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Así funciona el CSI criollo

Más de 102 personas conforman el equipo en Bogotá. Trabajan día y noche en 12 laboratorios.

Sylviane Bourgeteau* / Especial para el espectador
13 de julio de 2009 - 11:00 p. m.

Son casi la 6 de la mañana. La luz del día se abre camino en la noche, la neblina se levanta sobre la zona industrial. En una calle desierta, hombres y mujeres se deslizan entre varios camiones forenses para entrar en el Santuario: la unidad de los laboratorios de la Policía Judicial del CTI o unidad Coral. 

Son unos de los hombres y mujeres del “CSI Bogotá” que inician un turno de 12 horas, que a menudo pasa a 18, 24, 48 y más. “Sabemos a qué hora empezamos, pero nunca cuándo terminaremos. Nuestra disponibilidad debe ser de 24/24 horas, sin horas extras pagas ni compensatorios. Sin pasión, sin vocación, nadie se resiste a este trabajo”, comenta Ofelia mientras se pone su uniforme negro de técnica criminalística, su dotación, y ajusta su arma. Ella es parte de uno de los 12 laboratorios que intervienen día y noche en los casos de muertes “por establecer” y homicidios de la capital.

Su trabajo es el crucial elemento de enlace entre el último eslabón de la violencia —el asesinato— y el primer eslabón de la justicia. Los Corales son por excelencia esta ficha amarilla que simboliza la Fiscalía y en la cual posteriormente se imbricarán las otras fichas del rompecabezas hacia la verdad. “Nuestra labor son las vigas de los casos judiciales. Como en una casa, si están mal colocadas, todo se derrumba —alega Pacho, jefe de un Coral—, y con esta convicción trabajamos todos”.

Por un sueldo promedio de $1’300.000, los 102 integrantes del “CSI Bogotá”, cuya mitad son mujeres y tienen entre 30 y 35 años, dedican más tiempo a la resolución de los crímenes que a su propia familia. El celular se vuelve el principal lazo familiar. Lo que explica que muchos de sus matrimonios se deterioren o se destruyan.

Así su labor está muy lejos de la ficción de las series estadounidenses de televisión como NCIS, CSI Miami o Las Vegas, en las cuales el crimen se resuelve en 42 minutos, en un ambiente de asepsia y alta tecnología, sin caras de cansancio y con un solo equipo, por lo que en realidad moviliza a varios departamentos de especialistas científicos.

Esta es la verdadera historia de los CSI criollos.

De los tres laboratorios del turno nocturno, un solo Coral regresó al Santuario. Dos están todavía sobre un caso. El Coral de Ofelia está listo: tres técnicos y un investigador.

En una pieza, al lado, el encargado de Marfil (unidad de comunicación) recibe una llamada de la central de la Policía que le avisa de un caso en el sur de la capital: homicidio por arma de fuego en vía pública.

Con el “reporte de inicio” en mano, el Coral se va rumbo al sur en la Hormiga, apodo cariñoso que todos le dan al camión-laboratorio forense.

Con base en una antigua y “salomónica” repartición, el caso anterior fue adjudicado a la Policía Judicial de la Sijín.

Al llegar a la escena del crimen, una callecita en pendiente cuyas extremidades fueron acordonadas por el policía que reportó el caso, Renaldo y Sabrina se colocan una máscara y un overol desechable contra la biocontaminación. En una inspección al cadáver, este riesgo es la mayor preocupación de los técnicos: “Pese a que trabajamos con guantes, una cortada es siempre posible —comenta Sabrina— y no sabemos si el cadáver tiene sida, hepatitis, hongos, parásitos o ahora el virus AH1N1”. Y Renaldo enfatiza: “Manipulando el occiso estamos en contacto con muchos fluidos: sangre, orina, saliva, semen, excremento, etc. Más aún cuando está putrefacto. Pero lo peor es que carecemos en nuestra dotación de gafas de protección. Una salpicada en el ojo y podemos estar contaminados. Además, nos toca lavar personalmente nuestro uniforme. Ninguno lo hace en la lavadora familiar. Nos gastamos la lavandería. Tengo un colega que se empelota en la puerta de su casa y echa todo en un talego”.

Frente a las policías judiciales de países como Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Israel, con los que el CTI mantiene cooperación técnica, los Corales hacen figuras de “niños pobres” del mundo criminalístico.

Así también frente a sus colegas de la Sijín, quienes —por ser considerada como policía preventiva— gozan de mayores presupuestos resultantes de los Fondos de Seguridad de las Entidades Territoriales.


Desde el camión se oye el grito continuo de la madre del joven baleado: “Flaco… pooor qué… si era sano… cuando me llamaron ya había muerto… Pooor qué, Dios mío…”.

En la multitud amontonada tras los cordones, Eleonor, la investigadora, busca testigos directos e indirectos. Cualquier información que le permitirá perfilar o identificar al asesino. “Hay casos en los cuales el asesino o cercanos del homicida tratan de sobornarnos para desplazar o desaparecer EMP (Elemento Material Probatorio) o nos amenazan cuando nos rehusamos —confiesa—, pero son muy escasos los de nosotros que se dejan corrompir. Pero razones habría para hacerlo… los tintos, almuerzos y transportes ofrecidos a los testigos salen de nuestro bolsillo, igual que muchos gastos de la investigación”.

En la callecita, después de una minuciosa inspección y de haber tomado fotos, Renaldo y Sabrina colocan las placas numeradas de cada EMP encontrado. El número uno es siempre el cadáver y los demás, en este caso, las vainillas. Ofelia, que hace de topógrafa, toma las medidas con las cuales elaborará un plano de la escena y de la ubicación de los EPM.

“Otro peligro —explica Ofelia— son las agresiones físicas, de noche principalmente. Una vez nos devolvieron a tiros para no dejarnos llegar a la escena del crimen. Otra, en la oscuridad, nos confundieron con ladrones y nos iban a disparar. También la gente nos insulta o nos trata de ‘chulos’ o ‘levanta muertos’ y eso duele mucho”.

De repente, un grito agresivo sobrepasa los llantos de la madre. “¡Ustedes no resolvieron el caso de Galán, que era un personaje! ¡Entonces qué van a resolver el de mi sobrino! ¡Pa’que hacer todo eso… eso no tiene tanta ciencia…!”. El ambiente se calentó. Los policías se ponen en alerta.

Los EMP ya fueron levantados y puestos en sobrecitos, Ofelia termina de tomar sus medidas mientras Renaldo y Sabrina envuelven el cadáver en un plástico blanco que sellarán con cinta de la Fiscalía. Eleonor termina de recoger los testimonios. El cadáver, puesto en una bandeja, está en la parte trasera de la Hormiga. Los policías levantan las cintas y la Hormiga regresa al Santuario.

A lo lejos, se sigue oyendo el llanto de la madre, como tantas madres cada día en Colombia. “Pooor qué… El dolor de una madre… no se lo deseo a nadie… Pooor qué…”.

En el camino de regreso, el equipo del Coral admite que “el dolor de los familiares es difícil de soportar”. “Por trabajar con occisos, muchos creen que nos volvemos insensibles. Pero no. Uno es de carne y hueso y no se acostumbra. Y lo peor, para cualquiera de nosotros, siempre será ver el cuerpito de un bebe o un niño asesinado, ahogado, descuartizado o muerto a puros golpes”. Sabrina reconoce que a menudo no puede represar sus lágrimas y que desde que trabaja en un Coral se volvió una mamá sobreprotectora: “Nos pasa a todos los que somos padres. Viendo los peligros a los cuales los jóvenes están expuestos, tememos por nuestros propios hijos. En muchos casos, necesitamos llamarlos, por celular, desde la escena del crimen, para oír su voz, para tranquilizarnos”.

Al regresar al Santuario no existe ningún equipo de apoyo sicológico permanente (debriefing, dicen en los países del CSI original) que les ayude a prevenir reacciones postraumáticas. Cada uno inventa sus propios métodos de defensa: “Tomo las cosas con calma… dejo mi trabajo en el Santuario… trato de compartimentar… desahogo hablando con mi cónyuge”. Pero muchos reconocen que el día que se desvinculen de los Corales serán “buenos para el manicomio”.

Llegando al Santuario cada miembro del Coral redacta su parte de las “actas” que serán entregadas con el plano y los EMP al fiscal de turno de la URI donde ocurrió el crimen, otra será llevada en la Hormiga con el cadáver hacia la morgue del Instituto de Medicina Legal para su necropsia y el último quedará en el CTI y será distribuido a los respectivos laboratorios científicos: balística, química aplicada, genética, identificación, etc.

Con los resultados que entregarán y la investigación de terreno que llevará Eleonor durante los siguientes días, se inicia la nueva etapa de la labor de los “CSI Bogotá”.

Un minucioso, difícil, doloroso y a veces tortuoso camino hacia la justicia.

* Periodista y escritora.

Por Sylviane Bourgeteau* / Especial para el espectador

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