El Magazín Cultural

En busca de Bolívar

Publicamos cuatro fragmentos escogidos por el autor de este ensayo sobre la vida del Libertador, escrito para el Bicentenario de la Independencia.

William Ospina* / Especial para El Espectador
07 de agosto de 2010 - 05:30 p. m.

La política intentó convertirlo en estatua, detenerlo en el mármol, pero su leyenda se fue extendiendo por la historia, por el arte y por la literatura; bibliotecas enteras se llenaron con sus hechos y con la reflexión sobre sus hechos; su obra y su vida merecieron todos los análisis, fueron sometidas como pocas al examen del tiempo, y se debate todavía sobre él como si estuviera vivo, como si estuviera a punto de tomar cada una de sus decisiones. Pocos seres humanos llegaron a ser de tal manera referente de todas las políticas y base de todas las doctrinas, por pocos llegan a disputarse de tal modo las facciones más enfrentadas.

Pero, ¿qué le dio ese prestigio, y ese aire de leyenda que roza lo sobrenatural, sino la sorpresa tardía de unas naciones descubriendo que aquel hombre casi siempre había tenido razón? En este punto el que estudia a Bolívar corre siempre el riesgo de idealizarlo: sus hechos fueron tantos y tan decisivos, sus determinaciones tan pródigas en consecuencias, y el escenario geográfico e histórico en que se cumplieron sus hazañas tan difícil, que no sólo es posible encontrar justificación para muchos de sus actos sino que el conjunto nos enfrenta al cuadro excesivo de una voluntad ineluctable y de una reserva de energía sorprendente.

Para sus contemporáneos, presenciar el espectáculo de su vida era enfrentarse a una cadena de acontecimientos y decisiones a menudo inexplicables: era fácil, como siempre, interpretar erróneamente sus intenciones. Pero la mayor parte de los seres humanos no tenemos la historia como testigo y juez de nuestras acciones, el juicio final se nos hace en privado y no tiene como testigo al mundo: Bolívar era un hombre arrebatado por el genio o el demonio de la historia, y sólo la historia podría dar el veredicto.

¡Qué vértigo de acontecimientos! El joven que se niega a besar la cruz en la sandalia del papa y que sonríe a la salida diciendo que si ese prelado lleva el signo de su fe en los zapatos es porque seguramente no lo aprecia mucho; el muchacho opulento que convoca a un banquete en París a una legión de personajes influyentes, políticos y militares, seguidores de Napoleón, para descargar sobre ellos un feroz discurso libertario contra el usurpador, y que pierde en un día la amistad de casi todos ellos; el hombre que avanza entre la multitud por aquel París de callejones jorobados de 1804 con el alma partida entre el odio por el emperador y la admiración delirante por el héroe popular; el hombre que arroja a un cura de su tribuna en una plaza en ruinas, ante la desesperación de la multitud, el día del terremoto de Caracas, porque no puede admitir que alguien esté atribuyendo a la revolución las catástrofes de la naturaleza, son menos desconcertantes que el que sería Bolívar después.

Hay que verlo haciendo cabriolas sobre un caballo ante un grupo de llaneros, y despertando con ello la indignación del experimentado Miranda, quien sentía que esas indisciplinas no permitirían formar nunca un ejército competente; hay que verlo apuntando en un amanecer con su pistola al rostro de ese precursor de la Independencia, que había sido además su gran amigo e inspirador, y hay qué verlo dejando a aquel padre en manos de los enemigos españoles, que le darían el oprobio y la muerte; hay que verlo aceptando un pasaporte salvador de las mismas manos que han encarcelado a Miranda; hay que verlo en Barrancas, junto al Magdalena, después de la catástrofe y del exilio, desobedeciendo las órdenes de su jefe el capitán Pierre Labatut y llevándose las tropas hacia Tenerife y Mompox, y después en Cúcuta darles la orden de avanzar hacia Venezuela, sin esperar la autorización de sus jefes neogranadinos; hay que verlo exigiéndole a Mariño, quien había rescatado media Venezuela, que se sometiera a sus órdenes y renunciara a gobernar su república oriental; hay que verlo amenazando a Santander con que lo condenaría a muerte, el día mismo en que se conocieron; hay que verlo en otra ocasión pensando en poner sitio a Cartagena, que estaba gobernada por patriotas; hay que ver centenares de acciones suyas, inexplicables para quienes las presenciaban, para pensar que aquel hombre tal vez estaba loco.

Pero el que estudia corre el riesgo de sentir que había método en su locura, que hasta en los momentos en que parecía más delirante, la decisión que tomaba era la más acertada, entre lo posible, y la más conveniente, no para sí mismo, sino para su país. Y si se medita que aquel país en el que pensaba no existía aún, que aquella gran nación por la que luchaba en realidad no existe aún, doscientos años después, uno justifica el vértigo. Uno a veces termina pensando que Neruda acierta cuando dice que en este mundo Bolívar está en la tierra, en el agua y en el aire, que Bolívar es uno de los nombres del continente.

Los enigmas que su vida plantea no acaban de ser resueltos por sus biógrafos. Éstos han logrado rastrear los hechos con dedicación, a veces con admiración, a menudo con todo detalle. Y todos no escriben el mismo libro: se complementan bien, se ayudan unos a otros. Masur es más minucioso y académico, John Lynch es más sintético y persuasivo; Masur nos dice que por atender asuntos personales Bolívar llegó tarde a una batalla, como Marco Antonio, pero es Indalecio Liévano quien nos cuenta cómo se llamaba ella. Nos cuentan todo con tanta minucia, y desde perspectivas tan distintas, que nos sentimos cerca de comprender la razón de las sinrazones de ese hombre asombroso.

Acabamos comprendiendo que en aquella mañana de los cuarteles, cuando Miranda se asomó y vio a un oficial saltando a lado y lado del caballo, haciendo cabriolas de jinete ante los rústicos llaneros, cuando se acercó a sancionarlo por su indisciplina antes de descubrir indignado que era el propio Bolívar quien estaba ofreciendo ese espectáculo, no era Miranda quien tenía la razón. El veterano oficial, héroe de tres revoluciones y jefe experimentado de grandes ejércitos, soñaba formar en América armadas de disciplina prusiana, regimientos que se arrojan al horno como figuras de cera a un solo golpe de voz, como los que a esa hora estaba fundiendo Napoleón en los braseros de Europa. Pero Bolívar sabía que con la arcilla de esta América no se podían amasar ese tipo de ejércitos, que su primer deber era ser aceptado por esos rudos peones que lo sabían todo del caballo y la lanza, y que nunca respetarían a un jefe que no fuera capaz de hacer todo lo que ellos hacían.


Miranda había gastado su vida creyendo que la libertad de su América la harían los acuerdos políticos: Bolívar sentía ya que esa libertad sólo la alcanzaría la lucha de los pueblos, y que sus protagonistas no serían ministros y diplomáticos sino esos mestizos y esos zambos del morichal y de la ciénaga que parecían apenas emerger de la tierra como criaturas adánicas, sin costumbres civiles, a los que les tocaría aprender en la lucha lo que merece un ser humano y sobre todo lo que merece un ciudadano. Miranda soñaba con la libertad de América, pero tenía el alma para siempre en Europa.

Y también acabamos descubriendo que, meses después, cuando, sin duda con las mejores intenciones, Miranda firmó el armisticio con los españoles, estaba de verdad abandonando una lucha que ya comprometía a millones de seres, y que, gracias a ese abandono, los dominadores no sólo perpetuarían su poder sino que lo harían de un modo cada vez más humillante.

Sí, Bolívar habría podido permitirle que se embarcara y se fuera al exilio, pero para eso tendría que ser jefe de algo, y en ese momento no era más que un comandante derrotado que castigaba en el último instante lo que él consideraba una traición. Él mismo no tenía segura la cabeza y no tenía futuro alguno: allí sólo obraba su indignación: el sentimiento de que su maestro e inspirador se había mostrado capaz, en un arrebato de dignidad o de exasperación, de arrojar por la borda la lucha de todo un pueblo. Miranda había sido nombrado jefe pero al parecer se creía dueño de la revolución; creyó que podía entregarla sin consultar siquiera con sus hombres. Hay que decir más bien que en ese momento, uno de los más terribles de su vida, hundido en la desesperación de haber perdido el fuerte de Puerto Cabello y desgarrado por la urgencia de recuperar el terreno perdido, Bolívar, quien tiene fama de hombre impulsivo y a veces colérico, pudo haber disparado a la cabeza del jefe que abandonaba la lucha, y más bien tuvo la contención de exigir que se le hiciera un juicio, esperando, eso sí, que fuera fusilado. Los españoles no le dieron tiempo de cumplir ese rito legal: en confusas circunstancias se apoderaron de Miranda, y, al reducirlo a prisión, demostraron cuán torpemente éste se había equivocado al confiar en ellos.

Dos semanas después, mientras Miranda comenzaba su cautiverio final, trágico y sombrío, Bolívar, por intercesión de su amigo el español Iturbe, estaba a punto de recibir de Monteverde un pasaporte que le permitiría salir del país y sobrevivir al naufragio de la Primera República, y fue en ese momento cuando el español dijo que el pasaporte se le concedía por los servicios prestados al rey de España, al entregarles al jefe de la revolución. Bolívar sintió un escalofrío. Aunque era lo que menos le convenía, alzó su voz para decir: “Yo no arresté a Miranda para prestar un servicio al rey, sino para castigarle por haber traicionado a su país”.

Todo estaba dicho. El funcionario, que ya le extendía el pasaporte, lo retuvo de nuevo, pensando seguramente que a aquel hombre más bien había que llevarlo a acompañar al otro en la cárcel. Entonces la estrella que tantas veces salvaría a Bolívar a lo largo de una vida de peligros incesantes, la misma estrella que lo retuvo en Jamaica en una casa deshabitada mientras cerca de allí un proveedor de sus tropas era asesinado en su hamaca; la misma estrella que lo recibió en Cartagena en 1812 cuando era nadie, como Ulises; la misma que lo alumbró en Mompox, y lo llevó en dos semanas a duplicar su tropa; la misma que le dio barcos y pertrechos en Haití cuando era un desterrado lleno sólo de delirios; la misma que le propuso locamente, ya con el llano libre, cruzar la cordillera impracticable y dar un golpe inesperado a los españoles en Boyacá; la misma que alumbró su diálogo a puerta cerrada con el jefe de los ejércitos del Sur en Guayaquil; la misma que arrojó a su paso una corona de flores o de hojas de laurel desde un balcón de Quito; la misma que con el rostro del amor le abrió la ventana al frío de septiembre para que escapara a los puñales de sus amigos, en ese momento iluminó a Iturbe para decirle al general Monteverde: “No le haga caso a este calavera, y dele el pasaporte para que se vaya de una vez”.

 

 * Poeta y novelista tolimense, columnista de El Espectador, ganador del Premio RómuloGallegos 2009 por ‘El país de la canela’ (Editorial Norma).

Por William Ospina* / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar