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El regreso de la ‘Bachué’ de Rómulo

El  investigador y crítico de arte Álvaro Medina narra cómo fue la travesía para dar con esta importante pieza. El colombo mexicano Rómulo Rozo no tiene la fama de otros artistas, pero su relevancia es incuestionable. La historia de una búsqueda incansable que tiene un final feliz para el arte.    

Álvaro Medina *
12 de julio de 2008 - 03:08 a. m.

El escultor Rómulo Rozo es el artista más influyente de la historia del arte colombiano, pero su suerte con el gran público ha sido esquiva. Aún hoy carece de renombre, de fisonomía reconocible, incluso de obra, lo cual es una auténtica paradoja. Sólo los especialistas apreciamos sus méritos. 

Por iniciativa de la galería Mundo y de su magnífica revista, la Bachué de Rozo está en exhibición en el club El Nogal. Es un granito pulido de un 1,6 m. de alto, el cual ha permanecido los últimos 59 años en una colección privada de Barranquilla. Mi interés en el escultor bogotano, considerado chiquinquireño, comenzó en 1975. Ese año tuvo lugar la tardía exposición de homenaje que Colcultura organizó en la Biblioteca Nacional para conmemorar el décimo aniversario de su muerte en tierra mexicana, acaecida en 1964. Fue la primera exposición de Rozo en Colombia.

Uno de los coleccionistas que la tuvo en su poder fue el presidente Eduardo Santos, propietario de la trilogía conformada por Bachué en su versión pequeña de bronce, de treinta centímetros de alto, Tequendama y Bochica, realizadas entre 1925 y 1927. Cuando murió el Presidente, las obras fueron subastadas a beneficio del Hospital Lorencita Villegas de Santos. Fue así como la Bachué pequeña y Tequendama pasaron a ser propiedad del pintor Gerardo Aragón, quien me llamó enseguida para que fuera a conocer el nuevo florón de su colección personal. Al morir las dos obras pasaron a manos de John Fitzke.

Aunque pequeña la exposición de 1975 mostró una buena parte del acervo reunido en Colombia, constituido por piezas bronces en su mayoría. A mí se me reveló entonces un escultor sólido y distinto a todos los que ejercían la profesión en el país. Después, cuando ahondé mis estudios en el tema, descubrí que era distinto a todos los demás en América Latina.

De la ignorancia que hemos cultivado con respecto a su obra me di cuenta con motivo de esa primera exposición en Bogotá. Rómulo Rozo Krauss, el hijo mexicano del escultor, trajo a la Biblioteca Nacional algunas piezas del Museo Rozo de Mérida y tuvo el cuidado de situar en algunas librerías el volumen ilustrado que le dedicó a su padre. Yo escribía entonces crítica de arte para la Radio Nacional y estaba acopiando documentación sobre el artista cuando me tropecé, en el recinto de un buen librero del parque de Santander, el tomo de Rozo Krauss.

Me puse a hojearlo con detenimiento, indeciso en cuanto a comprarlo, ya que era carísimo (130 pesos). Cuando lo deposité de nuevo en su sitio, otro visitante lo tomó y me preguntó quién era Rozo. El librero se adelantó a satisfacer la inquietud. “Un escultor mexicano”, dijo. La respuesta me reveló que el artista estaba destinado a atravesar en Colombia un purgatorio bastante largo, antes de ganar ante el gran público el puesto que le corresponde. Resuelto a luchar en esa dirección compré el libro y me puse a trabajar en serio en la comprensión cabal de su obra.


En la historia de la cultura hay generaciones que tienen muy buena acogida y las hay que son mal miradas. La generación de Rómulo Rozo, José Domingo Rodríguez, Ramón Barba, Josefina Albarracín, Hena Rodríguez, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Luis B. Ramos, Gonzalo Ariza y Sergio Trujillo Magnenat no se distingue por gozar del aprecio generalizado.

En el caso concreto de Rozo, su viaje a Europa en 1923 y el hecho de que jamás volvió al país ni de vacaciones, son los dos factores que contribuyeron a la indiferencia que rodea su personalidad. Pero fue Rómulo Rozo  quien le dio el nombre a su generación, conocida como ‘la generación de los bachués’. Cuando afirmo que Rozo es el artista colombiano más influyente, tengo en cuenta esta definición generacional, única en el quehacer artístico colombiano.

El impacto de Bachué, diosa generatriz de los chibchas, se produjo desde el momento mismo en que El Espectador publicó una magnífica foto de Rozo junto a su obra, en el Suplemento Literario Ilustrado de fecha 11 de febrero de 1926. Esa escultura se volvió el modelo a seguir en las artes.

En 1999, en mi calidad de curador del Museo de Arte Moderno de Bogotá, preparé con Agustín Arteaga, de Conaculta en México, la exposición conmemorativa del centenario del nacimiento de Rozo. Estábamos en esas cuando recibí del Museo Rodin de París una carta solicitando datos del artista bogotano, ya que en los archivos fotográficos de Choumoff, el fotógrafo oficial de Rodin, habían encontrado la foto publicada en El Espectador y querían identificar su contenido plenamente.

Una extensa búsqueda

En 1979 y 1980 escribí el primer borrador de El arte colombiano de los años 20 y 30. En 1980 retorné a París, donde permanecí los trece años siguientes. En el 88 desempolvé el manuscrito abandonado y resolví reanudar las pesquisas yendo a conocer personalmente la Bachué que Rozo esculpió en granito. El libro publicado por su hijo no era mezquino en los detalles relacionados con la Feria Iberoamericana de Sevilla, España, realizada en 1929, donde la obra había sido instalada, constituyéndose en la atracción central del pabellón nacional.

El cónsul de Colombia en Sevilla en 1988 era el novelista Carlos Perozzo, así que lo llamé a su despacho y le anuncié mi visita. El consulado funcionaba en el que había sido el pabellón de Colombia en la feria del 29, un edificio extraño que por fuera da la impresión de ser una iglesia colonial. Rozo hizo la decoración de sus fachadas y recintos, así que no sólo me desplazaría para conocer la Bachué, sino toda una serie de estatuas y relieves de época.

La tarde en que pisé el Consulado de Colombia en Sevilla mi decepción fue enorme. La curiosidad me llevo a buscar la fuente central del patio andaluz, donde debía estar la Bachué, pero el lugar estaba vacío. Perozzo no tardó en aparecer y hablamos largo y tendido. Al anochecer empezó a hablarme de Rozo, me invitó a recorrer el edificio y yo le pregunté por la escultura que motivaba mi viaje. “¿Cuál escultura?”, inquirió. “Ésta”, respondí y le mostré la  foto que revelaba cómo lucía, durante la feria de casi 60 años antes, el lugar en el que departíamos. “Ay juemíchica, se la robaron entonces”, reaccionó.

Para paliar mi decepción Perozzo me dijo que su secretaria trabajaba en el consulado desde hacía 30 años. Me pidió la copia, me prometió mostrársela y quedamos en vernos más tarde. La respuesta fue contundente: la secretaria no había visto nunca la Bachué.

En noviembre de 1993 fui a Mérida, en la península de Yucatán, una zona extraordinariamente rica en sitios arqueológicos mayas y mayatoltecas de primer orden. Estaba empezando a documentar un libro en varios volúmenes sobre la influencia del


arte precolombino en el arte latinoamericano de los siglos XIX y XX. El colombo mexicano Rómulo Rozo era uno de los artistas a estudiar.

El mismo día que llegué a Mérida contacté a Leticia Rozo, la hija del escultor. Ella dirigía un centro cultural. Cuando le manifesté mi intención de conocer el museo de su padre, me contó compungida que por desgracia la edificación había sufrido un incendio hacía un par de meses y estaba cerrada. “¿Se quemaron las obras?”, le pregunté. “No, ninguna”, replicó. “¿Puedo ver la Bachué?”, me adelanté a sugerir. “No, no”, replicó extrañada, hizo una pausa y agregó: “Mi padre nunca la tuvo”.

Como yo, Leticia conocía la versión grande de la Bachué a través de fotografías y no tenía la menor idea de su paradero. Retorné a Colombia al año siguiente, me reintegré a mis clases en la Universidad Nacional y concluí El arte colombiano de los años 20 y 30.

Retomé el hilo donde lo había abandonado. Llamé a Leticia Rozo a Mérida y ella me sugirió contactar a su hermano Rómulo, residente en Cuernavaca, responsable de acopiar y preservar todo lo que se ha escrito sobre el escultor. Rómulo me dijo que la obra estaba en Cartagena y que el propietario se llamaba Ricardo Moreno. Días después Eduardo Hernández, curador del Museo de Arte Moderno de Cartagena, me comunicó que Ricardo Moreno vivía en Barranquilla. El trabajo de detective emprendido años antes me llevó a encontrar la Bachué de Rómulo Rozo a diez cuadras de mi propia casa.

 ‘Bachué’ y sus propietarios

En 1997, 72 años después de haber sido concebida por un Rozo de 26 años, el público colombiano pudo ver por primera vez la Bachué. Su  propietario inicial fue un antioqueño residenciado en París, de nombre Guillermo Moreno Olano. La adquirió en el taller de Rozo apenas éste terminó de esculpirla en 1925. La Bachué llegó a Barranquilla en 1959 y ha permanecido instalada en la sala de un apartamento a media cuadra del Hotel El Prado.

Alejandro Obregón pintó dos series de cuadros con el mismo tema, Bachué y Misterio de Guatavita. En una de sus versiones  la diosa muisca no parece salir de una laguna del altiplano frío, sino de las cálidas aguas del mar Caribe.

En definitiva, la Bachué que se vio en la feria de Sevilla de 1929 ya tenía dueño. Prestada por Moreno Olano para el pabellón de Colombia, la obra se rompió en dos por la cintura durante el viaje de retorno a París. Fue restaurada en el Museo del Louvre por escogencia de Rozo y ha permanecido desde siempre en manos de una misma familia.

Si se convirtió en el símbolo de una generación, no es difícil concluir que estamos ante una de las obras determinantes del arte nacional. No lo asevero a partir de una valoración subjetiva. Es significativo el impacto que la Bachué ha tenido desde el momento en que El Espectador publicó la gráfica del fotógrafo de Rodin. El impacto ha sido mitigado por el paso de los años en un país de memoria caprichosa, pero no ha quedado borrado.

* Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional.

Por Álvaro Medina *

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