El Magazín Cultural
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Escalona, el hombre

El miércoles, en horas de la tarde, falleció en Bogotá el emblemático compositor. Deja como testamento más de cien canciones.

María Consuelo Araújo C.* / Especial para El Espectador
13 de mayo de 2009 - 10:19 p. m.

Nació en Patillal, un pueblo inverosímil en las estribaciones cálidas de la Sierra Nevada, que no es humilde sino mágico, lleno de mariposas amarillas que brotan de malenas naturales en sus recodos y calles de arena, con grandes casas de bahareque en medio de patios inmensos, cuyos dueños están entrelazados por vínculos familiares insondables y una historia común signada por la bohemia y una vida pastoril elemental que sólo podía darse en esa total desconexión del mundo.

Todavía hoy, Patillal preserva ese embrujo, aunque el cemento cubra la arena de sus calles y ya no sea aquella aldea salpicada de cayenas y corales sino un pueblo próspero que aún es apéndice del municipio de Valledupar. Como la mayoría de los vallenatos, Rafael Escalona más que nada fue patillalero. Pero allí no cabían su personalidad exuberante ni sus aires de donjuán universal influenciado por el cine mexicano. La visión de Rafael Escalona en los 50 y los 60 era la de un Jorge Negrete vallenato, más apuesto, con patillas largas, sombrero, botas, pistola al cinto y un trasegar sin pausa por la provincia de Padilla pegado a la cabrilla de su famosa camioneta Ford azul que, para que pudiera ser suya, fue bautizada con un nombre de su gusto: “María La Bandida”.

Llegó a Valledupar de la mano de don Clemente Escalona, sus seis hermanos y su madre Margarita Martínez, a quien premonitoriamente llamaban “Aló”, una belleza rubia sin par en la comarca. Rafael no tenía 10 años cuando se instalaron en la casa de doña Fefa Brugés, pero rápidamente su personalidad arrolladora y su inteligencia centelleante se apoderaron de Valledupar. Travieso, mujeriego y amiguero, se encompadró con muchachos de las familias mas “consideradas” y se hizo entrañable de Alfonso Murgas, Jaime Molina, Poncho Castro, Hernandito Molina, Andrés Becerra y de casi toda la muchachada de un Valledupar similar al Patillal de hoy. De “el Valle” fue a dar al Liceo Celedón de Santa Marta y en las vicisitudes del internado, por falta de pechiches maternos, escribió y cantó gimiendo con simplicidad y perfección lírica: “Tanta yuca buena que se come en la provincia, tanta carne gorda de novillo empotrerao, Lo que más me mortifica es que crean que estoy hambriao”.

A su salida del Liceo, pulido por el roce con las gentes mas “civilizadas” de la Santa Marta de la United Fruit Company, Escalona volvió a Valledupar sin título de bachiller pero con el mundo agrandado por la visión mundana del puerto capital del Magdalena. Rafa era pintor desde antes de irse, pero ahora hacía poesías y les encajaba melodías que contaban cosas simples con erudición genial. El nuevo trovador no estudió más, se hizo a la mar de la vida adulta sembrando arroz, algodón, parrandeando y enamorando con versos cantados y poemas recitados.

Escalona no tocaba instrumentos. Era un repentista que componía en cualquier parte y su amigo entrañable Poncho Cotes, el gran músico y compositor vallenato, interpretaba las melodías que iban surgiendo en las tertulias de bohemia. Sin embargo, uno de los mejores regalos de la vida se lo dio el “Yío” Pavajeau un día cualquiera que, sin mucho preámbulo, le presentó un muchacho tímido, de pocas palabras, pero leal y entregado con devoción a la amistad y a la música. El mundo del folclor lo coronó luego mil veces: “Colacho” Mendoza. Escalona y Nicolás Elías se hicieron inseparables, el uno ponía su talento poético y ese cierto descaro encantador; el otro, una maestría natural para las notas del acordeón.


Junto a “Colacho”, en Casa de Hernando Molina y su comadre Consuelo, Escalona fundió en concreto una relación que transformaría el rostro de la lírica musical colombiana al intimar desde entonces y para siempre con los cachacos fantásticos que traía López Michelsen, quien se dedicó a ser el forjador paternal de un folclor que aún no terminaba de cuajarse, pero del que Escalona era ya una prueba viviente. Fabio Lozano Simonelli, Pacho Herrera, Rafael Rivas Posada, Gonzalo Arango, y todos los amigos de López, se volvieron fraternales contertulios de Escalona, y la parranda, desconocida para ellos, se tornó en un aquelarre inédito para los cachacos y para algunos caribeños que tuvieron ojos para descifrar lo que se estaba cocinando en los 40 grados de Valledupar. De la mano de “Alfonsito López”, con todo el condimento, la sazón y las recetas de Escalona, Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda se dieron cuenta de todo e identificaron que la guardiana de esa heredad sería “La Cacica”.

Tal vez lo menos conocido de Rafael el Hombre se refiere a su compleja condición humana. Para saludar echaba por delante su sonrisa bonita, seguida de un piropo fino o una frase efectista y galante, siempre diferente. Con sus amigos era absorbente y generoso hasta el extremo; detallista de mandar perfumes, poemas, regalos de todo tipo y papelitos con versos o recados, amante de dar sorpresas, de hacer prosopopéyicas visitas. Le gustaba secretearse en público —para hacer sentir importante al interlocutor— o simplemente le salía con cualquier desplante a quien osara ignorarlo. Vanidoso, ocurrente, encantador, brillante, gallardo y desparpajado hasta el extremo de resolver un problema de mora en un crédito cantando al Señor gerente y, de paso, le anticipaba sus necesidades con un verso inductivo: “No te preocupes, Rafael, la Caja te vuelve a prestá, para eso soy Gerente yo…”.

Con más de cien canciones propias, Escalona fue sin duda un genio incomparable, fruto de una sociedad machista que veneró la figura femenina, por la que dio lo mejor de su inteligencia. Basta recordar cómo el amor por sus hijas se hizo música desplomándose en cascada sobre Ada Luz, que tuvo un balcón con vista a la inmortalidad desde su Casa en el aire, y sobre Rosa María, quien seguramente sonreirá cada vez, recordando el homenaje que su papá le cantó al oído: “Yo voy a hacer que brote un manantial,/ en lo más alto de la serranía,/ en donde sólo se pueda bañar,/ cuando tenga calor, Rosa María”. A la hija que no le hizo canción le puso un nombre que no es más que una onomatopeya melódica: Tarín.

El Maestro Escalona vivió para sus amigos, vivió para las mujeres y sobre todo para entregarnos millones de páginas de fundamento cultural con su aporte vivencial, poético y musical. Para conocerlo mejor, tendríamos que asomarnos por la ventana del alma de quien más lo amó y leer a Marina Arzuaga, “La Maye”, la esposa de Rafael Escalona Martínez, con quien vivió muy cerca de Valledupar entre algodonales en su finca “Chapinero”: Hace varios años, ya separada de él, después de mil sinvergüenzuras e infidelidades de su esposo, en una imprudente entrevista de El Espectador le preguntaron si ella volvería con Rafael después de tanto mujereo… Ella contestó rauda con un impactante “Sí”. Sorprendida, la entrevistadora indagó el incomprensible por qué. Al contestar, “Maye” dio la primera clave de la Escalonalogía que comienza hoy: “Vea, cuando lo conocí, en seguida me di cuenta de que Escalona no era sólo para mí, sino para todo el mundo”.

* Ex ministra de Cultura y ex Canciller.

Por María Consuelo Araújo C.* / Especial para El Espectador

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