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Cuando Gabo era cachaco y feliz

El paso del premio Nobel de literatura por una ciudad de la que tuvo que despedirse tras El Bogotazo.

El Espectador
13 de junio de 2009 - 10:00 p. m.

Entonces, Gabo era costeño y feliz. Estaba lejos de alistar sus primeras armas en la literatura y toda su apuesta en el mundo se reducía a respirar aquellos años juveniles, fogosos, en los que descubrió el goce de los amores furtivos que se deslizan por los cuartos a medianoche y se esfuman por la mañana entre promesas de silencio absoluto. Era una parranda perpetua, como lo recuerda en sus primeras memorias.

Su universo era una fiesta animada por un sol sin tregua hasta que en 1943 —cuando la leyenda viva tenía 15 años y todavía no era una leyenda— su padre, Gabriel Eligio, el telegrafista, le anunció que le tenía una sorpresa: “Alista tus vainas, que te vas para Bogotá”. Días después, el muchacho provinciano conoció un estado del cuerpo hasta ese momento desconocido e invisible: el frío.

Ese año, Gabriel García Márquez llegó por primera vez a la Estación de la Sabana. A cachacolandia. A la capital, la sede del Gobierno, pero sobre todo —muchos años después habría de recordarlo en Vivir para contarla— “la ciudad donde vivían los poetas”. Los poetas mayores.

La misma en la que se dio el gusto de cumplir “el deber revolucionario” de escribir bien. De contribuir para que América Latina, para que el mundo, tuvieran una vida mejor. Una época que, como reza el lugar común, marcó su existencia y, de paso, la de todos sus lectores.

Gabo pudo soñar en Bogotá. Las imágenes de aquel sueño, muchas de El Espectador, formaron parte de una exposición que desde la semana pasada está abierta en el Archivo de Bogotá (Calle 5  5-75). Cuando Gabo era feliz y cachaco se titula y está conformada, además, por fragmentos de las primeras memorias del Nobel. El curador, Gustavo Ramírez Ariza, hizo una cuidadosa selección de las mejores y más dicientes fotografías del escritor en su paso por la capital. Al verlas, no queda más remedio que apropiarse de una de sus frases: “Sí, la nostalgia sigue siendo igual que antes”.

Un fauno en el tranvía

“En esas andaba una noche de domingo en que por fin sucedió algo que merecía contarse. Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la Avenida Chile, y cuando regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno. Noté que ninguno de los escasos pasajero de medianoche se sorprendió de verlo, y eso me hizo pensar que era uno más de los disfrazados que los domingos vendían de todo en los parques de niños. Pero la realidad me convenció de que no podía dudar porque su cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las de un chivo, hasta el punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de la calle 26 que era la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre de familia y desapareció entre las arboledas del parque”.

El drama del 9 de abril

“Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al fondo, los cerros de Monserrate y Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos: —¡Dios mío, esto parece un sueño!”.

En tren a un mar del cielo

“El tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la cornisa siguiente”.


El magisterio de un crítico

“Hasta ‘Cien años de soledad’ ese reparto de destinos entre el hombre y la mujer fue espontáneo e inconsciente en mis libros. Fueron los críticos, y en especial Ernesto Volkening, quienes me hicieron caer en la cuenta, y esto no me gustó nada, porque a partir de entonces ya no construyo los personajes femeninos con la misma inocencia de antes”.

“!Con lo bruto que es usted para el cine!”

“Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés. Los empresarios que encontrábamos a la salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas. Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. !Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono – !Con lo bruto que es usted para el cine!”.

‘Cien años de soledad’

Facsímil de la primera página del ‘Magazín Dominical’ de El Espectador, con el anuncio de la publicación en exclusiva del primer capítulo de la novela  cumbre de Gabriel García Márquez. Fue el 1° de mayo de 1966, un año antes de que saliera completa al mercado.

Presentación en sociedad

“Creo que la tarde en que Guillermo Cano me llevó de mesa en mesa a lo largo del salón para presentarme en sociedad, fue la prueba de fuego para mi timidez invencible. Perdí el habla y se me desarticularon las rodillas cuando Darío Bautista bramó sin mirar a nadie con su temible voz de trueno: —¡Llegó el genio!”.

Dos triunfos con sabor amargo

“En mi doble destino de periodista y escritor, sólo recuerdo dos cosas de qué arrepentirme, y es haber ganado dos concursos literarios. El primero fue en 1954, patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, cuyo secretario de entonces me suplicó que participara con un cuento inédito, porque no se había presentado ninguna obra que valiera la pena y temían que el certamen fuera un fracaso. Le entregué un cuento sin terminar —‘Un día después del sábado’—, y pocos días más tarde apareció jadeante en mi oficina para decirme, como si fuera un milagro ajeno a su diligencia, que me habían concedido el primer premio”. En la foto, García Márquez camina por la carrera Séptima con su amigo Jaime Lopera. Eran los tiempos de sus primeras obras.

El viaje por el río Magdalena

“Hubo fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela (...) Los pasajeros nos sentábamos en la terraza todo el día para ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías”.

Por El Espectador

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