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Una noche en la Zona de la discordia

El Espectador recorrió la Zona Rosa después del anuncio de medidas de control hecho por el Alcalde.

Santiago La Rotta
10 de enero de 2009 - 10:00 p. m.

Eran las 9:30 p.m. del jueves 8 de enero y la plazoleta de la calle 85 con carrera 15, enfrente del supermercado Carulla, estaba vacía. Por el lugar transitaban, con paso lento, cuatro policías armados. En un andén lejano, cinco personas hablaban poco en medio del frío de la noche y el viento que arremetía desde el cerro. Más allá, al otro lado de la 15, otros tres uniformados caminaban calle arriba. Un poco más al sur, una patrulla se acercaba lentamente al semáforo. Por una de las carreras que comunican el supermercado con la Clínica El Country emergió otra patrulla.

 Apenas habían transcurrido unos días después de que el Alcalde anunciara varias medidas para atajar la delincuencia en la Zona Rosa de la ciudad. La reacción de la administración incluyó la prohibición de la venta de alcohol después de las 11:00 p.m. y la reubicación de los vendedores ambulantes del sector. Lo demás fue una serie de anuncios relativos al aumento del pie de fuerza de la Policía; pie, como si el problema fuera de aplastar.

La reacción, como todas, fue tardía. Los consejos extraordinarios de seguridad, los pronunciamientos, las decisiones, llegaron todos mientras el cuerpo del joven Juan Pablo Arenas se enfriaba.

Ese jueves el índice de policías por transeúnte ciertamente había subido. Pero también ese jueves la ciudad aún dormía el plácido sueño de las vacaciones, con muchos de sus habitantes, asiduos visitantes del sector, en algún lugar por debajo de los 2.600 metros sobre el nivel del mar, preferiblemente al lado del mar, a decir verdad.

Ese jueves no sólo había patrullas y uniformados a pie, sino camiones recogiendo los carros de perros, los coches llenos de papas y chicles y las demás vitrinas móviles de los comerciantes informales que, como lo dictan las leyes del mercado, van a donde está la demanda. En el interior de uno de aquellos vehículos que suelen hacerles incómodos paseos turísticos a prostitutas y ladrones yacían uno, tres, cinco de estos vehículos de venta en movimiento, como probablemente se llamarían en la enrevesada jerga de los negocios.

Las calles aledañas al corazón de la rumba, aquellas donde según las autoridades se negocia con la moneda siempre fuerte y vigente de la ilegalidad, estaban vacías. Aquella noche no estaban, como suele suceder, el vendedor oportunista, o el trabajador independiente que oferta sus servicios. Tampoco estaban, como también es usual, el borracho ocasional que tambalea o el grupo de amigos que decidió que la mejor fiesta se hace en el andén.

Más al sur, justo al lado de una de las entradas de la Zona T, había un grupo vendedores ambulantes enardecidos. La razón no era un misterio para nadie. La Policía era implacable con las órdenes impartidas por las cabezas de la ciudad. Sin embargo, los vendedores, furiosos, hablaban del atropello de la Fuerza Pública. “Vinieron y comenzaron a llevarse todo, como si fueran ladrones. Nos raparon la mercancía y no nos levantaron acta de nada”, dijo uno de ellos. Otro añadió: “A una señora embarazada le quitaron sus cosas a la fuerza. Ella sufrió y la misma Policía tuvo que llevarla a la Clínica El Country para que la atendieran de emergencia”. Ninguno de los dos quiso dar su nombre.


La señora, con tres meses de embarazo, dijo alguien más tarde, se llama Patricia Vargas Torres. Su esposo, Andrés Hernando Jiménez, dijo que “la Policía llegó a llevarse todo y a ella, en el forcejeo, la maltrataron. Ella está embarazada, ¿cómo le van a hacer eso?”. En el lugar, junto con un pequeño ejército de uniformes verdes, hizo presencia una funcionaria de la Personería de Bogotá, con los gestores de convivencia de la Secretaría de Gobierno. Los vendedores alegaban y aseguraban que volverían, que en masa irían a poner la denuncia. “Es verdad que todo se agravó con la muerte del joven hace unas semanas, pero tampoco nos pueden tildar a todos de ladrones y de vendedores de drogas. Uno tiene que llevar algo a la casa y tiene que trabajar. Si no hay trabajo, entonces ¿qué se supone que hagamos?”.

Una pareja de rumberos, vaso de whisky en mano, asentía: “Sí, la Policía cómo es de injusta. Señora, deme un par de chicles”, dijeron antes de perderse en uno de los tantos sitios de donde emana, como una infección, alguna música, siempre estridente.

“Mi esposa está bien. Apenas se luxó un tobillo. El niño está bien. Le dieron tres días de incapacidad. Pero igual vamos a ir a Medicina Legal para poner la demanda. Hoy estaremos allá de nuevo para pelear por nuestro derecho a trabajar”, dijo el viernes en la tarde Jiménez.

En la zona hay un ambiente de zozobra, de tensa calma. Por un lado están las autoridades, “como abejas alborotadas”, según dijo un vendedor de una licorería, y por el otro están los ciudadanos, los consumidores de diversión (legal o no) y los que orbitan alrededor de éstos para cuadrar las cuentas del mes.

La polémica por la supuesta pasividad de las autoridades en el sector fue cambiada, después de la muerte de Juan Pablo, por la de las acciones del Distrito. La secretaria de Gobierno, Clara López, ha hablado de estimular la convivencia. El general Rodolfo Palomino, comandante de la Policía Metropolitana, se ha referido a la prohibición de la dosis mínima.

El problema, cualquiera de ellos, está lejos de acabarse. Hace unos meses El Espectador ya había recorrido la zona y, en ese entonces, uno de los calibradores de ruta que hacen presencia sobre la carrera 15 dijo, con un derroche de sabiduría: “Acá todos tenemos que trabajar. Ellos no nos molestan y nosotros tampoco. Esto es derecho al trabajo”.

Por Santiago La Rotta

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