El Magazín Cultural

Los abuelos de la nada

Hace medio siglo irrumpió en Colombia el nadaísmo, aire fresco para un país de poetas.

Redacción Cultural
26 de agosto de 2008 - 10:06 a. m.

El primer aviso surgió en Medellín, en la tipografía Amistad, con un folleto de 42 páginas y un sugestivo título: Nadaísmo. Los periódicos nacionales registraron el hecho como la creación de un movimiento de intelectuales negativos que se daba a conocer en la capital de Antioquia. Era el año 1958, el país acababa de salir de la dictadura de Rojas Pinilla, emprendía el camino del Frente Nacional, y de la mano de Gonzalo Arango nació una corriente intelectual que hizo historia en la literatura colombiana.

Por esos mismos días, en el café La Bastilla de Medellín, siempre de la mano de Gonzalo Arango, un iconoclasta intelectual de 27 años proveniente del municipio de Andes (Antioquia), se dio a conocer el primer manifiesto nadaísta. Con él estaban, entre otros, Alberto Escobar, Guillermo Trujillo y Amilcar Osorio. A partir de entonces, ridiculizando el ambiente católico imperante o promoviendo burlescas acciones con la quema pública de la Urbanidad de Carreño, se abrió paso el desconcertante nadaísmo.

Lo demás fue creciendo como una bola de nieve y entre sus actos públicos plenos de rebeldía y humor negro, fueron llegando los demás gestores de esta aventura intelectual. Eduardo Escobar, Jotamario, Elmo Valencia, Humberto Navarro, Darío Lemos, Jaime Espinel, Armando Romero, Jaime Jaramillo, Diego León Giraldo, La Maga, Pablus Gallinazo o María de las Estrellas, una suma de talentos que le imprimió a la poesía un aire nuevo, basándose en una filosofía de vanguardia: “No dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”.

Fueron los años de la genialidad y mientras otros de sus contemporáneos emprendían el camino de las guerrillas o la pugna política partidista, los poetas y escritores nadaístas ocupaban las primeras planas de los periódicos con desafiantes actos, como un sabotaje al congreso de los escribanos católicos, mordaces conferencias en la Biblioteca Nacional o el Café Automático, y una obra impresa, hoy de antología, que escandalizó con la palabra, pero se apuntó un significativo golpe de opinión en su favor.


Habían aprendido de su propia juventud, mezcla de ruptura y  osadía, y conservaban como principios tutelares de su reto intelectual, el decidido apoyo que alcanzó a aportarles el filósofo de la montaña, el brujo de Otraparte, el inolvidable escritor antioqueño Fernando González. Como lo escribió años después Eduardo Escobar, “El único escritor mayor de 50 años que no tuvo miedo del nadaísmo, porque sabía que esto necesitaba un cambio. Y necesita otro, hasta que estemos desnudos y volvamos a ser inocentes”.

Y fueron ingenuos y hasta utópicos, pero al mismo tiempo conspiradores contra los falsos modales. ¿Hasta cuándo? Hay quienes sostienen que el nadaísmo murió en septiembre de 1976, el día que Gonzalo Arango falleció en un absurdo accidente automovilístico de regreso a Bogotá. Hay quienes creen que se fue en los sueños de María de las Estrellas, muerta en el verano de sus días en otro accidente inexplicable. Pero hay quienes sienten que nunca ha muerto y vive en el espíritu de quienes aún le apuestan al entierro de los dogmas.

Hace 50 años revolucionó el formalista ambiente poético nacional, hoy parece un recuerdo entusiasta. Por eso, en medio del país amnésico llamado Colombia, bien caen las palabras de Gonzalo Arango en uno de sus recuentos certeros: “De nada me arrepiento, de mis errores tampoco, me enseñaron la salida del laberinto. Todo fue positivo en el proceso, aun lo negativo; aprendimos a vivir. El nadaísmo fue un viaje de aventuras por el conocimiento y la experiencia, azaroso y venturoso; y en los viajes es real el sueño como la pesadilla”.

Por Redacción Cultural

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