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‘Zorras’ al galope en la capital

Los caballos de la calle también son un negocio, cuyo primer precio es de  300 mil pesos.

Carolina Gutiérrez Torres
18 de mayo de 2008 - 08:35 p. m.

La comida de aquella noche corrió por cuenta de los vecinos. Lo invitaron a él —don Jorge Enrique Barrera, uno de los carretilleros más conocidos del barrio Ramírez— y a su esposa Anaiz y a sus ocho hijos. Era un asado con carne rica. Todos comieron hasta el cansancio. Al finalizar la noche, los vecinos les anunciaron a sus invitados que la carne jugosa que acababan de comer era de caballo, del caballo que días antes se había quedado atrapado en la quebrada del barrio y no hubo más remedio que sacrificarlo, despresarlo y comérselo.

Algunos de los caballos que arrastran por toda la ciudad las conocidas “zorras”, o carretillas con reciclaje, chatarra y escombros, terminan así, en el plato de sus dueños, quienes se los comen sin ningún remordimiento porque al fin y al cabo, explica don Jorge Enrique, “está científicamente comprobado que la carne de caballo es más rica y más proteínica que la de res”. No todos los caballos corren con la misma suerte.

Hay algunos que terminan en las salsamentarias y carnicerías de los barrios convertidos en embutidos, algunos en los carros de la basura y uno que otro enterrados en cualquier hueco.

Don Jorge lleva 30 años —de sus 47— manejando una “zorra” por toda la capital para darles de comer, primero, a sus hermanitos, y ahora a sus hijos. La primera vez que manejó una carreta tenía ocho años. A esa edad acompañaba a sus padres, doña Concepción y don José Manuel, a comprar y vender chatarra.

Por ahora Palomo, el caballo que lleva la carreta de don Jorge, no corre el riesgo de terminar en un asado. Es un animal gordo y fuerte. Resiste más de 500 kilos de peso en la carreta que lleva a cuestas. Es propiedad de don Jorge desde hace cuatro años. Le costó $500.000. Cuando lo compró, estaba flaco, enfermo y sucio. Entonces tuvo que someterlo a dos meses de cuidados intensivos. Nada de carretas ni escombros ni chatarra, porque el animalito estaba moribundo. Don Jorge le aplicó vacunas, le dio vitaminas, lo engordó y lo revivió.

Animales desnutridos, como Palomo en ese tiempo, se encuentran en “La feria de caballos” a menos de $300.000. La feria, en la que los carretilleros compran y venden sus “zorras”, se realiza todos los jueves por las mañanas. Ese día llegan a la carrera 31 con calle 12 caballos criollos  y otros finos, de patas gruesas y cabellos brillantes, que pueden costar hasta $3'000.000.


La rutina

La jornada de Palomo comienza a las siete de la mañana. Don Jorge lo alista, le engancha la carretilla y le ajusta los lazos. Miguel Jiménez, su ayudante, le cepilla el pelo blanco. Esta vez el caballo recorrerá más de 100 cuadras en busca de una chatarra que su dueño pretende comprar en $1'200.000, para revender en las chatarrerías del centro por el doble. Don Jorge sabe que es demasiado peso para Palomo, pero ese negocio no lo puede perder.

Antes de salir, el carretillero se alista también. Se viste con un chaleco naranja, reflectivo, que tiene las mismas placas de su carreta. Está cumpliendo con el decreto 510 de 2003, el mismo que les exige un carné de la Asociación Defensora de Animales (ADA), el cual certifica que el animal está en buenas condiciones; una carta de propiedad de la carreta y un pase para manejar.

Para atravesar la ciudad —desde el barrio Las Cruces hasta la calle 116— toman la Avenida Caracas. Don Jorge lleva las riendas. Está sentado en una silla de madera raspada que se encontró hace unos días en la calle. La carreta en la que van él, su ayudante y una canasta con la comida de Palomo, está sucia y gastada. La construyó él mismo hace casi una década, pues de eso también ha vivido los últimos años, de construir carretas y pintarlas y adornarlas como sus clientes se lo pidan.

Palomo da pasos cortos. Una hora y media por la Caracas. Muchos pitos impacientes de los carros, un “qué pesar” de una señora que mira con desconsuelo al animal: “dele agua, tiene sed”. “Muchas gracias” de don Jorge para conductores que le dan el paso. Una silla de madera muy incómoda y un Palomo que responde inmediatamente a las órdenes de su amo. “Sué caballo, ehhhhh”, le grita el dueño. “Le digo ‘sue’ para que arranque, ‘oh’ para que pare y ‘sue caballo, sue caballo’ para que vaya más rápido”.

Cuando trabajan en el norte de la capital, los carretilleros saben que deben ignorar la hora del almuerzo, porque la comida es muy costosa. Por eso Miguel, el ayudante, no repara en tomar una zanahoria de la comida de Palomo para distraer el estómago mientras el trío vuelve a casa.

 El negocio se cerró en $1'250.000. La plata se la prestó a don Jorge un hijo suyo. Aunque en otras ocasiones han cargado a Palomo con 800 kilos de chatarra y escombros y reciclaje, esta vez sólo montaron 105. El día de trabajo terminó a las 6:30 de la tarde. Otra vez el caballo subió las empinadas calles del barrio Ramírez —localidad Santa Fe—. Llegó al establo. Los dueños descargaron la mercancía y la carretilla. Palomo se tiró al piso, como lo hace siempre. Se revolcó y dio vueltas para reposar, “para descansar el espinazo”, explica don Jorge.

Después vendrá una hora de descanso y la comida del día, con cáscaras de frutas, pasto y zanahoria. Al día siguiente, otra vez el viaje comenzará a las 7 de la mañana. Nuevamente  la ruta será hacia el norte. Recorrerán 100 cuadras para cargar la chatarra y las varillas que le darán de comer al dueño de Palomo y a su familia.

Reglamentación

Mediante el Decreto 510 de 2003 se dieron los parámetros para   el tránsito de los vehículos de tracción animal, el cual establece que estos vehículos  deben ser registrados ante la Secretaría de Tránsito y Transporte para la expedición de licencias de conducción y placas. El peso máximo de carga autorizado es, en carros o carretas de un eje con dos ruedas y un animal de tiro, hasta de 500 kilogramos, y en carros o carretas de dos ejes con cuatro ruedas, con esferas o balineras y un tiro, hasta de 1.000 kilogramos. Los animales de tiro para el servicio de carga deben ser mayores de tres años y menores de diez.


 

Por Carolina Gutiérrez Torres

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