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Nada es casualidad

La próxima semana será el lanzamiento de ‘Justos por pecadores’, la novela que le dio el segundo puesto del Premio Iberoameriano de Narrativa Planeta-Casamérica 2008.

Ana María Hanssen / Especial para El Espectador
22 de mayo de 2008 - 08:50 p. m.

La noche en que le avisaron que su novela Justos por pecadores estaba entre las finalistas del Premio Planeta-Casamérica, Fernando Quiroz estaba en un restaurante de no fumadores. Se puso tan nervioso con la noticia, que con celular en mano prefirió salir a la calle para bajarles el tono a los nervios con un cigarrillo. “En esas andaba” cuando vio pasar a pocos metros a un cura del Opus Dei.

 Dos días después, cuando ya la buena nueva estaba confirmada y él iba rumbo  al aeropuerto para viajar a recibir el premio en Buenos Aires, descubrió que Vladdo le había agregado un nuevo elemento a su caricatura del palacito presidencial en la revista Semana: la cara de Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. A esta altura, esas casualidades se le presentaban como un buen augurio. Pero como la vida es terca y parecía querer recalcarle que no por nada ese premio era para él, se encontró con la tercera señal en el primer taxi al que se subió en Buenos Aires. La estampita de Gardel no estaba colgada del espejo. En cambio, era la imagen del mencionado Monseñor.

No cabe duda de que por hablar de los secretos del Opus Dei, ésta será la más polémica del trío. En 2002 publicó En esas andaba cuando la vi, la historia de amor entre Buenos Aires y Bogotá. Y más recientemente, Esto huele mal, inspirada en un hecho real en el contexto de la bomba del club El Nogal. La historia llegó al cine de la mano de Jorge Alí Triana y aunque Quiroz admite que le hubiera gustado que “hubiera sido más fiel a la novela”, reconoce disparó la atención hacia su nombre.

Justos por pecadores es quizá la más personal e íntima de sus historias hasta ahora. Ha dicho que no es del todo autobiográfica. Él vivió en carne propia las adoctrinaciones y lavados de cerebro del Opus Dei cuando estudiaba en el Gimnasio Los Cerros de Bogotá.

Pasó por “la obra” y se salió de ella, no sin antes recibir las amenazas de que su vida caería en desgracia y de que monseñor Escrivá, el mismo que fue amigo íntimo del general Francisco Franco, “no daría ni un centavo por su alma”. Se salió de “la obra” para dejar el cilicio torturador y no renunciar a las mujeres.

 Para no tener que donar todos los regalos de cumpleaños. Para no besar el suelo al despertarse y para poder, por fin, bañarse con agua caliente. Cuando le pregunto qué sintió cuando estuvo “afuera” de la secta, dice que no sabía muy bien qué hacer. “Creo que se parece a la libertad que deben sentir los presos cuando cumplen su condena. Una libertad con un poco de miedo”, responde.

Con todo y que la sombra de irse al infierno estuvo muy arraigada en su alma y que hasta llegó a sentirse culpable por haberle pedido el teléfono a una niña cuando tenía 15 años, Fernando Quiroz no escribió la novela desde un lugar de resentimiento ni con ánimos de venganza. La escribió porque los escritores eligen los temas que más los han marcado, y este tema para él “es como mi propia bomba”, haciendo alusión a los otros temas de la realidad que se cuelan en las tramas de los escritores.

 Además, tener la capacidad de reírse de algo que antes parecía trágico, es la señal más clara de que es una prueba superada. “Por eso escribí la novela, porque ya puedo hablar de este tema sin sentir miedo”, dice. De esa catarsis nace este libro, que está marcado por el universo que caracteriza su narrativa: las relaciones de pareja.

No cabe duda de que ser el primer finalista del Premio Iberoameriano de Narrativa Planeta-Casamérica plantea para Quiroz nuevos retos. “La próxima novela tiene que ser mil veces mejor”, dice este bogotano de las nuevas filas de escritores colombianos que aunque reconocen que García Márquez es un genio y que los escritores de la generación “perdida” les abrieron un camino, están forjando un estilo distinto.

Estar frente a Fernando Quiroz es decirle adiós a ese ciclo de realismo mágico que marcó la prosa de Gabo, a esa etapa que ha sido una fortuna y una sombra para los escritores colombianos. Para que no se preste a malas interpretaciones hay que decirlo claramente: Gabo irradió tanta luz que opacó a los escritores de la generación siguiente.

Sin embargo, pertenece a esa generación ‘posperdida’ o ‘posrecobrada’. Sus historias se tejen con un hilo más cotidiano, más universal.

Fernando Quiroz, con su vocación para la felicidad y su timidez para la fama, celebra doblemente su premio por haberlo recibido en Buenos Aires. “Bogotá es mi ciudad en el mundo, mi cable a tierra, pero Buenos Aires es mi ciudad literaria”. Por algo será que dos de sus novelas tienen nexos con ella y que cuando se sube a los taxis, hasta Escrivá de Balaguer se le aparece para sabotearlo, porque sabe que viene por algo grande o que su éxito es todo, menos casualidad.

Por Ana María Hanssen / Especial para El Espectador

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