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A través de la vidriera

El 6 de agosto de 1938, en el IV Centenario de Bogotá, el escritor Tomás Rueda  publicó una crónica sobre la transformación de la capital. El Espectador reproduce  apartes de este  escrito.

Tomás Rueda Vargas
05 de agosto de 2008 - 10:17 p. m.

Nos sucede a menudo en estas cosas de la pluma, lo que acontece a ciertos enamorados. De tanto acariciar con el pensamiento un tema, nos hallamos incapaces de ejecutarlo en un momento dado. Si alguno he tenido desde muy temprano más que en los entresijos de la mente, en las entretelas del corazón, es éste de la ciudad donde nací, y donde se ha tejido la trama íntima de mi vida. Y, sin embargo, cuando quise escribirlo sentí como si se me hubiera borrado de la memoria y de la vista no sólo la historia de la urbe sino hasta su mismo paisaje. ¿Qué podía decir que no estuviera ya dicho y mejor dicho?

Pues bien; diré lo que vi cuando, pasados los primeros años de inconsciencia, principié a mirar a mi alrededor. La casa donde yo me encontré estaba situada en el centro de la ciudad, en lo que entonces llamaban con cierto acento de orgullo, el barrio de La Catedral. Edificada en un extenso lote irregular, era alta y espaciosa. A mí me parecía muy bonita, pero hoy sería muy fea. Por la ventana de la grande alcoba materna que miraba a la calle, pegada la cara a los vidrios, era mi entretención favorita mirar hacia afuera: a veces recuas de burros que bajaban con arena del cerro; aguadores con su múcura a la espalda; emboladores, muchachos que voceaban La Nación y La Reforma.

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Las familias puramente bogotanas son raras. Durante la Colonia, Santa Fe recibió escaso contingente de las provincias. Funcionarios que venían de España y se quedaban. Uno que otro comerciante que con su tienda en la Calle Real proveía a las necesidades de la incipiente villa. Durante la Patria Boba, congresistas, políticos, militares improvisados. Vaivén, pero nada de gente que se asentara. Lo que entonces trajeron las provincias, Quito o Venezuela, duraba poco en la capital, debido a las necesidades de la guerra.

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Las gentes de hoy, por muchos aspectos más afortunadas que nosotros, ignoran una cosa que los de otros tiempos conocimos y gustamos ampliamente. La visita; las visitas; la práctica del verbo “visitar”, es algo tan extraño ahora en el orden social como puede serlo en el de la zoología el dinosaurio o el mastodonte. Con el eclipse de la visita ha venido lógicamente el de la conversación (...) antaño quien poseía el don de la conversación disponía de una conversación efectiva. A la sombra de las tertulias se hicieron movimientos políticos y se cumplieron evoluciones literarias.

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Debían de ser muy malos entonces los hoteles, o era muy reciente el traslado de nuestras familias de la provincia a la capital, es lo cierto que los amigos y parientes no acostumbraban alojarse en parte distinta de la casa de sus consanguíneos. Cuando se trataba de políticos se desprendía la avalancha hacia el mes de julio; si el forastero era algún cura, llegaba a principios de la cuaresma para llevar a su parroquia todo lo necesario para una buena Semana Santa, sin que escasearan por esos mismos días comerciantes que venían a renovar la ancheta en los grandes almacenes de que eran clientes estimadísimos.

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Por la ventaba de mi casa veía yo de niño, un poco a la diagonal, cierta vieja imagen de San José con el niño en brazos. Era el patrono de nuestra calle a quien venían alumbrando piadosamente a través de los tiempos. Conocí al Patriarca alumbrado por una lamparilla alimentada con aceite; más tarde pasó a esperma protegida por una guardabrisa de cristal, luego se colocó a su lado un pico de gas, y desde principios de este siglo, una lamparilla eléctrica realiza el piadoso de la señora abuela del precursor. Así hemos visto los de esta generación a que pertenezco, cumplirse la evolución del progreso en nuestra ciudad a la sombra de la torre erguida y quieta de la catedral.

Por Tomás Rueda Vargas

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