Las madres de los ejecutados

El país se concentró en el drama de los jóvenes desaparecidos en municipios como Soacha, pero se olvidó de las mujeres que sufren su ausencia y hoy temen por su seguridad personal. Los familiares de los muchachos encontrados muertos en Santander dicen que son ahora una sola familia. La asesoría jurídica y la elaboración del duelo han sido los procesos más difíciles de llevar. La Personería de Soacha ha sido la única institución que los ha acompañado siempre.

Carolina Gutiérrez Torres
15 de noviembre de 2008 - 10:00 p. m.

– Señora, su hijo, el guerrillero, murió en combate con el Ejército–, le dijo impasible un funcionario de la Fiscalía de Ocaña a doña María Ubilerma Sanabria a finales de octubre, cuando llegó a reclamar el cuerpo de Jaime Estiben Valencia, de 16 años.

– Mi hijo, el que usted llama guerrillero, jamás ha manejado un arma—, le respondió ella.

Su viaje había comenzado dos días antes. Iban ella y una de sus hijas en un carro fúnebre que les prestó la Alcaldía de Soacha. Viajaron en la parte trasera, donde horas más tarde reposaría el cuerpo de Estiben, desnudo, curtido de tierra y humedad. Fueron 14 horas en un carro que olía a muerte. Fueron 14 horas de distancia para encontrar la muerte en una fosa común, oculta en una bolsa negra.

“Ése es su hijo”, le dijo un sepulturero que la acompañó a la vereda Las Liscas, en Ocaña. El muchacho se encontraba embutido en un talego, en una fosa marcada con el número dos. En las otras fosas, en la número uno y tres y cuatro, doña María no sabe ni cuántas eran, abundaban los jóvenes muertos que, según los lugareños, también habían sido víctima de ejecuciones extrajudiciales.

Ella sólo iba por Estiben; entonces esa fue la bolsa que apartaron del montón y que rociaron con químicos, para que la señora resistiera el olor de nueve meses de sepultura. Luego le mostraron a su hijo. Estaba tendido en el piso. Tenía el ojo derecho golpeado, un impacto de bala en la cabeza y dos en las piernas. Doña María lo miraba una y otra vez con detenimiento. Fue la cicatriz en la ceja izquierda y el tatuaje en la pierna, los que la terminaron de convencer de que sí era su hijo. El 2 de noviembre fue el sepelio de Estiben, el último cuerpo rescatado de las fosas de Ocaña.

La reunión

Todas las madres, los hermanos, los dolientes de los jóvenes muertos en Norte de Santander estaban reunidos en un salón estrecho y caluroso de la Personería de Soacha. Doña Flor Hernández González, la mamá de Elkin Gustavo Verano, de 25 años, tomó la palabra en algún momento para decir que desde hace algunos días, cerquita de su casa,  había dos hombres vigilantes, con la mirada clavada en su rancho. “Uno tiene bigote, es moreno y alto —decía, con tono fuerte pero nervioso—. El otro no se ha dejado ver la cara, no es  tan gordo ni tan flaco. Los dos siempre andan con una gorra”. Bastó  que la mujer hiciera la confesión para que las demás personas la siguieran. “A nosotros nos pasa lo mismo —gritó una de las madres— nos han estado siguiendo”. El acosador de ella es un gordo moreno que siempre viste de jean.


“Si a uno lo van a matar lo pelan en cualquier parte. No vale el cuento de la seguridad. A mí me andan buscando por el barrio tres tipos encorbatados y yo me hago la boba”. Habla doña Luz Edilia Palacios, mamá de Jader Andrés Palacio Bustamante, de 22 años. La personera delegada de Derechos Humanos, que presidía la reunión, escuchaba con atención, tomaba nota y repetía, preocupada, “este es un tema muy complicado, muy difícil. Hay que ponerlo en conocimiento de las autoridades”.

“Y si nos llega a pasar algo, ¿dónde ponemos la denuncia? Si ellos son nuestros enemigos, la brigada 15 de Ocaña son nuestros enemigos, los que nos mataron a nuestros hijos y hermanos”. La sentencia fuerte, resuelta, es de Mauricio Castillo Peña, hermano de Jaime Castillo, quien vivía en Álamos. Mauricio es uno de los dos hombres que siempre asiste a las reuniones, el que siempre pide, clama, exige  justicia severa para los culpables. “Vamos a pedir la máxima pena para los asesinos, unos 40 ó 50 años. Para que cuando salgan de la cárcel, si algún día lo hacen, ya estén viejos, moribundos”. Las madres se quedan en silencio. No musitan una sola palabra durante unos minutos, pero con una inclinación de la cabeza le dicen: apoyamos su moción.

Hace unos días los dolientes de Ocaña estuvieron en la Fiscalía firmando un permiso para la exhumación de los cadáveres. Hay muchas dudas, todas las preguntas por resolver. ¿Por qué, si estuvieron combatiendo, no tenían el uniforme embarrado? ¿Por qué mi hijo, que apareció con botas de caucho, conservaba las uñas de los pies limpias, intactas, como siempre se las arreglaba? ¿Acaso no estaba en el monte, en un combate? Las preguntas continúan, y continuarían horas y horas, pero ya se hacía oscuro y a todos les esperaba un largo recorrido hasta sus casas, en muchos casos, trepadas en lo alto del cerro de la comuna 4 de Soacha.

Antes de salir, la última intervención la hace doña Flor, otra vez doña Flor con su tono fuerte que no alcanza a disimular la tristeza y el desconcierto. “Me está matando la inquietud. En las fotos los otros muchachos aparecieron con ropita y el mío no. Él, cuando se fue, tenía una camisa blanca, una chaqueta gris y un jean. Son muchas las dudas. Mi hijito tenía un collarcito  y en la foto aparece sólo con una camándula. Otra inquietud. La exhumación me tiene destrozada —dice la señora en medio de sollozos, sin aliento— Mi hijo era mi mano derecha, el que me sostenía, y yo quiero estar segura de que sí es él quien vi en esas fotos. ¿Puedo pedirle  que le hagan una prueba de ADN en la exhumación? Es que últimamente yo he tenido un sueño...”.

Doña Flor

Ayer y la semana pasada y desde unos meses atrás doña Flor ha tenido un sueño. El mismo sueño. “Mamá, mamita, yo no estoy muerto. Ese mancito que aparece ahí no soy yo. Estoy lejos pero no estoy muerto”, le repite una y otra vez Elkin Gustavo Verano. Y ella se despierta agitada, se sienta, intenta tomar aire. “Mamá, yo no estoy muerto”, insiste la voz de su hijo y ella no sabe si está despierta o si continúa en un estado de ensoñación. “Estoy vivo mamá”.


El 12 de enero doña Flor habló por última vez con su hijo (el 16 de septiembre le avisaron en Medicina Legal que el cuerpo estaba en Ocaña). “Mamá, mañana voy a la casa a llevarle  $10 mil. Subo después de mediodía, voy a dormir hasta tarde, pero espere su platica”. No hubo mañana ni plata y siesta hasta tarde. Elkin salió de la empresa de fundición de hierro donde vivía y trabajaba. Estaba con un amigo. Los testigos del recorrido de su muerte dicen que llegó hasta una tienda de Soacha, donde los recibió otro hombre llamado Jorge. Elkin lucía enfermo o borracho o drogado. Doña Flor cree que le dieron algo, su hijo no era un borracho. Hasta esa tienda llegó una camioneta, se bajó un hombre, tomó al amigo del brazo y lo montó en el carro. El siguiente fue Elkin. “Marica, marica, no nos deje solos”, alcanzó a gritarle a Jorge. El carro arrancó.

Así se lo relató doña Flor a un abogado de la Asociación Minga (una ONG defensora de los Derechos Humanos que tiene en su poder 25 casos de ejecuciones extrajudiciales en el Catatumbo). La señora llegó hasta allí a buscar asesoría jurídica. Es de las pocas madres que todavía no tiene un abogado, aunque le llueven ofertas. Religiosamente, cada día, un abogado la llama. Unos les exigen el 30% de la indemnización que reciban del Estado. Otras ONG, como Minga, sólo piden la firma de un poder. “¿Qué garantías me dan ustedes. Yo  sólo sé que hablé con mi hijo el 12 de enero, a las 12:00 p.m., y  me dijo ‘chao mi cuchita linda’ y al otro día me lo mataron”.

¿Quién acompaña a las víctimas?

La Personería de Soacha ha acompañado a los familiares de los jóvenes desaparecidos en Soacha desde un comienzo. Fue esta institución, en cabeza de Fernando Escobar, la que ayudó a denunciar los casos y a llevarlos a la opinión pública. Ahora, sigue en el proceso de acompañamiento como lo explica Escobar: “Les estamos ofreciendo una asesoría frente al tema del duelo, para que las personas asuman esa pérdida dentro de un contexto que no implique el final de sus proyectos de vida. Ahora estamos haciendo otro esfuerzo para brindarles opciones de estabilización socioeconómica. Además, estamos trabajando en el proceso de reparación”.

El primer entierro

“El reconocido falleció en un enfrentamiento armado con tropas orgánicas del Batallón de Infantería N° 11 Rafael Reyes, de esa localidad, el pasado 5 de marzo de 2008 a las 2:45 a.m.”. Ese fue el reporte que recibió doña Ana Delina Páez cuando llegó por el cuerpo de su hijo, Eduardo Garzón Páez, de 32 años, al municipio de Cimitarra (Santander).

Eduardo había desaparecido el 4 de marzo. No hubo noticias de él hasta el 28 de agosto, cuando de Medicina Legal llamaron a su esposa a informarle que había muerto en medio de un combate con el Ejército. Que cuando lo encontraron llevaba puesto un uniforme camuflado, unas botas de caucho y un arma. Que era un paramilitar. Este fue el primer caso de ejecuciones extrajudiciales que se conoció.

Por Carolina Gutiérrez Torres

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