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El corrido de ‘El Chapo’

La Marina mexicana aniquiló a su principal enemigo y ahora lo tiene en la mira. Es el hombre más buscado de México.

Diego Alarcón Rozo
29 de diciembre de 2009 - 09:01 p. m.

Por debajo de sábanas y ropas malolientes, apenas se movía para evitar ser descubierto. Estaba encogido y respirando despacio. Alguien, aún no se sabe quién, empujaba el carrito cargado de harapos y un capo escondido. Los 155 centímetros de estatura de El Chapo Guzmán esta vez corrieron a su favor, como también el dinero que había invertido para hacerse dueño y señor de la cárcel de Puente Grande, en el estado de Jalisco.

Salió rodando del penal para no volver, al menos por ahora. Salió así porque su destino, como dice la ranchera, es rodar y rodar, parecer un escapista duro de matar, una especie de mito al que se le atribuye el don de la ubicuidad mezclado con el de la ausencia. El 20 de enero de 2001 fue el último día en el que las autoridades federales de México supieron con certeza dónde estuvo por última vez Joaquín Archivaldo Guzmán Loera. Si hoy el FBI estadounidense pudiera capturar a uno de sus hombres más buscados, escogería a El Chapo, a menos que antes de él hubieran apresado a Osama Bin Laden.

En la cárcel, El Chapo no dejó de ser el jefe. Bastaba una orden suya para que el almuerzo de tal o cual día fuera una bandeja de burritos rancheros, enchiladas al desayuno y carne de tortuga para la cena. Un informe minucioso, ordenado por el gobierno tras su fuga, determinaría que había mujeres que lo acompañaban por semanas enteras en su celda y que tenía al cuerpo de seguridad en el bolsillo. El capo se fue porque escondido en un carro de ropa sucia los vigilantes no pudieron descubrirlo o porque, sencillamente, no quisieron verlo. Guzmán se marchó y en su reemplazo quedó para la justicia de México un expediente de 47 tomos.

Más valía que los guardias estuvieran de su lado. Con El Chapo no valía la pena ser un tipo duro porque sus hombres se encargaban de ablandar a quien fuera al compás de batazos de béisbol. Una descortesía en su contra era suficiente para despertar la bestia que duerme en su ira y entonces “Los Bateadores”, sus secuaces, se dedicaban a romper huesos.

Desde la cárcel, con la ayuda de sus socios, nunca descuidó su negocio, necesitaba del dinero para recuperar la libertad que había perdido en 1993, cuando en Guatemala la policía lo capturó. En aquel tiempo era ya un capo considerable que llevaba cerca de 15 años en el bajo mundo y que se había iniciado como matón del cartel de Guadalajara, a los veinte y tantos años.

En Badiraguato, Sinaloa, Joaquín Guzmán creció saliendo por las mañanas, con poca comida en el estómago, a vender naranjas. A medida que fue creciendo cambió los cítricos por la marihuana y el canasto por la metralla. Resguardado por Miguel Ángel Félix Gallardo —El Padrino—,  la cabeza del narcotráfico en el estado de Jalisco, comenzó de a poco a abrirse paso entre el hampa. Con la captura de Félix Gallardo, El Chapo pasó a formar parte del cartel de Juárez, al que pertenecía cuando cayó preso.

Después, todo lo que vino estuvo tocado por la fortuna. Se escapó de Puente Grande y se dedicó por completo a perfeccionar las rutas que de México son los hilos conductores de la droga con los Estados Unidos. “Su tenacidad es producto del sentimiento de inferioridad que le produce el factor endógeno concerniente a su baja estatura de 1.55 metros, que refleja mediante una expresión de superioridad intelectual y de ambición desmedida por el poder”. Con la jerga propia de la psicología criminal, la Procuraduría General de la República así lo definía en 2005, cuando comenzaba a copar las primeras planas de los periódicos mientras en la radio Los Tucanes de Tijuana tomaban vigencia cantando: ‘El Chapo’ con su poder a cuántos jefes compró, por eso en todo el país la ley nunca lo agarró, su gente siguió operando, así lo ordena el señor. 

A la fuga la siguió una alianza con los hermanos Beltrán Leyva e Ismael Zambada, todos ellos narcos, todos ellos asesinos, que se habían formado en el cartel de Juárez. Conformaron la Federación de Narcotráficantes y, sin declaración oficial de guerra, empezaron a matar por los dominios de sus antiguos jefes. El pacto se resquebrajó en 2008, cuando las autoridades capturaron a Alfredo Beltrán Leyva. Sus hermanos, principalmente Arturo, conocido como El Barbas o El Jefe de Jefes, abrieron fuego y rompieron relaciones con Guzmán. Él los había traicionado, decían.

El Chapo buscó su tierra para instalar su propio imperio. Estableció el cartel de Sinaloa, desde el que comenzó a batallar a sangre, balas y degollados por los enclaves del narcotráfico en territorio mexicano. Desde allí y por debajo, casi que con una mano invisible, ordenó una ofensiva con cerca de 500 de sus hombres en contra de sus rivales de Ciudad Juárez, una operación que lanzó justo cuando desde el gobierno se anunciaba una arremetida del ejército para combatir al mismo grupo.

Hasta ahora, sus movidas criminales, que según el perfil de la Procuraduría se engendran en la mente de un estratega carismático y convincente, de un ajedrecista sangriento sentado en una montaña de billetes, lo han puesto en la cumbre del narcotráfico mundial. Este año la revista Forbes calculó su fortuna en un valor que se aproxima a los US$1.000 millones, el número 702 en la lista de los hombres más ricos del mundo.

Sin embargo, la guerra no le ha sido indiferente. Los enfrentamientos con otros carteles y el negocio del narcotráfico cobraron la vida de Édgar Guzmán, su hijo de 22 años, la muerte y el apresamiento de primos y hermanos.

Hace dos semanas El Chapo se enteró de lo que para él pudo ser la mejor noticia de 2009: Arturo Beltrán Leyva, su enemigo más visible, murió en un tiroteo a manos de la Marina mexicana. Con el camino despejado, el capo sinaloense sigue libre, levantando su imperio, sin que el ejército ni la policía puedan hallarlo o, tal vez, sin querer encontrarlo, eso sugiere el corrido.

Por Diego Alarcón Rozo

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