El Magazín Cultural
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La infelicidad conyugal

A propósito del centenario de la muerte del clásico escritor ruso, una mirada a su obra desde sus sentimientos, desde su tormentoso matrimonio.

Héctor Abad Faciolince
20 de noviembre de 2010 - 09:00 p. m.

“Los matrimonios felices se parecen todos; los infelices lo son cada uno a su manera”. Todos recordamos el principio, conciso y desolador, de Anna Karenina. Más triste es descubrir que quizás el autor de esta frase y la mujer que la pasó en limpio tantas veces, pensaban ambos en su propio matrimonio mientras la copiaban. Lev Tolstói (1828-1910) y su esposa, Sofia Andreevna Bers, también conocida como Sonia Tolstói (1844-1919), habrían podido ser tan felices como cualquier otra pareja y tal vez lo fueron durante algunos años, pero al final de sus vidas terminaron siendo un matrimonio devastadoramente infeliz.

Cuando se casaron, en 1862, todos los caminos parecían abiertos. Sofia era una muchachita de apenas 18 años, que había crecido en una casa rica, llena de hermanas, alegre, y había recibido la mejor educación que podía esperarse en Rusia para una mujer de buena familia del siglo XIX: francés, piano, gramática, aritmética, costura y buenos modales. Lev, en cambio, a los 34 años, era ya un hombre hecho (aunque no tan derecho), que quería dejar una torcida juventud a sus espaldas (dos fracasos universitarios, estrepitosas pérdidas en el juego, fanfarronadas de cuartel, amores prostibularios, blenorragias, una escritura ya magistral pero todavía intermitente) y sentar cabeza al fin con el más tradicional de los métodos que existen: el apaciguamiento conyugal, o mejor, una esposa que domesticara y le pusiera riendas a su índole impredecible y salvaje.

El matrimonio era también, en términos de San Pablo, un “remedio para la concupiscencia”, es decir, una cura para esa imaginación desaforada de Tolstói, que veía en cada rostro bonito de mujer la promesa inmediata de una felicidad sin límites. Sofia era ingenua y virgen, no conocía ni a los hombres ni al mundo, pero antes de la boda, Lev quiso someterla a un primer tratamiento que le corriera los velos de la inocencia. Era una condición: se casarían solamente después de que ella leyera los diarios juveniles de Tolstói, en donde estaban narradas con detalle todas sus calaveradas, todos sus sueños mesiánicos, sus angustias de insano, sus grandiosos proyectos literarios y sus mezquinas acciones de joven noble y lascivo que seduce jovencitas burguesas y embaraza muchachas campesinas.

Sofia lee con asco y miedo todo lo que se esconde detrás de la fachada impecable de su novio, y a pesar de la repulsión y el asombro iniciales, lo acepta. Deja Moscú y se van a vivir a la casona en medio de las tierras del Conde Tolstói, en Jásnaia Poliana, a 200 kilómetros de la capital.

Sin contar viajes cortos, pasando por alto algunas temporadas en Moscú para que los hijos varones se educaran mejor, y sin contar la última y definitiva fuga de Tolstói, a los 82 años, en Jásnaia Poliana pasarían juntos casi medio siglo. Allí Sofia tuvo sus 16 embarazos y sus 13 hijos; allí mismo los amamantó, los crio y les dio las primeras clases; la crianza de los niños, la administración de la casa, el trabajo de la cocina y las órdenes a la servidumbre, corrían por cuenta de Sofia.

Ella era para su marido, como dice Sklovski, “la embajadora de la realidad”. El poco tiempo libre que le quedaba, lo dedicaba a pasar en limpio las obras que Tolstói iba escribiendo con una imperturbable y continua disciplina cotidiana. El conde, por la tarde, dejaba sobre el escritorio sus abigarrados manuscritos, llenos de tachones, añadiduras, arrepentimientos, escritos entrelíneas, horizontal y verticalmente, por delante, en los márgenes y por detrás. A la mañana siguiente, sobre el mismo escritorio y como por arte de magia, Tolstói encontraba sus enredos del día anterior perfectamente organizados, pasados en limpio con caligrafía clara e impecable. Y se ponía otra vez a escribir y a tachar.

Después del matrimonio, Sofia, como en adelante toda la familia Tolstói, empieza a llevar un diario. En él anota: “¿Por qué no hay mujeres geniales? No hay mujeres entre los escritores, los pintores, los compositores... Toda la pasión, todas las energías de la mujer se emplean en la familia, en el amor, en el marido, y sobre todo en los hijos. Las demás capacidades se atrofian, no se desarrollan, se quedan en embrión”.


La lectura de esa inmensa novela que es Guerra y Paz requiere semanas. Sofia, durante los seis años de su febril escritura (1863-69), la pasó en limpio siete veces, al principio tan embebida en la historia y en los personajes como su propio autor, al final tan aburrida como cualquier copista. El trabajo de un escritor no está hecho sólo de inspiración y exaltación creativa; buena parte del tiempo la escritura consiste en una paciente carpintería que lima rugosidades, pule contornos poco delineados, quita o añade relieves, esconde junturas, precisa ideas, vuelve eufónicas las cacofonías, amplía escenas y diálogos, elimina aburrimientos, desvíos y distracciones.

Dice el diario de Sofia: “Recuerdo cómo esperaba, después del trabajo cotidiano de Lev Nikolaievich, y con cuánta ansia me apresuraba a transcribirlo, encontrándole siempre bellezas nuevas. Pero en la décima transcripción del mismo escrito ya no hay nada. Ahora esto me mata. Tengo que empezar a hacer algo para mí misma, si no quiero que se me marchite el alma”.

Al fin el libro aparece, en cuatro volúmenes. Tolstói tiene 41 años y ya es aclamado como el mayor escritor de Rusia. Sofia, en los mismos años, además de copiar el libro sin cesar, ha parido tres hijos y ha cuidado al mayor: cuatro en total. Las mujeres, según el gran Lev, “sólo son innocuas cuando están absorbidas por la maternidad. La maternidad es la verdadera vida de ellas, y su gran misión, aunque ellas se imaginen que ésta les impide vivir”. El patriarca de las reflexiones morales no tiene en sus novelas una visión tan obtusa y machista. Al contrario, sus personajes femeninos son completos, rebeldes, llenos de vida y de contradicciones, convincentes. Son tan intensas y complejas las mujeres de los libros de Tolstói que de él se dice que tenía “una mente andrógina”, capaz de penetrar y entender tanto lo masculino como lo femenino.

Y en esto hay, por parte de Tolstói, un reconocimiento a su mujer. Comentando uno de sus libros anteriores al matrimonio, La felicidad conyugal, decía: “En ese entonces creía conocer a las mujeres; en realidad, aprendí a conocerlas solamente a través de mi esposa”. Buena parte de la rebeldía exterior de Anna Karenina, la siguiente gran novela de Tolstói, está modelada sobre la rebeldía interna de Sofia.

Por lo pronto, la relativa armonía de esta pareja ha empezado ya a desmoronarse. La profunda insatisfacción de Sofia por su papel subalterno, el temperamento salvaje del marido, su inquieto idealismo, sus impredecibles cambios de rumbo, la inmensa crisis religiosa en la que se hunde alrededor de los cincuenta años, hacen cada vez más frecuentes y dolorosas las crisis familiares.

La mente de Tolstói no se detiene, sus proyectos son cada vez más grandes y mesiánicos (ya no sólo literarios sino también políticos, religiosos, sociales), y Sofia se siente apartada, arrinconada. De estos años surge “la leyenda negra” de Sofia Tolstói. Muchos la han pintado como la burguesa de visión estrecha, egoísta, cicatera, que quiere cortarle las alas y convertir al “genio” en un hombre común y corriente. Sofia es la arpía celosa y posesiva, la manipuladora astuta (con permanente amenaza de suicidio), que hurga entre los papeles del marido con el terror de los diarios que la pintan con una luz negativa o de los testamentos que la perjudican.

Son decenios de guerra conyugal, documentados por infinidad de cartas, testimonios y páginas de diario. En ellos Sofia aparece como una mujer generosa, que ha amado con locura a su marido, pero que al sentírselo escapar, ha luchado por perpetuar su posesión hasta volverse mezquina y despótica. El terror de perderlo la hace perder la cordura. Se siente desplazada y celosa aun de sus propias hijas.

Apunta en su diario: “Antes transcribía lo que él había escrito y esto me alegraba. Ahora les da todo a copiar a las hijas y me lo oculta cuidadosamente. Me está destruyendo sistemáticamente, me está sacando de su vida personal y esto me hace sufrir de un modo insoportable. En esta vida apática, entonces, se apodera de mí una furiosa desesperación”.

Jásnaia Poliana era “la casa de los diarios”. Todos llevaban uno: los hijos, los preceptores, los visitantes, los secretarios, la mujer y el marido. Dice Alberto Cavallari: “Todos escribían en secreto apuntes, notas, libretas, cuadernos, que luego los demás llegaban a conocer. A menudo se los leían unos a otros, porque la moda de ese tiempo pretendía que se viviera así, diciéndose la verdad. Todo esto creaba un inextricable enredo de verdades que sólo hacían daño, entrelazando hilos cortantes de sospechas, celos, pensamientos sinceros o artificiales, a veces escritos para manipular los sentimientos de los otros. Todo alimentaba este culto de las verdades secretas que se volvían públicas y hacía más espesa la red de este matrimonio-prisión: porque Sofia leía los diarios de Lev, Lev los de Sofia, Sasa (la hija) los copiaba, y cada uno le hacía daño al otro con estas verdades-confesiones que habían convertido la prisión en una casa de vidrio donde la infelicidad de todos se había vuelto evidente”.

Las cartas y los diarios leídos a escondidas dan la ilusión de que el cráneo y el alma se vuelvan transparentes: leemos lo que el otro piensa, lo que el otro siente. Lev lee con angustia y furia el enamoramiento platónico de Sofia por un músico. Sofia teme y denuncia que la cercanía de Tolstói con su pupilo y secretario Chertkov esconda una relación homosexual (se basa en páginas del diario juvenil para afianzar su sospecha, sin duda irreal y paranoica).


Las peleas por el dinero y los bienes inmuebles (que Tolstói quiere regalar, en sus sueños de pobreza y en sus accesos de generosidad evangélica), por los derechos de autor (que Tolstói a su muerte quisiera dejar en herencia a la humanidad, y no a la esposa ni a los hijos), la lucha por la lectura de diarios y testamentos secretos, convierten la vida en Jásnaia Poliana en un infierno.

Lev lleva tres diarios, uno público, para satisfacer la curiosidad de la esposa; otro “para sí mismo”, que esconde y lleva todo el día entre sus botas; y uno más, el “secreto”, que lleva cosido entre el forro del abrigo. Un día resuelve entregar el diario del abrigo a Chertkov. Cuando Sofia no lo encuentra (cosía y descosía el abrigo para leerlo), sufre un ataque de histeria y amenaza con suicidarse.

La explicación del hecho, en sus propios apuntes, es menos insensata: “Yo no me atormento porque me esconda sus diarios, eso me parece comprensible y legítimo. Pero tendría que escondérselos a todos. Me indigna que les permita leerlos a Chertkov, a Sasa y a otros, pero no a mí, que soy la esposa. Él me cubre de insultos y me abandona al juicio de los demás. Esto es lo cruel y lo horrible”. Lev comenta: “Me ha arruinado también el diario, ya escribo pensando en la posibilidad de que me lea”. Y después: “Si vuelve a leer mi diario, que crea lo que quiera. Yo no puedo escribir pensando en ella o en los lectores futuros, como para elaborar una especie de certificado de su buena conducta”.

Los fingidos intentos de suicidio, los ataques de furia, histeria y paranoia de Sofia se vuelven cada vez más graves. En los apuntes de Tolstói se hallan las palabras más duras sobre ella: “Las relaciones con Sofia Andreevna son cada vez más dolorosas. Lo que recibo de ella no es amor, sino exigencia de amor, un sentimiento cercano al odio, que se transforma en odio. Sí, el egoísmo es la locura. Los hijos la salvaban del egoísmo, con la abnegación de la crianza. Pero desde que esto terminó, lo único que ha quedado es un terrible egoísmo. Y el egoísmo se ha vuelto locura. Es imposible hablar con ella porque para ella ni la lógica, ni la verdad, ni la conciencia, ni las palabras que ella misma ha dicho, la comprometen; es asustador. Sin hablar de su amor por mí —del que no queda ni rastro— tampoco necesita mi amor por ella; lo único que necesita es una cosa: que los demás crean que yo la amo”.

 El final de la historia es triste y conocido. Después de 48 años de vida en común, y cuando Tolstói es ya un patriarca de 82 años, la noche del 27 de octubre de 1910, el escritor se despierta sobresaltado. Su mujer, la que lo había amado y detestado (con pasión posesiva en ambos sentimientos) durante tanto tiempo, hurgaba de nuevo entre sus papeles.

Tolstói decide que no aguanta más, y a esa misma hora, a las cuatro de la mañana, con las primeras nevadas del invierno ruso, emprende su última fuga. Cuando Sofia encuentra, por la mañana, la carta de despedida, corre a arrojarse al estanque, del que la sacan casi ahogada. Tolstói intenta esconderse de ella en algún sitio, durante un viaje trágico, angustioso, en trenes y carrozas, por las heladas llanuras de Tula.

Apoyado por algunos hijos y perseguido por otros, desesperado como una bestia herida, sigue anotando en su diario los pasos imposibles de la fuga. Cae enfermo, empeora día tras día y muere en la estación de Astápovo, en la madrugada del 7 de noviembre (fecha del calendario juliano, que en el gregoriano que nos rige corresponde al 20 de noviembre). Sofia, después de la muerte del marido, recupera la cordura, abandona sus intentos de suicidio, deja de padecer crisis histéricas y muere de neumonía, nueve años más tarde, no sin antes haber escrito su autobiografía.

 Texto publicado en el libro de ensayos “Las formas de la pereza”, Bogotá, Editorial Taurus, 2007.

Por Héctor Abad Faciolince

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