El Magazín Cultural
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Mario Rivero: el malevo de la poesía

Homenaje al poeta recién fallecido.

Juan Gustavo Cobo Borda / Especial para El Espectador
16 de abril de 2009 - 11:00 p. m.

En 1965, en Ediciones La Tertulia de Medellín, apareció un delgado libro de Ernesto Cardenal titulado Oración por Marilyn Monroe y otros poemas. Allí se hablaba de aviones y turismo, de gángsters y cine, de la ciudad y la noche. Aparecían avisos luminosos como Kodak, KLM y ESSO. Avisos que proclamaban la gloria de Dios. “Las crueldades de esas luces no las defiendo. Y si he de dar un testimonio sobre mi época, es este: fue bárbara y primitiva, pero poética”.

De este delgado cuaderno de sólo 23 páginas provendrá todo lo que un año después, en 1966, presentó Mario Rivero en su primer libro Poemas urbanos. También cartas a Dios, también afiches de cine, también avisos como “Banco de Londres, Chicles Clark, National City Bank”. Astronautas y el transeúnte que se compenetra con el áspero asfalto y las historias de vida cotidiana. Sería, como pedía Cardenal, una poesía exteriorista que prestaba más atención a la tradición norteamericana de Ezra Pound que a la española propia de Piedra y Cielo.

Pero en aquel entonces Mario Rivero, de seguro, prefería ser considerado un bacán, un Charles Atlas del trapecio, un obrero de Rosellón, siempre enfrentado a la riqueza discriminatoria de un Medellín clasista. Por ello asumió la máscara del contestatario que cantaba tangos y se iba de soldado a la Guerra de Corea. Su himno sería entonces un canto de Cátulo Castillo, La última curda, que le deslizaba a puticas y secretarias con voz de madrugada: “¿No ves que vengo de un país, que está de olvido siempre gris, tras el alcohol? Cerrame el ventanal, que quema el sol”.

En estos versos donde “el barro se subleva” halló el impulso para llorar e increpar y traer los nuevos efluvios de la ciudad y sus desheredados. Pero curiosamente, este hombre de disidencia y arrabal combinaría los poemas de la noche y el bar con una larga serie de elegías literarias dedicadas a figuras como los asesinos de Truman Capote en A sangre fría  , a La Maga de Cortázar y, quien lo  creyera, a una mezcla insólita entre Marguerite Duras y el Trío Los Panchos. Este era el tono con que Mario Rivero recorría las calles y abría las puertas vendiendo libros, escribiendo notas de arte sobre Obregón, Botero, Luciano Jaramillo o David Manzur y esta era también la fuerza que sostenía sus poemas en generoso diálogo entre el bolero y la milenaria poesía china.

En 1973, iniciaría la más perdurable de sus empresas: la revista Golpe de dados, que  hoy ya ha dado nombre a nuestra generación y que fue obra única de quien supo combinar a un empresario generoso con un poeta vital y, sin embargo, siempre acongojado por lo trágico de la aventura humana. A sus versos volveremos y su recuerdo seguirá acompañándonos tal como nos dejó escrito en su legado:

“¡Ah! Aquella primera madrugada que abrió su párpado rosasobre los dos en 1960.

Un disco: ‘Strangers in the night’ cantado por Sinatra

con su voz turbia, amanecida.

La última foto de Guevara muerto sobre la alberca en Camirí

con su tenue sonrisa de todo-está-perdido.

2 ó 3 cantos de Anacreonte - porque son locura.

El rojo y el verde los colores por los cuales según Van Gogh

se podría cometer un crimen”.

Tal su herencia.

Por Juan Gustavo Cobo Borda / Especial para El Espectador

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