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Federer, el profeta

Junto con su inseparable novia Mirka, el suizo programa milimétricamente los torneos, su comida, ropa y futuro. Este año su meta es ganar los cuatro grandes. Este lunes comienza el reto en el Abierto de Australia.

Jesús Ruiz Mantilla / Especial de El País para El Espectador
15 de enero de 2008 - 10:36 a. m.

Fue hace unos treinta años. Una manera de jugar quedó enterrada en la memoria de los más viejos. Todo se fue encarnizando con la frialdad de la tecnología y los nuevos materiales que se aplicaban a la raqueta. La potencia sustituyó al estilo. La brusquedad física, gran aliada de la fortaleza mental, le ganó terreno a la astucia y arrinconó esa arma de los supervivientes que es la habilidad.

Muchos temieron que jamás se volvería a ver sobre las pistas a nadie con swing, que desaparecería para siempre la elegancia en los golpes, o aquella magia de las muñecas en pos de la espectacularidad. Que se borraría de los manuales un sencillo revés con el brazo estirado hasta el límite que no fuera la catapulta a dos manos implantada en la época de Jimmy Connors y Björn Borg.

Pero entonces llegó él. Roger Federer. Ese profeta del clasicismo, que con el estilo de toda la vida se aupó hasta el número uno casi sin hacer ruido. Lo hizo con una estética y una filosofía que gran cantidad de aficionados había dado por muerta, pero que le ha convertido en el mejor jugador del mundo. Y… suma y sigue. Porque puede que, al ritmo que lleva, se consagre como el más grande de la historia del tenis, por delante de Borg y Pete Sampras.

El propio Federer, desde que empezó a llamar la atención como juvenil en los circuitos hasta que se consagró en un más que eléctrico partido frente a Sampras en octavos de final de Wimbledon en 2001 –el día en que se consumó la sucesión–, no era consciente de que su potencial, de que su manera de estar en la pista desataba en muchos una nostalgia que le convertía en una especie de profeta. En el símbolo de un mundo perdido. “Hoy no se estila el modo clásico, con golpes finos, más acercamientos a la red. Resulta llamativo porque no se usa, así que es una ventaja. Mi juego ha cambiado, también yo he tenido que adaptarme a ciertas cosas, a atacar y defenderme. Todo ello, mezclado, ha sido importante para estar arriba”, dice Federer.

Aquel estilo perdido era cosa de un pasado lejano, algo terminado muchas temporadas antes de que él naciera en Basilea (Suiza) el 8 de agosto de 1981, el año en que Björn Borg, el primer gran icono tenístico de la era moderna, se retirara luego de haber ganado 62 torneos, entre ellos 11 grand slams.

Su forma de jugar se remontaba a años antes de que el sueco fuera el rey. Hoy, Federer ha comprendido la importancia de su manera de competir. La luz de su estilo. Y ahonda en ello constantemente. Tanto, que ha decidido recorrer ese camino en busca de la perfección, con todas las consecuencias. El camino que, con poco más, le llevará a batir todos los récords, a construir el historial más grande de su deporte. Sus marcas ya son más que portentosas: 52 torneos con 12 grand slams.

Sampras logró 14, entre ellos, cinco Wimbledon, cuatro Abiertos de Estados Unidos y tres de Australia. Y Federer todo lo ha cosechado fiel a su clasicismo. Algo que estaba en las retinas y el subconsciente de los que han cumplido más de 40 años y que lo han visto volver con Federer como una bendición incluso mejorada.

Pero llegar a la cumbre no fue fácil. Roger, al principio, no tenía una gran mentalidad. Hoy, Federer es un tenista maduro, que con 26 años cree que le queda mucho tiempo por delante en la alta competición después de haberlo ganado casi todo –de los grand slams sólo le queda el Roland Garros– y de mantenerse como número uno desde febrero de 2004. Sin interrupción. Pero sus objetivos van perfilándose paso a paso, día tras día, sin plazos demasiado largos: “Para esta temporada aspiro a defender mi número uno hasta el final y participar en los Juegos Olímpicos”, dice.

Para él, esa reunión de la excelencia deportiva es especial. De hecho, se plantea su carrera casi de olimpiada en olimpiada. Su obsesión con los Olímpicos es fácil de entender. Viene de Sydney 2000, cuando conoció a quien desde entonces es su novia, su manager, su sombra. La mujer que controla cada uno de sus pasos: Miroslava Vavrinec, Mirka, tenista como él, aunque retirada por una lesión de pie.

Federer viaja con ella a todos los campeonatos. A veces lo hacen solos; otras, con una pequeña corte en la que está su círculo más íntimo. Mirka y su preparador físico son los imprescindibles. Desde hace tiempo, no se incluye un entrenador personal, por ejemplo. Parece que Federer no echa de menos un entrenador después de unas experiencias algo traumáticas –como la de Peter Carter, que murió en un accidente automovilístico en 2002– y otras más normales junto al sueco Peter Lundgren o al australiano Tony Roche.

La moda es otra de las pasiones a las que permanece atento, de la mano de amistades influyentes en ese mundillo, como es el caso de Anna Wintour, la todopoderosa directora de la revista Vogue. Su ropa en los campeonatos es algo de lo que se ocupa personalmente. “A finales de año me reuní con los de Nike para los trajes de esta temporada, para estudiar los cortes, los colores”.

En lo que respecta a su imagen, ha vuelto a ponerse en manos de la agencia IMG. “Me he manejado solo durante dos años y medio. He aprendido mucho del negocio”. Todos esos aspectos dejan claro que Federer es un caso aparte en el mundo del deporte. Busca una independencia a prueba de bombas. Tiene curiosidad por algo que está más allá de las pistas, como lo atestigua su fundación para apoyar la educación de niños en África.

Pero es el propio funcionamiento del negocio, de todo el negocio del tenis, lo que más le fascina. De hecho, ese máster acelerado en cada uno de los aspectos de su mundo le sirve de preparación para un futuro en el que cada vez piensa más en serio. No en vano, los tenistas, a partir de los 30 años, saben que fuera de su torre de marfil les espera un salto sin red para el que deben prepararse psicológicamente. Federer parece tenerlo claro. “En el futuro quiero dedicarme a mi fundación y a ser empresario. Si me lo hubiesen preguntado hace dos años, habría respondido que el tenis era la única cosa en la que tenía que concentrarme, pero desde que cumplí los 25 pienso a menudo en lo que haré cuando me retire. Es una preocupación que crece dentro de mí cada día”, reflexiona.

Junto con Mirka planean cada temporada cuidadosamente. Cada etapa de un circuito que al jugador se le hace demasiado largo. “Empieza en enero y acaba en noviembre. Es voluntario estar en cada torneo, pero no es bueno dejar de ir a unos cuantos si tus competidores van a estar”, asegura. “De todas formas, a veces me retiro cuatro semanas. Lo necesito. Es fundamental para mi cabeza”.

Su alimentación también, aunque en ese aspecto no renuncia a una nada disimulada vocación de gourmand. Algo a lo que da rienda suelta por restaurantes japoneses e italianos, sobre todo, y manteniéndose fiel a la gran orden mundial de los amantes del chocolate, puro vicio para él y un rasgo de su carácter muy suizo, como la precisión y la cuenta corriente, con unos 36 millones de dólares ganados. Salvo en esos pequeños vicios, todo discurre en su vida como un verdadero encaje de bolillos. Con temporadas largas en su casa de Dubai incluidas. “Me gusta ir porque no tengo distracciones y entreno duro”.

Otra de sus pasiones es Suiza, donde está su verdadero hogar, su familia, sus amigos. Donde siempre vuelve. Montaña y desierto. Dos pilas que le hacen mantenerse sereno en la cumbre. Lo de Dubai es fácil de entender. Va allí después de Wimbledon y antes del Abierto de Estados Unidos. El calor es la clave. Hace tanto en Dubai, que cuando se traslada a Nueva York, en pleno verano, mientras los demás están asfixiados, él está fresco.

Son los tres meses más duros. Entre junio y agosto se concentran tres grandes torneos. Luego respira algo más. Ya ha alcanzado suficiente maestría como para no fijarse en otras cosas en la vida. Conocer a quien le apetece sin ir más lejos. Le fascinan los deportistas de élite, por ejemplo. Cuando estuvo en Madrid cenó con Cannavaro, el defensa madridista, y es muy amigo de Tiger Woods.

Rafael Nadal es el único jugador que ha sido capaz de desquiciarle dentro de una pista. Eso quema. “Ya no, hace dos años sí, porque intentaba averiguar cómo batirle. No tenemos muchos zurdos, y para mí resultaba difícil. Él era joven, no tenía nada que perder. Yo no lo entendía al principio. Pero después hasta lo paso bien. Hemos hecho exhibiciones y ahora disfruto de su forma de ser y de su forma de jugar”, cuenta.

Para el suizo, Rafa Nadal encarna como nadie la palabra rival. Además, lo ha tomado bajo el brazo como a un protegido y ha dicho que debe ser, en justicia, su sucesor. “Un rival es alguien que me lleva al límite. Alguien que te hace ser mejor. Antes creía que prefería un mundo sin rivales, yo y el resto, pero ahora disfruto y me gusta que haya tíos que me reten, como Nadal. Soy el número uno, pero me gana a menudo, y eso es fundamental para el tenis”.

La distancia entre Federer y el resto sigue siendo demasiado larga. Tanto, que el suizo parece tener más cosas en mente cuando juega. Los récords: “Están para batirlos”, ha asegurado varias veces… Siempre ha respetado a sus rivales, pero públicamente ya se nota que el campeón se plantea barreras de otra dimensión cuando afirma: “Sinceramente, no me importa quién esté al otro lado de la pista mientras yo llegue a la final”.

El sueño de Federer, además, coincide con los deseos de la ATP, la asociación que dirige el tenis mundial y que acaricia la aspiración de contar con un jugador que alcance algo mágico: ganar los cuatro grandes torneos –Roland Garros, Wimbledon, el Abierto de Estados Unidos y el Abierto de Australia– en un año. El Grand Slam completo. No lo ha conseguido nadie desde que lo hiciera Rod Laver en 1969. Y lo conquistó dos veces. Federer tiene el saque ahora. Veremos si le entra.

Por Jesús Ruiz Mantilla / Especial de El País para El Espectador

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