Crimen y castigo, siglo XXI

Inspirado en Dostoyevski, mató a tres ancianas.

El Espectador
17 de noviembre de 2009 - 10:55 p. m.

Los agentes de la policía que detuvieron a Víctor Karamarkov, luego de investigar algunos indicios que los llevaron a sospechar que había asesinado a tres ancianas a golpes de hacha, dijeron que al arrestarlo pronunció en tono grave su nombre en dos ocasiones, pero que en la segunda trastocó su apellido por el de un tal Raskolnikov. Reseñaron el hecho como parte de su labor, e hicieron una descripción de la habitación del sospechoso, dejando constancia de que en su mesa de noche había un ejemplar de Crimen y Castigo, dos crucifijos y cuatro biografías de Fedor Dostoyevski. Unas horas más tarde, ya en la comisaría principal de la ciudad de Skopje, capital de Macedonia, Karamarkov confesó que había cometido los crímenes inspirado en la figura de Rodion Romanovich Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo.

Como Raskolnikov, llamó a la puerta de las señoras con cualquier excusa, ingresó, y las mató a hachazos. ¿Su móvil?, robarles dinero para conseguir droga. Su primer homicidio fue en marzo. El último, 15 días atrás. Su espejo, el estudiante creado por Dostoyevski, había matado a una vieja usurera a quien le había empeñado un reloj de plata y un anillo por dos rublos y algo más, porque aquella anciana no le hacía bien a la humanidad. Era un insulto para el hombre, para su cotidianidad, sus ilusiones, luchas y sufrimientos, y un error de Dios. Él, Raskolnikov, elegido por la naturaleza, estudiado, sensible y moral, tenía el derecho, y tal vez, la obligación de eliminarla.

Por eso decía y se decía que “El hombre extraordinario tiene derecho a autorizar a su conciencia a franquear determinados obstáculos sólo en los casos en que lo exija la realización de su idea, que puede a veces ser de utilidad a todo el género humano. Es interesante resaltar que casi todos esos bienhechores y conductores del género humano fueron terriblemente sanguinarios. En consecuencia, no sólo los grandes hombres, sino también todos aquéllos que sobresalen, más o menos, del nivel común, capaces de decir algo nuevo, deben ser, necesariamente, en virtud de su propia naturaleza, unos criminales, por supuesto que en mayor o menor grado”.

La culpa llevó a Raskolnikov al delirio. La sentencia que determinaron sus jueces, siete años en Siberia, fue tomada por él como una bendición. Después de su crimen había llegado el castigo, y ese castigo era su redención. Por eso en plena estepa, soportando fríos de 30 y tantos grados bajo cero, cubierto de nieve y con los tobillos encadenados, imaginaba el futuro en tonos claros. Esa misma culpa, 143 años después, arrasó con Karamarkov, que para mitigarla iba a la iglesia ortodoxa de su ciudad después de cada uno de sus crímenes. Allí rezaba y pedía por sus pecados y los de la humanidad, en aparente paz consigo mismo. Desde allí los investigadores de la Operación Raskolnikov, como fue bautizado el operativo, lo siguieron hasta su casa el día que lo apresaron, a comienzos de este mes.

La ministra del Interior, Gordana Jankulovska, pidió que se hiciera justicia, como el año pasado, cuando en Kicevo, a 112  kilómetros de Skopje, atraparon y condenaron a un periodista que les había dado muerte en forma brutal a tres mujeres para, posteriormente, escribir sus historias en el diario de la ciudad. En su afán por publicar sus notas, el reportero descuidó las rutinas, los modos y las coartadas. Fue descubierto, juzgado y encarcelado. Al tercer día de prisión se suicidó ahogándose en un cubo de agua. “La justicia, sin embargo, tristemente, en ningún caso les devolverá la vida a las ancianas”, concluyó Jankulovska.

Por El Espectador

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