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América tiene algo entre las piernas

En ‘Pecar como Dios manda’, el investigador Roberto Palacio se adentra con ironía en las prácticas sexuales en tiempos de la conquista.

Angélica Gallón Salazar
25 de marzo de 2010 - 10:32 p. m.

Con la premisa de que la sexualidad no se reduce a la cama y con una cierta certeza de que ha determinado los caminos de la civilización y no al revés, el filósofo, etólogo e investigador Roberto Palacio se adentra en una aventura iniciada por el escritor Federico Andahazi en Argentina, de mirar la historia sexual de los colombianos en su obra Pecar como Dios manda.

“Nuestra historia se ha contado de una manera solemne, casi religiosa, que narra el pasado de gente que no tiene nada entre las piernas”, dice con ironía el investigador. “Nuestros grandes relatos suponen que los padres de la patria o los indígenas no tuvieron sexo, y no estuvieron atraídos entre ellos, y esto es una falsedad que incluso resulta peligrosa, porque gran parte de la motivación que hay en el descubrimiento de América es sexual. La conquista de América fue una conquista erótica”, asegura Palacio, quien hace dos años escribió con el mismo tono divertido una obra titulada Sin pene no hay gloria.

En este libro de cortos ensayos, con un humor paralelo a la seriedad de la investigación, se descubre, por ejemplo, que mientras los españoles creen que el amor de las indias se obtiene fácilmente, ellas consideran un acto de aristocracia no negar el afecto puesto que “no dar amor al hombre que así lo quiere es debilidad y cobardía”, explica el libro en una de sus 225 páginas. Fue también común en el territorio colombiano que a algunos hombres se les asignara en materia sexual un rol femenino: “Si la naturaleza no nos da mujeres, convertiremos a los hombres en mujeres que nos satisfagan”, decían los laches, antiguos vecinos de los muiscas.

No causó menos asombro entre los conquistadores la desnudez y la exhibición de los órganos sexuales de los indígenas. Los tumacos, asegura Palacio, se representaron en su cerámica con falos desmedidos que excedían los tamaños corporales. “Si queremos presumir apócrifamente de tener un pene enorme, nos compramos un Mercedes Benz, los tumaco mandaban a esculpir un falo hipertrófico”. Según el libro, la prostitución también existía, en una modalidad que hoy no deja de parecernos un agravio. Los indígenas ofrecían a invitados y amigos los favores sexuales de sus mujeres sin retribuciones.

Pero entre pudores y valores cristianos sacudidos se va descubriendo en la lectura detallada de las prácticas y costumbres sexuales de los indígenas características que aún perviven y atraviesan la cultura colombiana: “En las regiones de Cundinamarca y Boyacá aún las parejas hablan poco y esto es en general un legado de los muiscas. Para casarse, ellos no intercambiaban una sola palabra, él le regalaba una manta —que era un objeto muy preciado—, ella una totumita de chicha y el pacto estaba sellado, y se iban a vivir en una choza en donde nunca había mucho de eso que los psicólogos conocen como diálogo de pareja”, explica Palacio, quien recoge también cómo en el Caribe los primeros cronistas se quedan asombrados con la belleza de sus mujeres, pero sobre todo aterrados con el meneo con el que caminan, una característica inocultable aún de las mujeres del norte del país. “El turismo sexual en la América precolombina se podía costear para el europeo, como sigue siendo hoy en día, al módico precio de crispetas y chocolatinas”, complementa con saña Palacio, evidenciando que efectivamente en materia de prácticas sexuales algunas cosas no han cambiado.

Que los taironas se negaban a copular durante las noches por temor a que sus hijos nacieran ciegos, que algunas mujeres solían adornar su pelo con collares de luciérnagas vivas que las hacían resplandecer, y que en la mayoría de tribus cuando se le daba muerte a un asesino solía castigarse a sus padres, educadores e incluso a su nana, “porque todos hicieron de él un asesino”, son algunas de las cientos de anécdotas documentadas con las crónicas de Indias, unas de las pocas fuentes de información con las que contó Palacio para descubrir lo que pasaba en la intimidad de nuestros ancestros, que no dejaron relatos de primera mano por no contar con escritura.

Este viaje escritural que llena de humanidad nuestro pasado apenas comienza. Palacio trabaja ya en dos libros más que tomarán parte de esta trilogía que indaga por las necedades sexuales de los próceres hasta llegar a las prácticas más cotidianas de la contemporaneidad, en donde quizás al leerlas nos asombremos tanto como los conquistadores que encontraron esos indígenas del color del oro.

Por Angélica Gallón Salazar

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