El Magazín Cultural
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Los manuscritos de ‘La vorágine’

La Biblioteca Nacional revelará esta semana al público cuadernos originales de la gran novela de la literatura colombiana.

Nelson Fredy Padilla
06 de febrero de 2010 - 09:00 p. m.

Querido don José Eustasio Rivera:

Fue difícil no sentir cierto beriberi cuando el enguantado experto en conservación de la Biblioteca Nacional apareció con los documentos que estuvieron a la deriva por más de 80 años. Ahora permanecen envueltos en suave papel desacidificado, de pH neutro, y pegado con cintas blancas. El sobre marcado como número 1 contiene un cuaderno alargado de tapa rojiza, de los que Usted también utilizaba para llevar la contabilidad de la hacienda de Sogamoso a comienzos del siglo pasado. Por lo que veo, resistió el frío del altiplano, el sopor de su Huila natal y la humedad de la jungla. Al abrirlo se encuentra uno con el título La vorágine, debajo un gran tachón como si hubiera querido cambiarlo y el inicio de la primera parte de la novela del realismo lírico que partió en dos la historia de la literatura colombiana, antes del realismo mágico de Cien años de soledad.

La caligrafía en tinta azul es hermosa, alterada por enérgicas enmendaduras y anotaciones al margen, siempre en busca del término más cadencioso. Palabras sobre palabras, pasadas luego a la máquina de escribir antes de lograr la versión definitiva (1924), que despiertan la curiosidad sobre su proceso creativo. Novedad en Colombia y en las decenas de países en los que generó impacto el relato definido como el encuentro de Occidente con la selva. -Previo a su temprana muerte en Nueva York, a los 40 años, Usted vio la traducción al inglés, pero le cuento que la trágica aventura de Arturo Cova se lee en portugués, sueco, ruso y hasta en chino. Si viera la bella y más reciente edición hecha en Colombia en 2006 por  la fotógrafa Sylvia Patiño Spitzer-.

En cambio, inmaculada aparece la primera frase del cuaderno 1, cuya fuerza poética atrapa a los lectores, se convierte en una de las citas más reconocidas de nuestra cultura y marca el tono épico, entre moderno y posmoderno, que no decae hasta el epílogo: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.

El primer borrador se cierra con una anotación Suya, avalada por su firma, entonces de abogado funcionario de la Comisión de Límites en la frontera con Venezuela: “este cuaderno viajó conmigo por todos los ríos de Colombia durante el año 1923, sus p{aginas fueron escritas en las popas de las canoas y las piedras que me sirvieron de cabecera, sobre los cajones y rollos de cables, entre las plagas y los calores. Terminé la novela en Neiva el 21 de abril de 1924”.

Las manos autorizadas sacan del sobre 2 un cuaderno del mismo estilo pero cuadrado, en el que Usted bosquejó la segunda parte de su obra máxima, no la totalidad, con el mismo ritmo riguroso de escritura y reescritura. Más difícil de leer porque predominan los trazos de lápiz negro que tienden a borrarse, al parecer de forma irremediable. El tercer sobre no es menos sorprendente: protege los mapas y rutas de Sus viajes por la Amazonia, con apuntes grises de número de horas o días de viaje, nombres de trochas y crédito a los mapas del cartógrafo Hamilton Rice. Una guía para navegar “la selva de anchas cúpulas” y “los iracundos ríos”, como Usted los define en Tierra de promisión, su libro de poemas.

En una hojita cuadriculada están sus travesías por el río Guaracú y sus barracas, epicentro del libro. Y en otras un documento de Franco Zapata sobre el “modo de trabajar la goma (caucho) en Brasil”. Zapata y su esposa Alicia Hernández fueron los modelos reales de Arturo Cova y su amada Alicia. No sé si fue producto de la imaginación, pero al acercar la nariz a los manuscritos me pareció captar un viejo aroma a selva que se resiste a evaporarse entre los ácidos de la civilización.

A partir de esta semana sus escritos serán motivo de estudio cuando queden a disposición de los investigadores y del público, en formato digital. Los originales pasarán a una urna de vidrio como atractivo principal de la exposición La vorágine, abierta por la Biblioteca Nacional en noviembre y que seguirá gratuita hasta el mes de marzo en el centro de Bogotá.

Hallazgo trascendental

Más emocionado con el hallazgo está uno de los curadores de la muestra. Se llama Carlos Páramo -nombre para personaje novelesco-, es antropólogo de la Universidad Nacional y, como estuvo el investigador chileno y biógrafo de don José Eustasio, Eduardo Neale-Silva, vive obsesionado con descifrar el origen de cada una de las 340 páginas de La vorágine, considerada por Horacio Quiroga “el libro más trascendental que se ha publicado en el Continente”. De Usted dijo el escritor uruguayo, otro maestro de los relatos de la selva: “su aliento épico no lo poseyó novelista alguno en América. Pasarán muchos años antes que nuestro Continente dé a luz un poeta de tal valer”.

Páramo no duda de que los papeles Suyos serán trascendentales para despejar muchas de las preguntas sobre “el gran mito de Occidente”. “No sólo valen como documento literario sino como documento histórico y antropológico, pues en varias ocasiones en un mismo cuaderno se consignan por igual pasajes de la novela en borrador y la información de primera mano que José Eustasio Rivera obtuvo durante su viaje por la Amazo-Orinoquia”.

Quien se nota muy tranquilo es Sergio Calderón, el descendiente de Rivera que descubrió los legajos en el baúl de los recuerdos de la familia. Admite que se vino a dar cuenta de su importancia en 1988, año de la celebración de los cien años del nacimiento de don José Eustasio y los 60 de su muerte, luego de que la Biblioteca Luis Ángel Arango publicó un folleto dando cuenta de la existencia de las notas. Lo increíble es que desde entonces las ofreció a la citada entidad, al Ministerio de Cultura, a la Casa de Poesía Silva, a la Universidad Central y al Instituto de la Cultura del Huila, sin que nadie definiera el procedimiento para su recepción y conservación.

Apenas a finales del año pasado concretó la entrega con Ana Roda, directora de la Biblioteca Nacional. Los puso en contacto Isaías Peña, experto en literatura colombiana y fundador del taller de escritores más reconocido del país. El día que Sergio llegó con los añorados originales hubo conmoción en la Biblioteca Nacional. El historiador inglés y colombianista Malcom Deas estaba de visita y celebró el acontecimiento como ninguno. Resultó fácil para el comité de evaluación verificar la autenticidad porque el descendiente de Rivera probó su conexión y porque los manuscritos lo demuestran por sí mismos. Además, en esa biblioteca reposa un original de la primera edición de la obra, enviada por Usted desde Nueva York en el primer vuelo que hubo hacia Bogotá, y una diapositiva de los cuadernos que, nadie sabe cómo, apareció entre el archivo de imágenes que donó el escritor Germán Arciniegas.


El eslabón perdido

Sergio es hijo de Miguel Ángel Calderón Rivera, el sobrino preferido de don José Eustasio. Accedió al archivo por medio de su tía Margarita Rivera. Era un ingeniero de vías que recorrió el país abriendo carreteras y cargaba los librillos para un lado y otro. El escritor y ex gobernador de Antioquia Jaime Sanín Echeverry reveló en los años 60 que Calderón se los dejó revisar una noche en un campamento en la región de Urabá, camino a Turbo. Ya a comienzos de los 50 los manuscritos habían viajado ida y vuelta a los Estados Unidos para que el biógrafo Neales-Silva los estudiara y enriqueciera su libro Horizonte humano, según consta en una carta de agradecimiento a Calderón a la que también tuvo acceso El Espectador.

“Ni mi papá, ni mi mamá, ni yo asimilamos el valor de los cuadernos porque no somos del mundo de las letras”, admite Sergio Calderón. En vísperas del centenario oyó hablar de ellos y por corazonada los descubrió en Medellín dentro de un maletín en la casa de su mamá, Josefina Prada. Ella los había recibido de manos de su esposo, poco antes de su muerte. “Me quité un gran peso de encima, siento desahogo y satisfacción de dejar este legado histórico en manos de una casa madre de la cultura para que le dé el uso adecuado y la obra de José Eustasio Rivera no se borre de la memoria de los colombianos”.

Como insiste Páramo, que dedicará los próximos años a rearmar el rompecabezas, “a los estudiosos de Rivera nos resolverá muchas dudas y de seguro nos dejará otras nuevas. Las correcciones en el manuscrito indican la deliberada intención de Rivera, bien de acercar más la trama a la realidad factual, o bien de difuminarla deliberadamente”.

Se sabrá, por ejemplo, quién era originalmente don Rafo, que Narciso Barrera al principio se iba a llamar Julio para encarnar a Julio Barrera Malo, de infame recuerdo entre los grupos indígenas de los Llanos Orientales. Ana Roda destaca que los colombianos podrán ir a aprender qué pasó con La vorágine desde que se concibió y, sobre todo, ¿qué le dice al público actual?

Don José Eustasio: parece un hecho que los manuscritos devorarán la leyenda negra que lo acusaba a Usted de haberle robado el diario a Arturo Cova, de nunca haberse internado en la selva, de trabajar sobre las ideas de otro, de haber escrito pensando más en un texto panfletario sobre la explotación de los caucheros y los indígenas que en la literatura. Como respaldo también aparecieron en el archivo de la Universidad de Caldas otros documentos del archivo que Usted dejó en la editorial en Nueva York.

Nunca se habían reunido tantas pruebas para redondear la historia de un escritor y de una novela que influenció a Rómulo Gallegos, Ciro Alegría, Alejo Carpentier y Mario Vargas Llosa. Este último no sólo por La casa verde (1966), sino por El sueño del celta, la novela que publicará este año sobre los caucheros del Congo, en conexión con los del Putumayo colombiano. Sin olvidar que a nivel de narrativa periodística Usted cultivó discípulos confesos como Alfredo Molano y Germán Castro Caycedo.

El “hechizo del lenguaje” que el crítico Juan Gustavo Cobo le atribuye a La vorágine, el sino de Arturo Cova analizado por el sociólogo Orlando Fals, siguen intactos. “Se puede sustituir caucho por coca —opina Cobo— y ahí sigue inalterable el mismo mundo que pinta y denuncia”.

Lo testimonió el año pasado en Bogotá el escritor y documentalista Wade Davis, quien leyó a Rivera y las memorias del científico Richard Schultes, se internó en la manigua, vivió entre el temor de ser secuestrado o asesinado por guerrilleros de las Farc y la conmovedora danza del atardecer de los delfines rosados de río. El canadiense publicó otra maravilla contemporánea sobre la selva, titulada El río, y hoy asegura: “allí todavía existe la vorágine, en medio del corazón de la vida”.

Una exposición que atrapa

Desde que uno entra a la nueva sala de exposiciones de la Biblioteca Nacional siente que lo metieron de cabeza en el raudal que fue la vida de Arturo Cova. El visitante camina sobre el mapa de las regiones y las rutas en las que transcurre La vorágine, mientras a cada lado del pasillo se desarrolla la historia editorial de la novela, entre la realidad y la ficción, y la vida del autor. Selva adentro los artistas Miguel Salazar, Liliana Sánchez, Mateo López y Felipe Arturo intervinieron el ambiente con propuestas de relectura de la obra: el sonido del torrente de los ríos amazónicos, la piel de la selva, enredaderas de libros en maderos que aparentan ser árboles de siringo, de los que emana el más fino caucho, y estaciones de reflexión en las que La vorágine se recrea en imágenes y se oye por audífonos, narrada por actores de teatro.

Por Nelson Fredy Padilla

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