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La última estación del ‘Tren’

Uno de los mejores delanteros colombianos de los 90 quiere ser ahora empresario. La selección del 93 jugará en su honor esta tarde.

Fabián Mauricio Rozo Castiblanco
27 de febrero de 2010 - 10:00 p. m.

Así como cuando le faltaba un año para pedir la cédula, les comunicó a sus padres que era el momento de abandonar aquel humilde hogar de Buenaventura, hoy quisiera volver a tenerlos juntos para que desde el palco de El Campín comprobaran una vez más que no se equivocó al dejar el puerto en busca de un mejor futuro.

Este último deseo de Adolfo José Valencia, quien se fue de su tierra natal siendo uno más y con el paso del tiempo volvió convertido en un Tren, quedará simplemente en eso, porque a mamá Henelia una enfermedad la tiene hospitalizada en Cali y Manuel Benigno, el jefe de hogar, “sigue con lo de la madera, que es lo que siempre le gustó”.

Igual, en algún momento, de tantos que le ofreció el fútbol, ambos vieron cómo el hijo pródigo recorría buena parte del mundo a una velocidad difícil de alcanzar, con la potencia propia de un ser humano privilegiado que tuvo distintas rutas en un espacio de apenas 16 metros para terminar siempre el mismo destino: la red.

Por eso aceptaron también que su real bautizo fuera en Bogotá y a través de un micrófono, cuando Hernán Peláez al observar a ese moreno con el vapor suficiente para atravesar cualquier defensa, lo convirtió en el ferrocarril que empezaría justamente a andar en el Expreso Rojo llamado Santa Fe.

Y hoy que El Tren detiene su marcha en el mismo lugar donde arrancó hasta hacerse imparable, son muchas las estaciones que fueron trazando el camino del éxito y la propia máquina de goles se encargó de recordar para El Espectador cuáles, de una u otra forma, terminaron dándole el impulso necesario o distinguiéndole como un ejemplo a la inocencia.

La primera no podía ser en un lugar distinto a Bogotá, a la que llegó “cuando tenía 18 años y en compañía de Héctor Javier Céspedes. Lo más duro que me dio fue el clima, porque en ese entonces sí era una nevera completa y creo que demoré como seis meses o más en acostumbrarme al frío”.

De la capital también tuvo que habituarse a muchas cosas, al tráfico por ejemplo, el cual lo intimidó en el mismo momento en que Santa Fe le “dio carro, un Mazda NS gris. Nunca hice curso de conducción, aprendí por mi cuenta y traté de acordarme de cómo manejaban los compañeros, arranqué y me metí por la Avenida Caracas. Y si había trancón, armé dos, entonces la gente me pitaba, quiten ese Tren, me gritaban y yo angustiado porque se me apagaba cada cuadra. Entonces les dije a mis compañeros que me ayudaran y me acompañaran hasta la práctica”.

Esa sería apenas una de muchas anécdotas, pero la más famosa tuvo lugar en el parque La Florida, antigua sede deportiva cardenal, donde Valencia usaba las canecas como trincheras para eludir el régimen físico de Jorge Luis Pinto. “Lo hacía por molestar al Profe y verlo enojado un rato, mas no por evitar el entrenamiento, además, cómo creen que me iba a meter entre la basura para después oler feo”.

Pero donde más sacaba de quicio al entrenador santandereano era en la cancha, enfrentándolo. “Apostábamos 10 o 15 gallinas jugando picaditos y, aunque no jugó profesionalmente, se las ingeniaba para hacer sus goles. A veces pagaba, otras no, pero igual me divertía mucho con él”.

El encargado de vengar a Pinto, al burlarse de Valencia años después, fue Lothar Matthäus, compañero en el Bayern Munich, primera escala internacional de El Tren con título de Bundesliga incluido (1994), cuando “una vez íbamos a Frankfurt, no hubo vuelo comercial y la delegación tuvo que dividirse en varios grupos de a seis personas para viajar en avioneta”. Entonces el ex capitán de la selección alemana, ya en el aire, “empezó a joder con que se iba a caer, se movió mucho, yo temblaba del susto y él muerto de risa. Cómo me vería, que una vez aterrizamos me dijo que era el sistema más seguro, igual después les dije a los directivos que no me volvieran a mandar en eso”.

Ese temor a volar no desaparecería jamás y más bien aumentaría el 11 de septiembre de 2001, cuando presenció cómo las torres gemelas de Manhattan se convertían en escombros. Jugaba para el MetroStars de la MLS y al entrenar en New Jersey, “ vimos estallar el primer avión, entonces el Profe (Octavio Zambrano) terminó el entreno y empezó a llorar. Luego vino el segundo y esa es hasta ahora la tragedia más dura que me ha tocado vivir”.

Por fortuna, también le correspondieron alegrías inolvidables, como los dos goles al Barcelona en el Camp Nou por Copa del Rey, el primer tanto como profesional, marcado al Bucaramanga (abril 4 de 1990, 1-0), irónicamente, su última víctima en canchas colombianas (23 de mayo de 2002, 2-2), o el quinto festejo sobre Argentina en el 5-0 de Buenos Aires.

Precisamente esa selección de 1993, en la que “sí sabíamos para qué nos colocábamos la camiseta del país”, lo acompañará en su adiós de las canchas y frente al equipo de sus amigos. El Tren está seguro de que ofrecerá un espectáculo sin igual, porque “todavía juega de memoria”.

La camiseta número 14 quedará en manos de su hijo José Adolfo, quien ya defiende los colores favoritos del padre: el rojo de Santa Fe y el amarillo de la tricolor juvenil, aunque El Tren seguirá su andar en el fútbol en una labor no tan reconocida, pero sí lucrativa: “Como empresario me veo bien y quiero llevar dos o tres jugadores a Europa, unos que tengan talento, personalidad y hambre”.

Él dice haber tenido todo eso, pero sobre todo a Dios en su corazón. Por eso en el 90 se tatuó “cerca del corazón el rostro de Jesucristo” y aunque piensa “de pronto en una cruz”, no habrá nada más de tinta en su piel. ¿Ni siquiera el escudo de Santa Fe? “No, porque ese lo llevo en el alma”.

Por Fabián Mauricio Rozo Castiblanco

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