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El drama de los quioscos

Tres años después de la implementación del programa de módulos, muchos vendedores aseguran vivir un “calvario”. Administración dice que la iniciativa está aún en una primera etapa.

Alfredo Molano Jimeno
28 de febrero de 2010 - 09:00 p. m.

Tras tres años de funcionamiento de los módulos de venta instalados por el Distrito en diferentes partes de la ciudad, la situación de los vendedores, antes informales, continúa siendo un calvario, ya no por la persecución policial, sino porque la guerra del centavo, para ellos ha tomado un nuevo rostro.

En el marco  de esta problemática social y de ordenamiento del espacio público, el gobierno local implementó desde 2005 el Plan Maestro de Espacio Publico, dentro del cual se elaboró el proyecto de los módulos de venta, que se denominó Red Pública de Prestación de Servicios al Usuario del Espacio Público (Redep).

Con una inversión cercana a los $10.000 millones se construyeron 304 quioscos, los cuales son compartidos cada uno por dos vendedores. Hoy, muchos de éstos se encuentran cerrados y otros son sostenidos con enorme esfuerzo por sus dueños temporales.

Los módulos fueron construidos por Socoda S.A. y cada uno costó aproximadamente $32 millones, incluido un año de mantenimiento. A pesar del valor, desproporcionado para algunos críticos —mucho más si se tiene en cuenta que en promedio cada familia gana unos $18.000—, muchos han sido reubicados, otros  retirados y algunos otros  están cerrados porque no dan para vivir.

Si bien no existen datos confiables sobre el número de vendedores ambulantes en la capital, las fuentes oficiales establecieron que para el año 2000 había más de 200.000 informales y 1’162.000. subempleados.

Una de las personas que viven de la venta en estos quioscos le relató a El Espectador su situación y su experiencia.

Doña Amparo es una mujer robusta de 50 años, nacida en Purificación, Tolima. Se rebusca la comida y el arriendo en uno de los 150 módulos instalados en la localidad de Chapinero. Tiene tres hijas, dos mayores de edad y una de 11 años con parálisis cerebral.

 Hoy su situación es bastante difícil, tal y como ella lo dice: “Vivo teniendo la montaña para que no me aplaste”. Según cuenta, en el quiosco que le asignaron, lejos de su clientela que por 10 años le dio el sustento, se gana entre $14 mil y $18 mil libres diariamente, dinero del cual debe sacar lo de su transporte, almuerzo y el porcentaje destinado al ahorro programado, incluido por el IPES, el IDU y el Dadep en el programa.

Quienes recibieron los módulos de venta tienen contrato por dos años, durante los cuales deben hacer un ahorro para montar un negocio propio.

Durante siete años doña Amparo se rebuscó la vida vendiendo dulces. “Antes me iba mucho mejor. Tenía mi clientela, y si no me iba bien, me movía para otro lado. Yo quisiera dejar el quiosco, pero qué me pongo hacer. Tengo 50 años, quién me va a dar trabajo”, explica en tono de reclamo. “La venta aquí no me da para vivir. En este momento estoy viviendo de la canasta de discapacidad que le dan a mi hija. Muchas veces no tengo ni para el bus. Lo único bueno de este programa es que la policía ya no nos corretea, pero de resto no hay nada bueno. Están mal diseñados: cuando llueve nos mojamos y cuando hace sol, la mercancía se daña. Se nota que el que los diseñó nunca ha sido vendedor ambulante. La gran mayoría de módulos están mal ubicados, no todos, pero la mayoría. El otro problema del programa es que no se solucionó el tema de los vendedores ambulantes, aún hay muchos y nos toca competir con ellos, con la desventaja para nosotros de que ellos sí se pueden mover. Por otra parte, el contrato nos impide vender ciertas cosas, como comida preparada. Entonces no nos permite buscar caminos para que nos podamos sostener. Para sacarme lo de la comida y el arriendo tengo que trabajar 15 horas diarias”.

Por Alfredo Molano Jimeno

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