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Una gambeta al hastío

Desde el próximo viernes y hasta el 11 de julio el mundo olvidará parte de sus diarias penas para adherirse a una pelota de fútbol.

Fernando Araújo Vélez *
05 de junio de 2010 - 09:00 p. m.

Como por obra de magia, un día y a una hora exactos, el próximo viernes a las 16:00 la humanidad trasladará sus fracasos y ansiedades a una cancha de fútbol y vivirá, como si fueran suyos, los perfectos desbordes de Kaká, los imprevistos enganches de Messi, los sibilinos chanfles de Cristiano Ronaldo y los goles de esa especie de vendedor de seguros devenido en futbolista llamado Wayne Rooney. Como por obra de magia, el pitazo inicial de Roberto Rosetti, en el estadio de Johannesburgo, generará amores y odios, gritos destemplados que podrían derrumbar el Empire State, insultos como para provocar un leve sonrojo en el diablo, desamores, venganzas, cobros, miles de millones de dólares y absurdas apuestas.

En Ciudad de México, Tijuana, Guadalajara y demás, la Virgen de Guadalupe, los rosarios y las estampitas se mezclarán con la santería, el culto a la muerte del que son tan adeptos los mexicanos, la interpretación de los cuarzos y todo lo que signifique suerte. Como ocurrió con los peruanos en la Copa del 82, que se encomendaron a su propio brujo y lo inscribieron en la delegación oficial, el equipo de Javier Aguirre elevará plegarias a quien sea necesario con tal de que le ayude y pueda doblegar a Sudáfrica.

 Los hinchas sazonarán su ilusión con dioses de todos los colores, alas de murciélago y sangre de Garrincha o, en su defecto, de Cuauhtémoc Blanco, pues como decía un viejo técnico inglés Bill Shankly, “hay gente que piensa que el fútbol es un asunto de vida o muerte. A mí me decepciona mucho esa actitud. Les aseguro que el fútbol es mucho, muchísimo más que eso”.

El cuadro local, por su parte, y siempre por oscuras intermediaciones, apelará a su milenaria tradición de tambores, humo, fuego y sol para embrujar el cielo, su propio cielo, y transformarlo en factor determinante de una victoria. Les dirán, lo importante no es ganar sino competir, como el legendario eslogan del barón Pierre de Coubertain. Les recordarán que Nelson Mandela estuvo en la prisión de Robben Island 27 años, con sus días y meses y noches y fríos y calores por defender una ideología noble. Alguno bajará la cabeza en señal de arrepentimiento. Otro justificará su sed de triunfo con frases como “el fútbol no es la patria ni la santidad”. Sin embargo, todos, los primeros y los últimos, terminarán por celebrar si Sudáfrica gana con un autogol en el último minuto o un penalti inventado por los eternamente odiados árbitros. Y mientras ganan, olvidarán los idealismos.

Los olvidó Francia, la Francia que leyó y sintió a Charles Baudelaire, Albert Camus, Paul Cezanne, por citar unos pocos, cuando en noviembre del año pasado Tierry Henry metió la mano en los últimos minutos del partido decisivo de la clasificación al Mundial y con su mano hizo que su equipo venciera a Irlanda.

Los olvidó la Argentina del 86, la que aún celebraba el final de las dictaduras, los 30 mil desaparecidos, la sangre y el terror, cuando Diego Maradona anotó el gol que bautizó como la Mano de Dios y puso en camino a su selección hacia el título. Los olvidó la Inglaterra de Churchill, de Lawrence Olivier y la reina Victoria en 1966, cuando la Federación cambió árbitros a su antojo y expulsó a jugadores a trasmano para obtener la Copa del Mundo. Y la reina Isabel aplaudió. Sonrió. Festejó.

Todos ellos, miles más, y sus fanáticos, fueron niños de nuevo por un gol, porque el fútbol siempre fue un juego de niños o los adultos se convirtieron en niños por el fútbol. Entre los niños se afianzó desde tiempos inmemoriales, cuando los ingleses le pusieron reglas a aquel patear y patear una pelota para meterla entre unos palos (1863). Entre niños explotó, porque fueron ellos quienes encumbraron al Brasil del 70 como el mejor de todos los tiempos, fueron ellos quienes se obnubilaron con los finos toques y el despliegue de Johan Cruyff en el 74, con la presencia infinita de Franz Beckenbauer desde 1966 hasta 1974, con la melena desordenada y la zurda de Mario Kempes en el 78, con los goles de un condenado apostador como Paolo Rossi en el 82, con Maradona y su gol imposible a los ingleses en el 86, con Zico, Platiní, Romario, Berckamp y decenas más.

En los 90, cuando Colombia volvió a ser protagonista del mundo fútbol, fueron los niños los que jugaban a copiar a Valderrama. La peluca rubia, las medias abajo, el pase de gol, los cambios de frente y su andar cansino. Fueron ellos los que más lloraron las derrotas ante Camerún, 1990, y Rumania y Estados Unidos, 1994. Tal vez jamás se recuperaron de aquella ilusión reventada a tiros. Crecieron de la mano del escepticismo y en adelante ya todo parecía darles lo mismo, tanto en el fútbol como en la vida, que siempre fueron dos caras de la misma moneda. Cada uno, a su manera, y a su ritmo, parecía ir en el mismo tono de Fito Páez, “si de nada sirve vivir, busca algo por qué morir”.

Colombia perdía y perdía. Cayó en Francia 98 sin ninguna luz, y luego se quedó por fuera de todas las copas. Fracasos, mentiras, oscuridades. La solución era mirar hacia otros lares, como en los 60 y 70. Buscar en el Brasil de Ronaldinho y Kaká aquello por lo que tanto tiempo imploró Eduardo Galeano, una buena jugada. Hallar en Tévez, Messi o Verón una salida, o por lo menos, a los sustitutos de los ya retirados Valderrama, Álvarez, Higuita y Rincón. Encontrar en la España de Iniesta y Xavi Hernández un motivo para pegarse al televisor.

 Desde el próximo viernes Colombia tomará partido una vez más. Se volverá brasileña y cantará sin saber quién la escribió “Aquarella do Brasil” (Ary Barroso). Se vestirá de verde y amarillo y creerá que entiende portugués y recreará los goles de Luis Fabiano, de Kaká, o se teñirá de azul celeste y blanco, y gritará con el alma si Argentina gana. Por momentos será uruguaya, paraguaya, mexicana, italiana o española, y por momentos confundirá su amor incondicional por Millonarios, Santa Fe, Nacional o Cali con el que le inspiren Holanda o Portugal.

Desde el próximo viernes los apellidos y nombres más extraños, Per Mertesacker, Aaron Mokoena, Kim Dong-Jin y Tranquillo Barnetta, por ejemplo, serán pronunciados con sutileza hasta en el último rincón del planeta, y las ciudades sudafricanas, Polokwane, Puerto Elizabeth, Durban, Ciudad del Cabo, Mangaung/Bloemfontein, Nelspruit, Rustemburgo y Pretoria pasarán de boca en boca con su respectiva historia, como si allí se hubieran fundado el universo y su alrededores. Desde el próximo viernes Dios será redondo una vez más, como en el libro de Juan Villoro, y tocará con su gracia a cerca de cinco mil millones de humanos que por un mes olvidarán que cada uno es cada quien.

Alguno morirá de infarto y uno más se suicidará, como lo hicieron cientos en la Copa del 50, cuando Uruguay derrotó a Brasil en su estadio, el Maracaná, y postergó tal vez hasta 2014 la gran fiesta del fútbol en su tierra. Se escribirán leyendas, se desenterrará la vida de Mathias Sindelar, una de ellas, quien prefirió suicidarse en su casa de Viena antes que jugar para la Alemania nazi; se formarán villanos que como Roberto Baggio o Moacyr Barbosa cargarán con la eterna culpa de un error y se discutirán por años las decisiones de los técnicos y las determinaciones de los árbitros.

Se escribirá que la Fifa es una multinacional multimillonaria, se hablará de cuando Mussolinni amenazó a jugadores y compró árbitros para llevarse las Copas del 34 y el 38 rodeado de sus azurri y sus camisas negras y, por ahí, cualquier columnista curioso contará que la camiseta azul de Italia proviene del color de la casa de Savoia, quien gobernaba la península en 1910, cuando los italianos jugaron su primer partido oficial, y que la de Holanda surgió de la casa de Orange.

El mundo, como en una película futurista, estará habitado por sabios, historiadores de la pelota y eruditos, quienes, indistintamente, hablarán de la línea de tres y el media punta, improvisarán su mejor gesto de trascendencia para decir en tono fundamental que “el fútbol es la dinámica de lo impensado”, y elaborarán una intrincada teoría que demuestre la no influencia de la suerte en los resultados. Sin embargo, serán más, muchos más, los fanáticos que se desborden por el triunfo de su equipo y que lloren, desesperanzados, después de una derrota. Entonces dirán, melancólicos, “un mal siglo lo tiene cualquiera”.

 

  * Periodista de El Espectador y autor del libro ‘Pena máxima’ (Planeta, 1995).

Por Fernando Araújo Vélez *

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