su pueblo.

Especial para El Espectador
11 de enero de 2009 - 10:00 p. m.

A pesar de haber perdido sus virreinatos en México, en Bogotá, en Lima y en Buenos Aires, España conservó el orgullo de tener un imperio mundial gracias a las islas Filipinas en el Pacífico y a Puerto Rico y a Cuba en el Caribe. De todas esas posesiones, Cuba era la verdadera joya de la Corona, una exquisita joya española engastada en un mar de zafiro, la arquitectura colonial relievada por un sol incesante, entre el olor de los mangos y el aroma del tabaco, y proveyendo continuamente para la metrópoli su caoba y su azúcar.

Por eso el peor momento de la historia española bien pudo haber sido aquel año de 1898, cuando gracias a la guerra contra los Estados Unidos, España perdió sus posesiones en el Pacífico y en el Caribe, y súbitamente dejó de ser en su conciencia uno de los grandes imperios del planeta para convertirse en uno de los últimos países de Europa. Ello, curiosamente, produjo una oleada de inmigrantes españoles hacia la isla ahora independiente, que además, gracias a esa independencia, se enriquecía.

Entre esas legiones de inmigrantes volvió Ángel Castro, el padre de los hombres que han gobernado después la isla, un gallego que había militado en las tropas españolas, pero que había quedado cautivado por la belleza de Cuba, y que llegó a poseer 10.000 hectáreas de caña de azúcar en Birán, en la provincia de Holguín, al oriente, antes de que se las quitara la Reforma Agraria.

El crecimiento económico de Cuba prosiguió hasta comenzar la tercera década del siglo, cuando el crack de la economía mundial hizo caer dramáticamente los precios del azúcar, hecho que aprovecharon los Estados Unidos para comprar una parte del territorio. Pero la riqueza de Cuba no era solamente económica. La fusión de las culturas y de las razas había producido paulatina y naturalmente algunas asombrosas síntesis culturales, y las que se produjeron en el campo de la religión y del arte fueron particularmente fecundas.

Cualquiera puede preguntarse cómo debería resolverse la contradicción entre el sentimiento religioso animista de los pueblos de origen africano y el elaborado ceremonial de la cultura católica europea. Pero ningún antropólogo, ningún filósofo, podría predecir lo que la realidad logró ante esa disyuntiva: el nacimiento de la santería, en la cual el espíritu profundo de los hijos de África encontró un modo de yuxtaponer en un solo rito la devoción por los santos católicos y el culto de las divinidades africanas.

Lo más notable de esta solución es que supera el deber de las exclusiones y fusiona en una verdad profunda lo que parecía incompatible. Es allí donde se hace manifiesto el genio de los pueblos, en el modo como logran soluciones míticas y estéticas a los problemas que no tienen solución política ni filosófica.


También en el campo de la música, se dio en Cuba la fusión de las contradanzas europeas, de los ritmos españoles, de la gran música del siglo XVIII que traían los concertistas a las salas de La Habana, con las músicas de África que persistían en la vida cotidiana de los esclavos. Así nació la Habanera, que fue la madre del bolero y del tango, grandes ritmos latinoamericanos del siglo XX.

También en este caso las fusiones estéticas fueron la solución a las aparentes disyuntivas culturales de la historia. Cuba estaba en el centro de muchas de estas aventuras, y se fue convirtiendo en una especie de santuario del mestizaje, de la apasionada y festiva mulatería, capaz de poner sensualidad africana en las ternuras cortesanas e insolente alegría popular en los virtuosismos técnicos europeos. Cuando las culturas se confrontan en el arte y en el mito, y no en la guerra, no hay perdedores, y la síntesis se logra sin sacrificar nada esencial.

La Revolución cubana hizo un énfasis en la valoración y recuperación de la cultura negra, que había sido tradicionalmente despreciada por los poderes políticos y sociales, y cerró un poco sus ojos a esa Europa de la que sin embargo también era producto, y de un modo especial. No obstante, hubo un campo en el que, tal vez involuntariamente, la Revolución salvó un tesoro. La Habana se había convertido en una joya arquitectónica. Pero sus edificios de piedra, abundantes en arcos y en columnas, lo mismo que en fachadas de trazos árabes, que a veces se parecen a las que asoma Venecia sobre el Gran Canal, son verdaderos palacios que exigirían para su mantenimiento otra vez legiones de sirvientes o esclavos.

La primera prioridad de la Revolución fue proveer de vivienda a millones de excluidos, y esto permitió ese curioso lujo de poner a vivir en legión a los hijos de la mulatería en los palacios de la aristocracia. Parecía clamar al cielo, en la sensibilidad de los cubanos excluyentes, que edificaciones tan hermosas y tan lujosas se llenaran de mulatos habituados a la zafra y alergástulo.

Sin embargo, en todo el resto de Latinoamérica los años 60 y 70, que fueron los del auge de la Revolución, trajeron una irrisoria idea de progreso y de modernidad que sustituyó unos valores estéticos largamente establecidos por otros presurosos y deleznables. Grandes conjuntos urbanos, barrios refinados, villas espléndidas, fueron derruidos en todo el continente por sus propios dueños para aprovechar la marea de la especulación inmobiliaria, y para construir en sus espacios edificios modernos de la más inhabitable fealdad.

Bogotá y Caracas se llenaron de torres irresponsables, que destruyeron para mucho tiempo la armonía urbana. Por supuesto que ello ocurrió también en Madrid y en París, pero sin afectar de un modo tan importante el equilibrio estético de la tradición. La Habana, por una inspiración afortunada, o por la propia escasez que la Revolución imponía, se salvó de ser derruida para construir bloques habitacionales a la manera horrible de los barrios periféricos de Bucarest o de Alejandría, y en medio de la terrible pobreza de los tiempos recientes conservó su estilo arquitectónico y quedó lista para convertirse, si la restauración llega a tiempo, en una joya urbana incomparable, pero ahora dueña de cierta autonomía, libre al menos del todopoder de las metrópolis.

Porque lo más interesante que le ocurrió a Cuba en todo el tiempo de la Revolución fue justamente lo que ocurrió en los últimos quince años, desde cuando, al desplomarse la Unión Soviética, el país debió pagar con el precio de la privación y de la desesperanza el derecho a estar por primera vez en su historia libre del poder de los grandes imperios, y en condiciones de inventarse un destino en el que tuvieran algún poder de decisión los hijos de la isla y los que han valorado a su pueblo.


Nadie podía prever que la Unión Soviética se desplomaría de un modo tan súbito como insonoro. Como una hilera de fichas se fueron cayendo tras ella todos los regímenes que gravitaban en torno suyo, y no había dudas de que Cuba caería también.

La sospecha de que el socialismo no existía en parte alguna se convirtió en evidencia cuando la burocracia soviética, harto denunciada en tiempos de Jruschov y de Brezhnev, mostró su violencia en los archipiélagos donde confinaba a los intelectuales, su ineptitud en la tragedia de Chernobyl, su brutalidad en la guerra de Afganistán, y probó su impopularidad con el desmoronamiento de las estatuas colosales del comunismo.

Polonia enardecida en plegarias a la Virgen María, Rumania enloquecida contra un dictador kafkiano, Yugoslavia desgarrada en naciones que se odiaban, Alemania oriental mirada como una criada pobre por sus propios hermanos del oeste, revelaron al mundo la precariedad de un sistema que se había prometido el redentor de la historia y que en la segunda década del siglo prometía abrir para la humanidad los inagotables graneros del porvenir.

Pero Cuba, denunciada como una tiranía sangrienta desde los primeros días de la Revolución, había tenido una diferencia importante con esos países que fueron convertidos al comunismo por el ejército soviético en su avance contra los nazis en 1945. A diferencia de tales países socializados por contagio, Cuba había tenido una revolución verdadera, una llamarada de entusiasmo popular, y durante todo el tiempo en que duró el subsidio soviético, sus gobernantes habían hecho sinceros esfuerzos por dar a los cubanos educación, salud, orgullo y dignidad. Y los pueblos no olvidan esas cosas.

Los Estados Unidos podían denunciar al régimen cubano en todos los tonos, pero el afecto y el respeto de los isleños por Fidel Castro eran indudables, y el modo como escuchaban sus discursos interminables podía tener el carácter de un continuo plebiscito de popularidad. Cuando sólo podía esperarse su derrumbamiento, Cuba no cayó. Muerta la Unión Soviética, el bloqueo norteamericano por fin se hizo sentir en toda su plenitud, y Cuba estuvo a punto de desplomarse, pero una oleada de solidaridad de países amigos vino entonces en su auxilio, y fueron los propios españoles quienes le recordaron al gobierno cubano que España había quedado destrozada después de la Guerra Civil, y que sólo el turismo había podido sacarla de su postración.

Cuba tenía todo para convertirse en un gran destino turístico, sus playas, la arquitectura de sus ciudades, su música, su cultura, su gente, incluso la leyenda de su revolución, y gracias a ese recurso Cuba resistió los momentos más difíciles de la crisis de comienzos de los noventa.

* Escritor tolimense, autor de las novelas ‘Ursúa’ y´’El país de la canela’.

El lunes, el bloqueo de Estados Unidos a Cuba.

Por Especial para El Espectador

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