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Vargas Llosa: el fuego intelectual

La amena charla del escritor peruano y su colega colombiano, Héctor Abad, cerró el importante encuentro de autores. Este ensayo es fruto de una juiciosa relectura de la monumental obra del eterno nominado al Nobel.

Héctor Abad Faciolince / Especial para El Espectador
30 de enero de 2010 - 09:00 p. m.

Mario Vargas Llosa, pese a algunos achaques recientes que le han impedido seguir siendo un trotador empedernido, es un setentón juvenil, de mente y de cuerpo. Si un signo claro de la vejez son la rigidez mental y el estancamiento de las ideas, Vargas Llosa no ha envejecido. Si el signo más claro de la frescura del pensamiento son, por el contrario, la curiosidad y la capacidad de poner en duda las propias creencias, con una mente abierta, entonces Vargas Llosa es un señor de 73 años que más parece un joven de 37.

No es un traidor a la causa, como lo ha visto la extrema izquierda, sino un hombre fiel —por encima de todo— a unas cuantas convicciones: la de la libertad del individuo, la del rechazo a la coerción por parte del Estado, la de la crítica feroz a las dictaduras, sean éstas de izquierda o de derecha. Políticamente nunca estuvo con Cortázar, para quien no eran lo mismo los crímenes de la izquierda que los de la derecha, ni con Neruda, que escribió odas a Stalin, ni con Borges, quien estuvo dispuesto a recibir honores de Pinochet. Su maestro en asuntos políticos ha sido más bien Karl Popper, con su defensa de la sociedad abierta, y en general los pensadores liberales de escuela inglesa, como Isaiah Berlin o John Stuart Mill.

Sabemos que su “primer amor” literario fue teatral y casi prematuro, pues escribió y llevó a las tablas una obra dramática en 1952, cuando tenía apenas 16 años. No podemos saber cómo serán sus amores postreros, que esperamos sean muchos. Si nos atenemos a lo ambicioso de la novela que escribe actualmente y cuyo título provisional es El sueño del celta (la cual ocurre en el Congo y también en el Putumayo, en la frontera entre Colombia y Perú), se puede conjeturar que seguirá buscando lo imposible, lo que ningún escritor ha conseguido nunca, pero aquello que él y unos pocos más han estado a punto de lograr varias veces: la novela total. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros es de que seguirá escribiendo siempre, o al menos hasta el día en que su inteligencia conserve la agudeza, la creatividad y la curiosidad que lo han caracterizado durante más de medio siglo de incesante actividad intelectual.

Con una laboriosidad asombrosa (el editor Carlos Barral lo definía ya en 1967 como “une bête à ècrire”) y con una independencia ética que jamás ha sucumbido a los chantajes morales ni a las acusaciones infames de sus innumerables contradictores, Vargas Llosa es, para todos aquellos que hemos apostado la vida a la pasión por las letras, un ejemplo permanente de actividad y un desafío constante contra la pereza o el conformismo mental, tanto en el campo político como en el literario.

En los últimos meses, en vista del compromiso de entrevistarlo en el marco del Hay Festival de Cartagena, he estado sumergido en su obra narrativa y ensayística. He leído (o releído) buena parte de sus libros y al final de esta extraordinaria experiencia no dudo en calificar su obra, por rimbombante que suene el adjetivo, como monumental. Sus dimensiones, para empezar, son casi balzacianas, con unos 50 volúmenes a su haber. Pero la cantidad es lo de menos, pues más vasta es la obra de Corín Tellado. Lo asombroso consiste en que casi todos sus libros son técnicamente impecables y su obra abarca muchos registros, desde el humor y la levedad, pasando por la gracia galante (los que menos me entusiasman), hasta la más densa complejidad histórica o psicológica. Además, su prosa ensayística es clara y rigurosa; podemos estar o no de acuerdo con él, pero sus argumentos son nítidos, directos, nunca tramposos, pues no recurren jamás a la mentira o a la deshonestidad intelectual. Vargas Llosa ilumina con la inteligencia, conmueve con la sensibilidad, apabulla con la amplitud de su conocimiento y, en resumen, deja ver un escritor, un intelectual y un ser humano íntegro, completo.

Si la Academia Sueca –en la cual, sin él buscarlo, es permanente candidato— al fin no se decide a concederle nunca el Premio Nobel de Literatura (por una injusta acusación de conservadurismo político que incluso si fuera cierta no sería pecaminosa), la deshonra no será para el novelista peruano, sino para la misma Academia. Si esto sucediera, Vargas Llosa entraría al club más exclusivo de las letras del mundo, el de los grandes excluidos del Nobel, pese a merecerlo más que muchos otros premiados, al lado de escritores inmensos como Marcel Proust, James Joyce, Antonio Machado, Joseph Roth, Lev Tolstoi o Jorge Luis Borges.

Madurez precoz, madurez rejuvenecida

En una vida artística de gran simetría, Vargas Llosa empezó publicando, antes de cumplir siquiera los treinta años, novelas ya maduras, y sigue publicando ahora, después de los setenta, novelas que por su frescura y humor poseen un ímpetu y una gracia juveniles. Las de la madurez precoz son La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1965) y Los cachorros (1967). La más graciosa de la madurez rejuvenecida es su reciente Travesuras de la niña mala (2006), que recupera el refrescante humor, aunque con tema muy distinto, de Pantaleón y las visitadoras (1973). Y entre estos dos extremos de su obra está el núcleo duro, la semilla central, lo más sobresaliente de su actividad intelectual, tanto novelística como ensayística.


Por un lado, tres novelas asombrosas, tres universos ficticios perfectamente construidos: Conversación en la catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000). Estas tres novelas, al mismo tiempo íntimas, históricas y políticas, son, cada una a su manera, tres de las más grandes novelas de nuestra lengua. La primera, ambientada durante la dictadura de Odría, es uno de los más complejos y perfectos artefactos técnicos del arte de contar, con una asombrosa mezcla en el manejo de los narradores, de las voces y del tiempo que, pese a su dificultad (el libro exige un lector cómplice y muy atento), sortea magistralmente todos los escollos.

La segunda, situada en los sertones brasileños a finales del siglo XIX, consigue construir un mundo aparte, paralelo al nuestro, con cientos de personajes basados en la realidad pero también inventados, cada uno con una vida y una personalidad convincentes, en medio de una naturaleza agobiante y reconstruida a la perfección. Sus protagonistas están poseídos por una pasión mesiánica y política de gran complejidad, tanto en el plano social e histórico como en el psicológico. Sin tomar partido por los dos bandos enfrentados, Vargas Llosa nos hace penetrar en los motivos de cada uno. Quizá no haya un estudio más completo, en toda su complejidad, sobre los mecanismos del fanatismo y de la creencia religiosa llevada hasta el paroxismo. Me atrevería a decir que la locura del extremismo islámico, que no es el tema de La guerra del fin del mundo, se puede iluminar muy bien, indirectamente, con la lectura de esta novela. La última, La fiesta del chivo, es el cumplimiento de un viejo compromiso (tácito o explícito) de varios escritores del boom: el de hacer una saga colectiva sobre los dictadores latinoamericanos, Trujillo en el caso de Vargas Llosa. Con una aproximación familiar, desde adentro, perfectamente documentada, el escritor peruano nos lleva al corazón de lo que fue la historia dominicana durante más de treinta años de tiranía.

Al mismo tiempo que escribía estas tres novelas extraordinarias, con intervalos de muy pocos años, Vargas Llosa fue publicando excelentes monografías sobre otros escritores. La primera es un extenso estudio sobre García Márquez y su obra, que tuvo origen en su tesis doctoral en la Universidad de Londres. Historia de un deicidio, publicada en 1971 (y nunca más reeditada hasta fecha muy reciente, en sus Obras Completas, a causa de su triste trifulca con el escritor colombiano).

Todavía hoy este largo ensayo sigue siendo una de las mejores introducciones al autor de Cien años de soledad y una muestra indudable de inmensa generosidad por parte de un colega casi coetáneo, al principio de su carrera, con lo celosos y egoístas que suelen ser los escritores. Vinieron después libros sobre Flaubert y Madame Bovary (La orgía perpetua), sobre Sartre y Camus, sobre Arguedas, sobre la novela moderna (La verdad de las mentiras), sobre Los miserables de Victor Hugo, hasta el muy reciente estudio de la obra de Juan Carlos Onetti (El viaje a la ficción, 2008). Cuando Vargas Llosa lee a Flaubert, a Hugo o a Onetti, cuando desvela los mecanismos de relojería que hacen funcionar sus narraciones, uno siente que está también dilucidando su propia obra, su propia manera de narrar.

El fuego de la obra de Vargas Llosa, la fuerza de sus novelas, y su personalidad arrasadora, tienen que ver con varios factores. Ante todo una fe inquebrantable en la literatura, la cual le ha permitido una fidelidad a un oficio que muy pocos poseen con tanta convicción y constancia. Vargas Llosa tiene una confianza ciega en que esta actividad de la fantasía humana, la literatura, es útil e importante para el mundo. Y a esta fe general se une también la seguridad personal y sin fisuras que tiene de pensarse a sí mismo como un gran escritor. Pocos escritores con tanta vocación literaria como la suya. Alguien dijo que para ser genio hay que creérselo (y creo que Vargas Llosa se lo cree), pero además, y sobre todo, hay que acertar (y Vargas Llosa acierta al tener esta idea de sí mismo).

Los Casa de las Américas y Burgos Cantor

En Cienfuegos y La Habana fueron presentados esta semana los escritores y las obras ganadoras del Premio Casa de las Américas 2009, el certamen literario más antiguo y uno de los más prestigiosos del continente. Entre los homenajeados estuvo  el colombiano Roberto Burgos Cantor, autor de la novela La ceiba de la memoria, exaltada allí en Cuba con el Premio de narrativa José María Arguedas y también finalista del Premio Rómulo Gallegos, en Venezuela. Burgos Cantor recordó que en “Don José María Arguedas” está el “tremendo conflicto del narrar y del lenguaje”.

En la edición 2010 el jurado galardonó al historiador y filósofo cubano Sergio Guerra Vilaboy con el Premio Extraordinario Casa de las Américas. En poesía ganó el argentino Bruno Di Benedetto con su libro Crónicas de muertes dudosas. La salvadoreña Jorgelina Cerritos recibió el de teatro con su obra Al otro lado del mar. La categoría de Literatura brasileña distinguió a la ya célebre Nélida Piñón, con la obra Aprendiz de Homero.

Por Héctor Abad Faciolince / Especial para El Espectador

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