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Hacer las paces con el río

La urbanización de la cultura moderna ha implicado la “urbanización del agua”. Esto significa que los ciclos de ésta son progresivamente menos naturales y cada vez más mediados por los procesos y dinámicas socioeconómicas humanas. Es poca el agua que escapa al uso humano.

Luis Berneth Peña
28 de agosto de 2008 - 10:52 p. m.

Las ciudades, grandes o pequeñas, explotan, contaminan, aprovechan y, algunas veces, hacen las paces con el río a partir del cual se estructuraron social y espacialmente, del cual se alimentaron para su desarrollo. Los ríos significan vida y soporte para las diversas actividades humanas. La expresión “arterial fluvial” manifiesta la importancia que ellos tienen en el establecimiento de asentamientos duraderos.

Ellos son, usando una analogía biológica, una suerte de sistema circulatorio para la sociedad. Pero de la misma forma que un drogadicto usa sus venas para introducir en su cuerpo sustancias que le causan placer efímero y una destrucción segura, las sociedades industriales han usado los ríos para degradarse a sí mismas y de paso han levantado conflictos sociales, políticos y ambientales que tienen dificultades para resolver.

En un mundo que en el siglo XX se urbanizó ampliando la pobreza (en la actualidad, la mitad de la población mundial vive en núcleos urbanos, mientras que en 1900 menos del 15% vivía en dichas áreas, y un tercio de la población urbana mundial habita en barrios marginales, sostiene un informe de la Unesco), los conflictos relacionados con el uso, manejo, acceso al agua y el empleo de las arterias fluviales se han incrementado.

El crecimiento de la ciudad no pocas veces ha significado invocar problemas con el agua y minar los derechos asociados con el acceso a ésta. Ejemplos de aquí y de allá, de antes y de ahora —seguramente también los habrá después— confirman eso: las aldeas del cáncer a lo largo del curso del río Amarillo producto de la contaminación de la industria China; el desplazamiento, la enfermedad y la casi extinción del mar Aral por el desastroso manejo que se hizo del río Amudar’ya en la era soviética, y los antes declarados ríos muertos del Sena y Támesis, son sólo algunos casos de los conflicto relacionados con el agua que surgen de la urbanización, del desarrollo.

Sin embargo, los campeones mundiales de la contaminación de río alguno son los indonesios, quienes convirtieron al río Cerum, principal proveedor de agua de Yakarta, Purwakarta y Bandung, en una sopa muerta de plásticos y desechos industriales y domésticos.

Nosotros tenemos nuestros propios ejemplos. De acuerdo con los muestreos y mediciones del Ideam, los ríos que presentan un deterioro alarmante en su calidad son el Bogotá, Medellín, Chicamocha, alto Cauca, Lebrija y Chulo, por los vertimientos de origen doméstico e industrial de las áreas más pobladas del país. Por la severidad de la contaminación, el caso de la cuenca del río Bogotá, de la cual hace parte el río Tunjuelito, es un caso tristemente famoso. La “urbanización del agua” no nos deja otra salida que hacer las paces con ella, de empezar a respetarla.

Pero ¿cómo se salva un río? ¿Qué significa hacer las paces con éste o con éstos? ¿Cómo impedir que la “urbanización del agua” termine privando de ésta a la gente y que derive en muchos otros conflictos? Dos máximas deben servir para dar respuesta a estas preguntas. En primer lugar, es necesario decir que debido a que los ríos y las ciudades se co-forman, se co-estructuran, hacer las paces con el agua en una ciudad significa llevar a cabo transformaciones profundas en el orden territorial. Y en segundo lugar, dicha transformación del orden territorial implica hacer justicia ambiental, es decir, procurar la realización de los derechos urbanos.


En una ciudad con enormes distancias sociales y espaciales, donde la participación de los pobres en la toma decisiones y la planificación mismas son algo relativamente reciente, la aplicación de esas dos máximas resulta un reto gigantesco. La ciudad no sólo ha estado de espaldas a los problemas ambientales, entre ésos los que tienen que ver con el agua, sino también de espaldas a los problemas de los más pobres.

Lo que está sucediendo en torno al río Tunjuelito en el territorio sur de Bogotá, esa enorme zona donde alrededor del 90 % de la población es pobre, parecería ser un signo de que se comenzaron a hacer las paces con la arteria del sur. En este territorio se ponen de manifiesto todas las contradicciones del crecimiento urbano colombiano: una estructura urbana que ensancha las distancias sociales porque los pobres son quienes poseen o sufren los espacios públicos más desfavorables para su organización, quienes enfrentan los problemas ambientales más agudos (sólo hay que ver quiénes son y a qué están expuestos los que habitan alrededor de los ríos más fétidos, en los zonas cuyos usos del suelo generan más amenazas como la industria, las actividades extractivas, las curtiembres y los basureros), quienes tienen un acceso más difícil a los servicios sociales y públicos (educación, salud, recreación, agua potable, etc.), quienes están más expuestos a la violencia e inseguridad urbana, etc. Y en medio está el río Tunjuelito, como testigo y como eje de esta trama no de vida sino de muerte, porque en la mayor parte de su curso no existe vida alguna.

Pero tal vez la mayor contradicción de la creación de una ciudad como Bogotá es que su estructura está naturalizada para muchos habitantes, entre esos, quienes toman decisiones. Esto quiere decir que la organización del espacio en divisiones como sur y norte se da por sentada. Puesto en otros términos, eso significa que los bogotanos asumen —o asumieron durante mucho tiempo— que había lugares donde se podía permitir ciertas cosas y otros donde no. Una pregunta para pensar en eso: ¿Podría uno afirmar que la decisión de establecer un lugar para depositar 6.000 toneladas de basuras diarias se tomó sólo con criterios técnicos?

El orden espacial —sin embargo, no existe un orden espacial sin un orden social— del territorio sur y de la ciudad entera no le conviene a la gente, porque convierte a un río como el Tunjuelito en una cloaca, en una amenaza para la salud y para la vida digna. La gente ya lo sabe y por eso en todo ese territorio existen organizaciones sociales y proyectos de intervención con el objetivo de transformarlo. El tiempo dirá si esta movilización de recursos de la gente y de las instituciones del Estado contribuyó a salvar un río y a sanar las fisuras que convierten a Bogotá en una ciudad donde existen mundos que aparentemente no se mezclan.

Darle vida o, mejor, dejar que la vida que existe en algunas zonas del río Tunjuelito lo pueble todo también es una oportunidad para construir una geografía urbana más justa. Las personas del territorio sur, los vecinos más próximos al cauce del río y quienes habitan su cuenca han soportado mucho del desarrollo de esta ciudad, aguantándose proyectos como el hoy “relleno sanitario” Doña Juana. Muchas de las actividades productivas que le dan forma a Bogotá, por ejemplo la extracción del material para la elaboración de ladrillo que constituye uno de elementos fundamentales de la construcción de las edificaciones en todos los estratos de la ciudad, proviene de la zona de la que hablamos. El cuero del que se hacen los zapatos que calzan los bogotanos también se procesa allá, en los alrededores del río Tunjuelito. Muchos de los trabajadores que deben atravesar la ciudad para generar riqueza, vigilar propiedades, mantener hogares limpios y cuidar niños, vienen de esas zonas del territorio sur. De alguna forma, todos los bogotanos somos vecinos del río Tunjuelito.

Estamos muy lejos de construir un espacio urbano menos conflictivo y diseñado para la vida, pero actuar sobre un elemento estructurante del espacio urbano como es el río Tunjuelito abre la posibilidad de cambiar positivamente la ciudad desde el punto de vista físico, de los discursos que hay sobre ella, de la forma de participación de las personas y de la vida cotidiana de quienes viven y se relacionan más directamente con el río. Pero esto es sólo una apertura. No es una realización.

Investigador de la Universidad Externado de Colombia

Por Luis Berneth Peña

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