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Un odio capital

Bolívar, Rafael Núñez, García Márquez y el presidente Álvaro Uribe, cuatro críticos de la esencia bogotana.

Fernando Araújo Vélez
28 de noviembre de 2009 - 08:59 p. m.

Bolívar llegó vestido con una levita azul y gorra de campaña. Dijeron que iba montado en una mula. Pablo Morillo lo recibió con todos sus galones, escudos, condecoraciones y armas, sobre un caballo blanco como consideraba que debía firmarse un armisticio de guerra como el que pretendían firmar en Trujillo, Venezuela. Preguntó quién era, refiriéndose al Libertador. Le informaron que se trataba de Simón Bolívar. Entonces murmuró que no le parecía tan arrogante. Pasadas algunas horas, lejos de los curiosos, ese día, el 27 de noviembre 1820, se preguntaron lo que hacía años querían preguntarse. Morillo quiso saber de boca de Bolívar por qué había asesinado a tantos españoles. Bolívar le contestó que no había sido él, sino Santander. Entonces inquirió a Morillo sobre sus asesinatos, y el comandante de los ejércitos realistas le dijo, o eso fue lo que la historia registró, que le agradeciera por los muertos, sus muertos, pues habían sido aquellos bogotanos bartolinos que no lo hubieran dejado gobernar.

 A Bolívar aquellos bartolinos, y el pueblo después, lo llamaron longanizo. Así, como longanizo, lo despidieron cuando se fue de Bogotá para ir a buscar la muerte en San Pedro Alejandrino. Él los describía como “lanudos sabaneros que permanecen arropados en las chimeneas de Bogotá”. Jamás se quisieron, y si alcanzaron a tolerarse, fue por intereses mutuos. Uno era caraqueño y se había educado en Europa. Los otros, andinos y fríos, distantes, estaban influidos por el páramo, las montañas, y las historias de los muiscas que habían padecido los horrores de los colonizadores. Rivalizaban, se detestaban con lo mejor de sus maneras, pero se necesitaban.

De alguna manera, patentaron y certificaron la leyenda de odios y amores entre bogotanos y el resto del país, una leyenda que se acentuó con los años hasta llegar a nuestros días cuando el presidente Álvaro Uribe, en un consejo comunitario en Ibagué, al referirse al tema de la elección de la terna para Fiscal dijo  que él no iba a lidiar con el tema en “encerronas entre cuatro paredes en Bogotá, de espaldas al pueblo. En lugar de estar en las marrullas de los cocteles bogotanos, hay que hablarle claramente al país”.

La leyenda, de nuevo en el pasado, viene de la mano con personajes como Rafael Núñez Modelo y Francisco Javier Zaldúa, los dos, presidentes de la República, copartidarios políticos en un comienzo, pero enemigos acérrimos al final. Zaldúa se posesionó como primer mandatario el 1° de abril de 1882. En su discurso dijo que implantaría la justicia, una justicia basada en la tolerancia y la concordia, y que realizaría la unión de su partido liberal para trabajar en paz con los conservadores. Luego, cuando juró, afirmó que trabajaría en un gobierno con independencia.

Su independencia le generó, según uno de sus biógrafos, Javier Ocampo López, “la más cruel de las oposiciones en el Congreso Nacional y en la prensa. Uno de sus opositores fue el mismo Rafael Núñez, quien para hacerle la guerra se hizo nombrar primer designado. El Senado de la República, manejado en gran parte por los liberales independientes, que seguían las orientaciones de Núñez, realizó una constante labor de bloqueo a todas las iniciativas del presidente Zaldúa. El Senado vetaba los nombres del gabinete ministerial, rechazaba el presupuesto, exigía numerosas condiciones para los ascensos de los militares. La nación —recordaba Ocampo— presenció la cruenta oposición al gobierno de Zaldúa por parte del Congreso Nacional; según las opiniones de las gentes, la cuestión política se dedicó a asesinar a punzadas al anciano presidente. Con todos los problemas de oposición y los ataques frecuentes que se le hicieron a su gobierno, el presidente Francisco Javier Zaldúa falleció en Bogotá, el 21 de diciembre de 1882, cuando apenas llevaba ocho meses en su gobierno. Fue el primer presidente de Colombia que murió en el ejercicio de sus funciones. En el cementerio llevó la palabra su sucesor, el vicepresidente José Eusebio Otálora”.

Uno de sus bisnietos, Fernando Carrasco, definía muchos años más tarde aquella relación como una profunda enemistad entre un cartagenero y un bogotano, surgida por las diferencias esenciales entre unos y otros. “Más que vendido fue un asesino”, decía Carrasco, para seguir luego con una catarata de hechos según los cuales Núñez había cambiado las leyes a su antojo para prohibir que Zaldúa pudiera salir de Bogotá como presidente, a sabiendas de que ya era viejo y no estaba muy bien de salud. “Núñez, sí. Él, que cuando fue presidente se largó a Cartagena cada vez que le dio la gana. Él, que hablaba tantas pestes de Bogotá”.

A principios del siglo XX, durante la Guerra de los Mil Días y tiempo después, los bogotanos de a pie, de las altas clases y de las zonas rurales se enorgullecían de una historia que había contado don Frank Koppel, según la cual los generales Jorge Holguín Mallarino y Rafael Uribe Uribe se habían encontrado ante las riberas del río Zulia antes de una batalla. Holguín le insinuó a Uribe una tregua “con el objeto de que los soldados de ambos partidos pudieran bañarse, y así se hizo continuando la batalla al día siguiente, mejorados todos en cuerpo y con mayor ánimo para pelear”, como lo describió Koppel. Sin embargo, aunque ni Uribe ni Holguín eran bogotanos, la anécdota y los gestos pasaron a la historia como típicamente bogotanos.

“Los cachacos eran los nativos del altiplano, y no sólo los distinguíamos del resto de la humanidad por sus maneras lánguidas y su dicción viciosa, sino por sus ínfulas de emisarios de la Divina Providencia”, los describiría cien años después Gabriel García Márquez, para quien sus tiempos en Bogotá fueron una especie de tormento, una época poco feliz en la que tuvo que soportar, como lo decía su biógrafo Gerald Martin, “los desaires homicidas de la oligarquía y sus representantes”, como Bolívar en mil ochocientos y tantos, como Núñez luego y como tantos otros a través de los años.

Por Fernando Araújo Vélez

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